El Sol (Madrid), 13 de mayo de 1931
Se ha dicho que la filosofía de la Historia es el arte de profetizar el pasado; mas es lo cierto que no cabe profecía ni del porvenir sino a base de Historia, aunque sin filosofía. Lo que no puede prometer la nueva España, la España republicana que acaba de nacer, sólo cabe conjeturarlo por el examen de cómo se ha hecho esta España que de pronto ha roto su envoltura de crisálida y ha surgido al sol como mariposa. El proceso de formación empezó en 1898, a raíz de nuestro desastre colonial, de la pérdida de las últimas colonias ultramarinas de la corona, más que de la nación española.
En España había la conciencia de que la rendición de Santiago de Cuba, en la forma en que se hizo, no fue por heroicidad caballeresca, sino para salvar la monarquía, y desde entonces, desde el Tratado de París, se fue formando sordamente un sentimiento de desafección a la dinastía borbónico-habsburgiana. Cuando entró a reinar el actual ex rey, D. Alfonso de Borbón y Habsburgo Lorena, se propuso reparar la mengua de la Regencia y soñó en un Imperio ibérico, con Portugal, cuya conquista tuvo planeada, con Gibraltar y todo el norte de Marruecos, incluso Tánger. Y todo ello bajo un régimen imperial y absolutista. Sentíase, como Habsburgo, un nuevo Carlos V. Se le llamó “el Africano”. Atendía sobre todo al generalato del Ejército y al episcopado de la Iglesia, con lo que fomentó el pretorianismo ―más bien cesarianismo― y el alto clericalismo. Y en cuanto al pueblo proletario, hizo que sus Gobiernos, en especial los conservadores, iniciasen una serie de reformas de legislación social, con objeto de conjurar el movimiento socialista, y aun el sindicalista, que empezaba a tomar vuelos. Y no se puede negar que a principios de su reinado gozó de una cierta popularidad, debida en gran parte al juego peligroso que se traía con sus ministros responsables, de quienes se burlaba constantemente, y por encima de los cuales dirigía personalmente la política, y hasta la internacional, que era lo más grave.
Surgió la Gran Guerra cuando España estaba empeñada en la de Marruecos, guerra colonial para establecer un Protectorado civil, según acuerdos internacionales desde el punto de vista de la nación, pero guerra de conquista, guerra imperialista, desde el punto de vista del reino, de la corona. En un documento dirigido al rey por el episcopado, documento que el mismo rey inspiró, se le llamaba a esa guerra cruzada, y así la llamó el rey mismo más adelante, en un lamentable discurso que leyó ante el Pontífice romano. Cruzada que el pueblo español repudiaba y contra la cual se manifestó varias veces. Y al surgir la guerra europea, D. Alfonso se pronunció por la neutralidad ―una neutralidad forzada―, pero simpatizando con los Imperios centrales. Era, al fin, un Habsburgo más que un Borbón. Su ensueño era el que yo llamaba el Vice-Imperio Ibérico; vice, porque había de ser bajo la protección de Alemania y Austria, y que comprendería, con toda la Península, inclusos Gibraltar y Portugal ―cuyas colonias se apropiarían Alemania y Austria―, Marruecos. Fueron vencidos los Imperios Centrales, y con ello fue vencido el nonato Vice-Imperio Ibérico, y entonces mismo fue vencida la monarquía borbónico-habsburgiana de España. Entonces se remachó el divorcio entre la nación y la realeza, entre la patria española y el patrimonio real.
A esto vinieron a unirse nuestros desastres en África, que reavivaban las heridas, aun no del todo cicatrizadas, del gran desastre colonial de 1898. El de 1921, el de Annual, fue atribuido por la conciencia nacional al rey mismo, a D. Alfonso, que por encima de sus ministros y del alto comisario de Marruecos dirigió la acometida del desgraciado general Fernández Silvestre contra Abd-el-Krim, a fin de asegurarse, con la toma de Alhucemas, el Protectorado ―en rigor la conquista, en cruzada― de Tánger. Alzóse en toda España un clamoreo pidiendo responsabilidades, y se buscaba la del rey mismo, según la Constitución, irresponsable. Fui yo el que más acusé al Rey, y le acusé públicamente y no sin violencia. Y el rey mismo, en una entrevista muy comentada que con él tuve, me dijo que, en efecto, había que exigir todas las responsabilidades, hasta las suyas si le alcanzaran. Y en tanto, con su característica doblez, preparaba el golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923, que fue él quien lo fraguó y dirigió, sirviéndose del pobre botarate de Primo de Rivera.
Es innegable que el golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923 fue recibido con agrado por una gran parte de la nación, que esperaba que concluyese con el llamado antiguo régimen, con el de los viejos políticos y de los caciques, a los que se hacía culpables de las desdichas de la política de cruzada. Fuimos en un principio muy pocos, pero muy pocos, los que, como yo, nos pronunciamos contra la Dictadura, y más al verla originada en un pronunciamiento pretoriano, y declaramos que de los males de la patria era más culpable el rey que los políticos. Nuestra campaña ―que yo la llevé sobre todo desde el destierro, en Francia, adonde me llevó la Dictadura― fue, más aún que republicana, antimonárquica, y más aún que antimonárquica, antialfonsina. Sostuve que si las formas de gobierno son accidentales, las personas que las encarnan son sustanciales, y que el pleito de Monarquía o República es cosa de Historia y no de sociología. Y si hemos traído a la mayoría de los españoles conscientes al republicanismo, ha sido por antialfonsinismo, por reacción contra la política imperialista y patrimonialista del último Habsburgo de España. En contra de lo que se hacía creer en el Extranjero, puede asegurarse que después de 1921 D. Alfonso no tenía personalmente un solo partidario leal y sincero, ni aún entre los monárquicos, y que era, si no odiado, por lo menos despreciado por su pueblo.
La dictadura ha servido para hacer la educación cívica del pueblo español, y sobre todo de su juventud. La generación que ha entrado en la mayor edad civil y política durante esos ocho vergonzosos años de arbitrariedad judicial, de despilfarro económico, de censura inquisitorial, de pretorianismo y de impuesto optimismo de real orden; esa generación es la que está haciendo la nueva España de mañana. Es esa generación la que ha dirigido las memorables y admirables elecciones municipales plebiscitarias del 12 de abril, en que fue destronado incruentamente, con papeletas de voto y sin otras armas, Alfonso XIII. Y han dirigido esas elecciones hasta los jóvenes que no tenían aún voto. Son los hijos los que han arrastrado a sus padres a esa proclamación de la conciencia nacional. Y a los muchachos, a los jóvenes, se han unido las más de las mujeres españolas, que, como en la Guerra de la Independencia de 1808 contra el imperialismo napoleónico, se han pronunciado contra el imperialismo del bisnieto de Fernando VII, el que se arrastró a los pies del Bonaparte.
Partidarios de la persona de D. Alfonso no los había, y si se le sostenía era por ver imposible su sucesión, dada su desgraciada herencia familiar, y por estimar muchos que el fin de la Monarquía española era un salto en las tinieblas. La Monarquía o el caos, decían. Y anunciaban toda clase de fieros males y vaticinaban el comunismo o sovietismo, ese coco de una desdichada clase social cegada que no sabía ver al pueblo en que vivía y del que vivía. Desdichada clase a la que más que el resultado del plebiscito contra el rey, del 12 del mes de abril, le ha sorprendido la compostura, la serenidad, el orden del pueblo español después de su triunfo contra el futuro Emperador de Iberia.
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