El Sol (Madrid), 23 de junio de 1931
“¡Hay que mantener en alto la antorcha del ideal!” Al pelo, amigo mío, linda frase, muy linda frase. Pero… sí; pero la mano que tiene la antorcha, que la mantiene, es de carne y hueso y no de bronce, y se cansa y se abate. ¿Estatua? ¡Ay, amigo; terrible cosa tener que hacer de estatua! Hay en el Palais Royal de París una en mármol, de Rodin, representando a Víctor Hugo con un brazo extendido, y éste… apuntalado por el mismo Rodin. Y a los modelos de tales actitudes, para pintura o escultura, se les suele sostener el brazo con un cordel que cuelga del techo. Y el experto ve en la imagen, aunque invisible, el cordel del modelo. Y hay experto, que como aquel de que nos habla Browning, al ver una estatua de Laoconte sin serpientes, mientras los demás que la miran creen que está desperezándose y bostezando, adivina él que es que está luchando con un enemigo invisible. ¡Con unas serpientes invisibles! ¡Y lo que duele, amigo, el cordel que cuelga del cielo! Usted, que es ante todo y después de todo un esteta, no lo comprende. O mejor, no lo con-sabe ni lo con-siente.
Cuenta el Libro del Éxodo en su capítulo XVII, que cuando peleaba Israel contra Amalec, si Moisés alzaba su mano, Israel prevalecía; pero cuando la bajaba, prevalecía Amalec, y que como las manos de Moisés estaban pesadas, le hicieron sentarse en una piedra y Aarón y Hur le sostenían las manos, el uno de una parte y el otro de la otra, y que así hubo en sus manos firmeza hasta que se puso el sol. Las palmas de los pies de Moisés, descansando, no apoyándose en tierra, y las plantas de sus manos apoyadas en otras manos. Palmas de pies de peregrino, plantas de manos de legislador. Y muerto luego Moisés en la cumbre de Pisga, del monte de Nebo, en la tierra de Moab, frente a la tierra de promisión, en la que no le fue dado por el Señor entrar, pasó Josué a ella el Jordán, con el arca de la alianza.
¿Conoces, amigo, aquel denso poema de Alfredo de Vigny titulado Moisés? Oiga algo de él: “Y tomando lugar de pie, delante de Dios, Moisés, en la nube oscura, le hablaba cara a cara. Y decía al Señor: ¿No he de acabar? ¿Adónde quieres que lleve todavía mis pasos? ¿He de vivir, pues, siempre, poderoso y solitario? ¡Déjame dormirme con el sueño de la tierra! ¿Qué te he hecho para ser tu elegido? He conducido a tu pueblo a donde has querido, y he aquí que su pie toca a la tierra prometida. De ti a él que se tome otro la mediación y que ponga el freno al corcel de Israel; yo le lego mi libro y la vara de bronce.” Y todo lo demás que le dice y que conviene, amigo, que lo lea en el original de Vigny en poético francés, denso y fluido. Y aquí debo advertirle que el agua corriente, líquida y fluida, es más densa que el hielo sólido, pues éste flota en aquella. Y que yo aquí me veo constreñido a traducir a Vigny en prosa sólida y no en verso líquido.
He vuelto a leer el Moisés del gran poeta al recibir, amigo, con su amonestación su linda frase de la antorcha del ideal. Y he repasado mi pasado.
Soy, ¿debo decírselo?, uno de los que más han contribuido a traer al pueblo español la República, tan mentada y comentada. Pero ahora, en el umbral de la puerta entornada de la España de promisión, sienten las palmas de mis pies de peregrino ganas de césped de hierba fresca en que descansar sin apretarla, y sienten las plantas de mis manos de escritor ganas de sostén de familiares y de discípulos. Y veo la cumbre del monte Nebo, el Pisga, que se me aparecen en sueños algo así como el picacho del Almanzor, en Gredos, esa vértebra cervical del espinazo ―rosario, dice el pueblo― de las dos Castillas, la leonesa y la manchega, la del Cid y la de Don Quijote. Que vengan pues los Josués.
Que vengan los Josués que le hagan pararse al Sol, o que, a lo menos, nuevos Esproncedas le conminen a que se pare para oírles su ardiente saludo. “Para y óyeme, ¡oh Sol!, yo te saludo”… Esto no es de Vigny. Y que el Sol, que es la mejor antorcha del ideal, les oiga, y que ellos hagan a su vez de estatuas saludadoras. ¿No entramos ya en un nuevo mundo y en una era nueva? Y que esos Josués pasen con sus arcas el Jordán, que es un Rubicón, y tras el cual les aguarda la inevitable guerra civil inacabable, lo que otros llaman revolución, la revolución permanente del profeta israelita Trotzki, el avance sin muga. Yo, amigo, vengo del siglo XIX liberal y aburguesado; los sueños de mi niñez se brizaron al fragor de aquellas modestas guerras civiles de 1874, cuando el cursi himno de Riego espoleaba corazones. Pase, amigo, pase el Jordán-Rubicón y entre en la nueva España, en la España federal y revolucionaria. Yo me quedaré en Gredos, pues empiezan a caérseme las manos y los pies. Cada vez sueño más con hierba fresca y verde, para descansar sobre ella o debajo de ella, al sol del cielo o a la sombra de la tierra.
Y ahora vuelvo a releer el Moisés de Vigny, y vuelvo a oírle cómo le dice al Señor terrible, de quien ver la cara es morirse:
“Vous m'avez fait viellir puissant et solitaire,
laissez-moi m'endormir du sommeil de la terre.”
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