El Sol (Madrid), 14 de mayo de 1931
El comunismo no es, hoy por hoy, un serio peligro en España. La mentalidad, o, mejor, la espiritualidad del pueblo español no es comunista. Los sindicalistas españoles son de temperamento anarquista; son en el fondo, y no se me lo tome a paradoja, anarquistas conservadores. La disciplina dictatorial del sovietismo es en España tan difícil de arraigar como la disciplina dictatorial del fascismo. Los proletarios españoles no soportarían la llamada dictadura del proletariado. A lo que hay que añadir que, como España no entró en la Gran Guerra, no se han formado aquí esas grandes masas de excombatientes habituados a la holganza de los campamentos y las trincheras, holganza en que se arriesga la vida, pero se desacostumbra el soldado al trabajo regular y se hace un profesional de las armas, un mercenario, un pretoriano. Los mozos españoles que volvían de Marruecos volvían odiando el cuartel y el campamento. Y el servicio militar obligatorio ha hecho a nuestra juventud de tal modo antimilitarista, que creo se ha acabado en España la era de los pronunciamientos. Y, con ello, la posibilidad de soviets a la rusa y de fasci a la italiana. Y si es cierto que tenemos un Ejército excesivo ―herencia de nuestras guerras civiles y coloniales―, este Ejército se compone de las llamadas clases de segunda categoría, de oficialidad y de un generalato monstruoso. Todo este terrible peso castrense es de origen económico. El Ejército español ha sido siempre un Ejército de pobres. Pobres los conquistadores de América, pobres los tercios de Flandes. La alta nobleza española, palaciega y cortesana, ha rehuido la milicia. Y ese Ejército formaba y aún forma ―hoy con la Gendarmería, la Guardia de Seguridad y hasta la Policía― algo así como aquella reserva de que hablaba Carlos Marx. Son el excedente del proletariado a que tiene que mantener la burguesía. El ejército profesional es un modo de dar de comer a los sin trabajo. El cuartel hace la función que en nuestro siglo XVII hacía el convento. Pero ya hoy muchos de los que antes iban frailes se van para guardias civiles.
No creo, pues, que haya peligro ni de comunismo ni de fascismo. Cuando al estallar la sublevación de Jaca, en diciembre del año pasado, el Gabinete del rey y el rey mismo voceaban que era un movimiento comunista, sabían que no era así y mentían ―don Alfonso mentía siempre, hasta cuando decía la verdad, porque entonces no la creía―, y mentían en vista al Extranjero. Y ahora todas esas pobres gentes adineradas y medrosas se asombran, más aún que del admirable espectáculo del plebiscito antimonárquico, de que no haya empezado el reparto. Y los que huyen de España, llevándose algunos cuanto pueden de sus capitales, no es tanto por miedo a la expropiación comunista cuanto a que se les pidan cuentas y se les exijan responsabilidades por sus desmanes caciquiles.
Añádase que en estos años se ha ido haciendo la educación civil y social del pueblo. Es ya una leyenda lo del analfabetismo. El progreso de la ilustración popular es evidente. Y en una gran parte del pueblo esa educación se ha hecho de propio impulso, para adquirir conciencia de sus derechos. España es acaso uno de los países en que hay más autodidactos. Hoy, en los campos de Andalucía y de Extremadura, en los descansos de la siega y de otras faenas agrícolas, los campesinos no se reúnen ya para beber, sino para oír la lectura, que hace uno de ellos, de relatos e informes de lo que ocurre acaso en Rusia. “Temo más a los obreros leídos que a los borrachos”, me decía un terrateniente. Y en cuanto a la pequeña burguesía, a la pobre clase media baja, jamás se ha leído como se lee hoy en España. Sólo los ignorantes de la historia ambiente y presente pueden hablar hoy de la ignorancia española. Como tampoco de nuestro fanatismo.
Porque, en efecto, si no es de temer hoy en España un sovietismo o un fascismo a base de militarismo de milicia, tampoco es de temer una reacción clerical. El actual pueblo católico español ―católico litúrgico y estético más que dogmático y ético― tiene poco o nada de clerical. Y aquí no se conoce nada que se parezca a lo que en América llaman fundamentalismo, ni nadie concibe en España que se le persiga judicialmente a un profesor por profesar el darwinismo. El espíritu católico español de hoy, pese a la leyenda de la Inquisición ―que fue más arma política de raza que religiosa de creencia―, no concibe los excesos del cant puritanesco. Aquí no caben ni las extravagancias del Ku-Klux-Klan ni los furores de la ley seca en lo que tengan de inquisición puritana. Ahora, que acaso no convenga en la naciente República española la separación de la Iglesia del Estado, sino la absoluta libertad de cultos y el subvencionar a la Iglesia católica, sin concederle privilegios, y como Iglesia española, sometida al Estado, y no separada de él. Iglesia católica, es decir, universal, pero española, con universalidad a la española, pero tampoco de imperialismo. Se ha de reprimir el espíritu anticristiano que llevó al episcopado del rey y al rey mismo a predicar la cruzada. Los jóvenes españoles de hoy, los que se han elevado a la conciencia de su españolidad en estos años de la Dictadura, bajo el capullo de ésta, no consentirán que se trate de convertir a los moros a cristazo limpio. Y en esto les ayudarán sus hermanas, sus mujeres, sus madres. Y a la mujer española, sobre todo a la del pueblo, no se la maneja desde el confesonario. Y en cuanto a las damas de acción católica, su espíritu ―o lo que sea― es, más que religioso, económico. Para ellas el clero no es más que gendarmería.
Hay el problema del campo. Mientras en una parte de España el mal está en el latifundio, en otra parte, acaso más poblada, el mal estriba en la excesiva parcelación del suelo. El origen del problema habría que buscarlo en el tránsito del régimen ganadero ―en un principio de trashumancia― al agrícola. Las mesetas centrales española fueron de pastoreo y de bosques. Las roturaciones han acabado por empobrecerlas, y hoy, mientras prosperan las regiones que se dedican al pastoreo y a las industrias pecuarias, se empobrecen y despueblan las cerealíferas. Mas éste, como el de la relación entre la industria ―en gran parte, en España, parasitaria― y la agricultura, es problema en que no se puede entrar en estas notas sobre la promesa de España.
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