El Sol (Madrid), 19 de julio de 1931
En el prólogo de la edición francesa del Baedecker se decía que el español es “pointilleux et ombraguex”, quisquilloso y receloso. Y esto acaso se deba a esa terrible plaga nacional que es la envidia. ¿Sólo de España? ¡Lo que le preocupaba a Herodoto, el de la democracia helénica! Y recuerdo que en cierta ocasión me dijo Cambó en la plaza Mayor de Salamanca que la envidia nació en Cataluña. Pero. ¡es claro!, a cualquier otro ciudadano universal de España que se le oiga se le oirá decir lo mismo de su propia región o patria chica. Porque la envidia que es recíproca, es de estas patrizuelas que se achican. Lo más del anticaciquismo, ¿no es acaso producto de esa típica secreción democrática?
Y ahora veamos esas pequeñas anécdotas insignificantes a que esa enfermedad de la visión, que consiste en no poderse ver ―de invidere, no ver, deriva invidia―, convierte en vigas las pajas. ¿Quién no ha oído la tópica anécdota de: “¡hable usted en cristiano!”? Y, sin embargo, esto es de un grosero rarísimo y excepcional. Y tal vez a ese grosero incomprensivo le provocó otro grosero que, pudiendo hablarle en comprensión mutua, prefirió molestarle poco cristianamente. Si bien esto era más raro aún. Porque mi experiencia personal en Cataluña me ha enseñado que en el “archivo de la cortesía”, que dijo Cervantes, todos los hombres cultos ―y no he tratado otros allí― se acomodan al modo de entendimiento mutuo. Y eso que yo les rogaba que me hablasen en su cristiano vernacular, pues deseaba ejercitar mi oído y mi sentido a su comprensión. Otra cosa habría sido si hubiesen pretendido imponérmelo.
Esa tan asendereada y sobada anécdota revela un estado de lamentable neurastenia colectiva en quienes la recogen y repiten. Un pueblo sano de verdad no se percata de cosas como esas, o las olvida al punto. Es algo parecido a las pequeñeces que agrandó poéticamente la gran Rosalía a cuenta del trato que se daban los segadores gallegos y no que les daban los castellanos de Castilla. ¡Triste enfermedad esa de creerse un hombre o un pueblo vejados! ¿Tristes quisquillosidad y recelosidad españolas! ¡Triste manía persecutoria, colectiva, por donde se va a parar a las republiquetas de taifas, al pueril juego de estatutillos resentimentales!
Recuerdo ahora otra simpleza de pobres resentidos, y era la de creer que dialecto es respecto a idioma o lengua un término peyorativo, algo que expresa un grado inferior. “Dígame, D. Miguel ―me preguntaba un ingenuo víctima de lo que hoy se llama un complejo de inferioridad―, esta nuestra lengua, ¿usted cree que es dialecto o idioma?” Y le respondí conforme a mi condenada profesión: “Mire, amigo, ello es cuestión de palabras, y pues que estamos en éstas, sepa que idioma significa lo particular, el resultado de la acción particularizadora, como poema es lo creado, y que si el poe-ma corresponde al poe-ta, lo creado al creador, el idio-ma corresponde al idio-ta, o sea al particular, que no empezó queriendo decir otra cosa esto del idiota. Un idiotismo es una particularidad.” Y el buen amigo se quedó pensando no sé en qué, acaso en la generalidad más o menos particular; es decir, contradictoria. O dicho en oro y sin recovecos, que España tiene el deber de imponer a todos sus ciudadanos el conocimiento de la lengua o dialecto ―me es igual― español; pero que no debe consentir el que se imponga ―así, se imponga― a ninguno de ellos el bilingüismo. Sea bilingüe quien quiera, y trilingüe y políglota; ¿pero como obligación de ciudadanía?, ¡jamás! La ciudadanía es simple, y no la hay doble ni triple ni múltiple. Y en lenguas las hay diferenciales y las hay integrales.
A base de idiotismos, que degeneran en idioteces, de particularidades, de anécdotas, de antojos, de reconcomios, de visiones de ictericia, de agravios fantásticos, hay señoritos que quieren forjar la conciencia personal de pueblos sanos. ¡Qué cartas henchidas de amargura recibo de españoles que empiezan a sentirse tratados de metecos ―meteco es algo así como maqueto― en su propia España, y a cuyos hijos se les quiere imponer una doble ciudadanía y con ella una doble comprensión cuando no se ha acabado la sencilla!
¡Pobres españoles que tendrán que pagar en represalia agravios históricos, los más de ellos más supuestos que efectivos, de lejanos tatarabuelos, resentimientos que sólo conservan los neurasténicos! Porque miren, hermanos, que eso de recordar el “bol calp de fals” no es cosa de historia, sino de histeria. ¡Y pobres metecos!
Mas de esto de los metecos, maquetos, forasteros o advenedizos nos queda mucho que decir.
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