El Sol (Madrid), 13 de junio de 1931
Cuando me disponía a comentar bien lo que me escribió el amigo Mourlane respecto al Dios de mi tierra, y con ello mi lema de Dios, Patria y Ley ―Dios sobre todo―, bien las pintorescas incidencias de la proclamación del Estatuto gallego, con su característico regodeo de quejumbre y el inevitable mito de la esclavitud celta, he aquí que se me atraviesa un tema intercurrente, debido a una de esas que llaman encuestas y propiamente deberían llamarse enquestas, o mejor, enquisas. Gusto muy poco de ellas. No me place ser enquestado o enquisado, y menos ser entrevistado o entreparlado. No sé por qué a los que, por mal de nuestros pecados o por nuestra buena suerte, hemos llegado a cierta notoriedad pública, se nos ha de requerir para que opinemos, y a tenazón, de lo que se presente de moda. Y en este caso se me ha querido inquirir lo que del divorcio me parezca, y si creo que deba o no establecerse en España.
Es esa cuestión del divorcio una de las cuestiones interesantísimas que no han logrado nunca interesarme. No me interesa familiarmente, pues no se ha presentado el problema ni en mi propia familia ni en aquellas que me son, por más conocidas, más queridas. No me interesa literaria ni estéticamente, como tesis de comedias, o de cuentos, o novelas, porque ni me siento Alejandro Dumas, hijo, ni Linares Rivas, hijo también, ni me creo con dotes para hacer literatura de divorcio a base de divorcios literarios. Tampoco me interesa jurídicamente, porque, no siendo yo ni siquiera licenciado en Derecho, carezco de clientela de bufete de abogado, en que se me podría presentar el caso. Pero puesto que, por lo visto, éste se quiere poner de moda y podría uno venir a dar en legislador, no he de rehuir el exponer unas ligerísimas consideraciones sobre el divorcio.
Todo este pequeño toletole de la necesidad de implantar el divorcio en España me parece que obedece más que a ansias de los malmaridados, a una especie de sentimiento anticanónico o, si se quiere, anticlerical, respecto al matrimonio. Es éste, en efecto, para la Iglesia católica, canónicamente, un sacramento indisoluble, aunque parece ser que en estos últimos tiempos esa indisolubilidad ha aflojado mucho, y son bastantes los matrimonios canónicos que se disuelven por sugestiones más o menos napoleónicas o económicas. El Estado, por su parte, tiende a civilizar el matrimonio, a hacerlo un contrato meramente civil, sin reconocer efectos civiles al sacramento meramente canónico y no registrado civilmente. De un lado, pues, la canonización sacramental del contrato civil, y de otro, la civilización contractual del sacramento canónico.
Para la Iglesia, el matrimonio puramente civil entre fieles no pasa de ser un concubinato, y para el Estado un mero sacramento no tiene, sin más, efectos civiles. Lo mismo que un reo puede ser absuelto en el sacramento de la penitencia, y hasta ser canonizado, sin que por eso se libre de la pena, y acaso de una ejecución capital. Y esto de la civilización o canonización es tal, que hoy, en España, un ordenado “in sacris”, un sacerdote católico, no puede casarse civilmente, y aun cuando el celibato eclesiástico no es propiamente derecho canónico. Ni se puede civilizar a las barraganas.
Aparte de los efectos civiles, el cuidado de los hijos cuando los haya, el mantenimiento, la herencia, etc., hay el aspecto que podríamos llamar social, o mejor, ético, y es cómo han de ser recibidos en sociedad y qué estimación pública se ha de otorgar a los divorciados y vueltos a casar. Mas esto no depende de legislación, y hoy la sociedad, hasta la más gazmoña, no usa de melindres a este respecto. Es más: se ha hecho en ciertos países de tan buen tono el divorcio, que hay ya quienes se casan para divorciarse. El divorcio da un cierto picante a una nueva aventura matrimonial. Esto es muy cinemático.
Claro está que éstas son cosas de lo que llamamos burguesía y de la aristocracia. El que se llama por antonomasia pueblo no se preocupa apenas del divorcio. Es problema que al verdadero proletario, al que tiene que cuidar de su prole, no se le suele presentar. Y es que en el proletario, en el obrero, la igualdad de los sexos es mayor. Téngase en cuenta las familias obreras en que la mujer es más sostén de ellas que el marido. Hay obreros parados que comen a cuenta de la mujer y que, en vez de obreros en paro, son maridos en parada. Marido u hombre. “¡Es mi hombre!” ―bella expresión―. A la que responde: “¡Es mi mujer!” “Mi mujer”, y no mi esposa o mi señora, denominaciones pedantescas. Y pedantesca también “mi compañera”, de los que quieren dar a entender que ni canonizaron ni civilizaron su matrimonio. ¡Pero en punto a denominaciones estilísticas!… Con decir que aún hace poco he leído a un escritor que muy en serio le llamaba a su padre “el autor de mis días...”
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