El Sol (Madrid), 26 de junio de 1931
En burla, aunque injusta, de la escolástica medieval ha podido decirse que sus diferentes escuelas hacían consistir las cosas, ya en la consistidura, ya en el consistir, ya en el consistimiento, ya en la consistencia, ya en otras denominaciones, que no definiciones, análogas. En resolución, logomaquias. Y ni cabe llamarlas ideologías, sino fonologías; pues no se trata de ideas, sino de voces. Y hoy nos encontramos en una escolástica política y revolucionaria. Las supuestas definiciones no son más que denominaciones, en que a las veces el toque está en el orden de factores, que parece alterar el producto. Así hemos oído la diferencia que va del socialnacionalismo al nacionalsocialismo, dos consistiduras diferentes y un solo camelo verdadero. Y alguien nos ha preguntado seriamente si radical socialista es lo mismo que socialista radical, a lo que, ¡es claro!, no supimos qué responderle. Otras veces el punto estriba en obtener un anagrama de iniciales, y así hemos pensado en lanzar el partido revolucionario individualista popular, o sea R. I. P. ¡Y amén! Fonología más o menos…
¿Pero es que el orden de los factores no altera el producto? Ahí está el viejo lema tradicionalista de “Dios, Patria y Rey”, que los directoriales de la Unión Patriótica cambiaron en “Patria, Religión y Monarquía”. Y lo cambiaron por inspiración fajista, para poner la Patria por encima de todo, en concepción y sentimiento paganos. Y como no se atrevieron a ponerla antes que Dios, a hacer del Estado Dios, a la pagana, cambiaron los personales y concretos Dios y Rey por los impersonales y abstractos Religión y Monarquía. Aunque, en rigor, en vez de Religión debieron haber dicho Iglesia. Y dejarle siempre a Dios fuera.
¿Qué es hoy la lucha en Italia entre el fajismo y el vaticanismo, que parecieron conchabarse un momento? ¿Qué es el duelo entre Mussolini y Pío XI? Es el mismo viejo duelo medieval entre el Pontificado y el Imperio, entre la Iglesia y el Estado, entre la religión y la patria. Dejándole siempre fuera a Dios, que no necesita ni de Pontificado, ni de Iglesia, ni de religión, y mucho menos de Imperio, de Estado o de Patria.
¡Dios! ¡Dios sobre todo! Sí; pero para el místico, para el perfecto individualista, para el que resiste a todo partido civil. Dios es el universal concreto, el de mayor extensión y, a la vez, de mayor comprensión; el Alma del Universo, o dicho en crudo, el yo, el individuo personal, eternizado e infinitizado. Toda teología es una egología. Y por eso aquel nuestro R. P. fray Juan de los Ángeles, franciscano, aquel que dijo que Dios “en cuanto hizo dejó olor de su divinidad y grandeza”, y que “viviendo en carne mortal nunca se ven y gozan los rayos de su divina luz si no es por entre los dedos de las manos de Dios”, exclamó en un arrebato de divino egoísmo: “¡Yo para Dios, y Dios para mí, y no más mundo!” Mas, ¿qué era Dios para el ególogo fray Juan de los Ángeles? Era: “que se debe considerar todo el mundo como un cuerpo, cuyos miembros son todas las criaturas, y cuya ánima es Dios”. Y así nuestro castizo místico franciscano español, al no pedir más mundo que Dios es que pedía el alma del mundo, con sus criaturas todas. Su alma, no su idea; personalidad, no idealidad. ¿Mas es esta posición civil?
¿Civil? San Agustín habló no de Estado, ni de Imperio, ni de Patria, pero ni propiamente de Iglesia, de Pontificado o de religión, sino de la Ciudad de Dios. San Agustín era un jurista romano y su teología fue jurisprudencia. Y en concepción agustiniana cabe invocar a Dios por encima de la patria y de la religión, del Estado y de la Iglesia, del Imperio y del Pontificado, que son cosas del cuerpo del mundo, pero no de su alma, no de su alma inmortal. Y el terrible ―¡terrible, sí!― místico ególogo ―ególogo y egolátrico―, al pedir esa alma del mundo, pide una ciudad, pide una comunidad, pide una comunión. ¿O no es acaso que al enseñarnos el Credo, en la escuela, antes de “la resurrección de la carne y la vida perdurable”, se nos enseñó a creer en “la comunión de los santos”? ¿Y qué es la comunión o la comunidad de los santos en la vida perdurable sino la Ciudad celeste de Dios, la eterna sociedad futura? ¿Qué es, sino la patria eterna e infinita, el reino de Cristo, que no es de este mundo?
¿Logomaquias? ¿Egologías? ¿Consistiduras? Dicho llanamente: que al poner a Dios, a mi Dios, sobre todo y por encima de la patria y de la religión, del Estado y de la Iglesia, del Imperio y del Pontificado, declaro que hay algo que no puedo ni debo sacrificar ni a la patria, ni a la religión, ni al Estado, ni a la Iglesia. ¿Qué es esto?
¿He de continuar? Porque cualquiera se hace oír sobre esto en medio del actual barullo de escolástica de partidos políticos con sus definiciones… fonológicas. O sea verbales. Y verbosas.
Y a este lector que me pide que no abuse de la Historia Sagrada, he de decirle que toda historia es sagrado, que la Historia es el pensamiento de Dios, y que su fin es forjar, no patria, ni Estados, ni Imperios, sino almas individuales, personas, hombres. Como el lector ése y como
Miguel de Unamuno.
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