miércoles, 31 de mayo de 2017

Políticos, criadores, poetas, padres

El Sol (Madrid), 20 de diciembre de 1931

Que no se cansen de dispara tales preguntas de actualidad huidera entrevisteros y encuesteros, porque no, eso no es política, sino politiquería. Importa poco lo de Pérez o López, Cuadrado o Redondo. Se puede ser muy personaje sin ser apenas persona, lo que no quiere decir, ¡claro!, que no sean personas, y muy personas, nuestros personajes de aquí y de hoy. El personaje es cosa de teatro, y ahora peor, de cine sonoro. Terrible esto de que se pueda verle a uno moverse y visajear y accionar ―¡a qué cosas se llama acción!―, y se le pueda oír hasta después de muerto y enterrado. Que ya no se le sepulta a uno en estatua y en libro, sino en película y disco.

¿Política eso? ¡Vaya! Tal vez necropolítica o geopolítica ―de campo santo de muertos―; pero no biopolítica o cosmopolítica de mundo de vivos. Porque, a ver, ¿es que debajo de eso se está acaso formando una conciencia nacional, un consaber y consentir nacionales y a la vez mundial, cosmopolita, popular? ¿Se están acaso fraguando una fe y una esperanza en un destino, en una misión de España en el mundo? Se están, es cierto, repatriando españoles; pero es porque allá, en ultramar, les falta materialmente sostén. Falta material de vida; falta de vida material. Pero ¿es que hay quien aquí mismo, viviendo en ella, la echa de menos? ¿Quién la sueña otra?

Y, ante todo, ¿es que esos del “reinaré en España” y sus colaboradores le han enseñado al pueblo español a soñar en una España del reino trasmundano del Cristo, de la Ciudad de Dios? ¿Es que en vez de servirse de un credo momia para domeñar a un pueblo y hacer necropolítica ―pueblo así es necrópolis, cementerio― no debieron de haber hecho, con biopolítica, un credo religioso vivo ―la vida se la da el juego de las herejías― nacional? Dejemos, pues, que los muertos entierren a sus muertos, y que, a mayor abundamiento, los desentierren.

San Pablo, el Apóstol de los gentiles, anunció (Rom. XV, 28) que iba a venir a España; pero no vino. Menos, por supuesto, Santiago el Mayor, Matamoros. ¡Y si hubiera venido...! El que escribió (I Cor. IV, 15): “Aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, pero no muchos padres.” Pedagogos, ayos; pero no padres. Ya el Cristo dejó dicho (Mat. XXIII, 9): “No llaméis vuestro padre en la tierra, pues uno sólo es vuestro padre, el celestial.” ¿Y esos titulados padres, el pa' Redondo o el pa' Cuadrado? ¿Esos ayos, pedagogos, o más bien industriales de la pedagogía, del oficio de la enseñanza? ¿Esos padres postizos pedagogos en Cristo Rey que no es el del Evangelio? ¿Esos que enseñan no a soñar, sino a dormir? A dormir apoyada la cabeza en la almohada de la fe implícita del consabido carbonero.

¡Padre! En mi nativa Vizcaya había antaño, siendo yo niño, un título nobilísimo y de invención muy atinada, que se otorgaba al que había servido a su espíritu, al de Vizcaya, que era el de la libertad foral, y el título era: padre de la provincia. ¡Y por qué no ahora padre de la patria! Y padre de la patria es el que a los hijos de ella les enseña a soñarla en altura. ¿Redactar, enmendar y votar leyes constitutivas? ¡Bah! La cosa es hacer costumbres, y, sobre todo, la de pensar en alto y en hondo para que el ser español sea un consuelo de tener que serlo. ¡Y acostumbrarse a soñar! Que la costumbre es el resorte de la querencia patria, y a su empuje ceja toda otra gana. Y hacer costumbres ―la mejor la de soñar― es educar, es criar, es hacer criaturas de España, criados de ella.

Hay una muy linda palabra en nuestro castellano aboriginal, palabra hace siglos en desuso y que se lee en el verso 2919 del Poema de myo Cid. Es criazón, que hoy decimos crianza. Que criar es crear y crianza o criazón es creación. El que cría, crea. Y al hombres sin crianza, o de mala crianza, mal criados. Y una política paternal más que pedagógica es poética, o sea criadora, creativa. Y todo lo demás, aunque útil, muy útil y desgraciadamente necesario, es geopolítica, es cosa de clientelas electorales o de reparto de destinillos. Lo que no quiere decir ―¡claro está!, lo repito― que entre tantos políticos y pedagogos o ayos ―que no llegan a los diez mil del Apóstol― no pueda haber algún poeta, algún criador o creador y algún padre, que es lo mismo.

¿Es que a la formación espiritual de España, a su fragua, a su constitución civil ―y tómese este término en su acepción más propia―, contribuyeron los ministros de los reyes y los reyes mismos, los legisladores, más que Cervantes y Calderón y Lope y Quevedo y los dos fray Luises y todos los demás que enseñaron, que acostumbraron a nuestro pueblo a soñarse a sí mismo? Es decir, que le dieron patria. Patria, o sea cuna de ensueños para siempre, y sobre todo del ensueño de una patria, eterna e infinita, sin un último mañana ni un último lindero.

No se cansen, pues, en dispararnos preguntas sobre la actualidad politiquera los entrevisteros y encuesteros; la honda política, que es civilización, está en otra parte. Y tal político que esté de gobierno deja para ella, a su patria, más que sus actos de gobierno, tal obra de espíritu que haga soñar sueños de inquietud y desasosiego acaso, a los que la conozcan. Lo otro, lo que suele llamarse por antonomasia y excepción política, es otra cosa. Y así se da el caso de que se diga de algún criador, poeta, padre del pueblo, que es todo menos político cuando el verdadero político sea él.

martes, 30 de mayo de 2017

New Constitution criticized in Spain

The New York Times, 13 de diciembre de 1931

Haste in Drafting It Ascribed to Regime's Fear of Dangers Called Largely Illusory.
DRASTIC REVISION FORECAST
Reaction to the Right in the Next Elections Is Seen as Likely by the Parties in Power.
By MIGUEL DE UNAMUNO. Wireless to THE NEW YORK TIMES.

MADRID, Dec. 10.―The Spanish Constitution has been made too quickly under pressure of the desire to end the government's provisional nature in order to defend the regime from dangers believed by many to be close but which in reality are largely illusory.

The new code also is over-prolific and in great part purely theoretic. It is theory and nothing more, for instance, to declare that Spain is a republic of workers of all classes. The guarantee of work for all Spaniards is not a legislative precept but a campaign promise. It is stated that Spain renounces war, as if this depended on Spain alone. Excessive powers have been granted to Parlamient, due doubtless to fears of another dictatorship with the Senate coincidentally suppressed because it was an attribute of the monarchy ―as if it could not be one also of any other régime.

No one believes this Constitution can long endure withouth radical modifications, and the parties now dominant foreseeing a probable Right reaction at the next elections, perhaps in the coming year, wish to prolong the life of the Cortes called solely to make the Constitution.

The Constitution began under the shadow of the Catalan statute influenced by the so-called compact the members of the government had concluded with the Catalan sutonomists. Then it was attempted to make it a federative Constitution, but with general lines that resulted in leaving the door open to constant dissension. A kind of double citizenship was granted for certain reasons where Spaniards not natives are in conflict with native Spaniards. Bilingualism in institutions of learning will give rise to a sort of civil war with Catalonia, but not with Galicia nor the Basque country, where the question of the language to be taught is unimportant.

The most outstanding constitutional problem involves the separation of church and State and the position created for religious orders. The orders have been deprived of the right to teach, but this cannot be effective for a long time, perhaps years, because the State will be unable to take over the teaching of the population. Moreover resistance of a great proportion of the people who are opposed to lay instruction will have to be overcome. Action against religious orders, depriving them of certain liberties that other associations enjoy, it has not been attempted to justify.
However, in the end, when inevitable drastic revision has been achieved, the Constitution may be expected to accord well with Spanish tradition.

lunes, 29 de mayo de 2017

Castillos y palacios

El Sol (Madrid), 13 de diciembre de 1931

En el Canto del Pico, en Torrelodones, en la morada del conde de las Almenas, entre Madrid y las serranías castellanas. Y desde allí, contemplándola fundirse en el campo, se cobra sentido de que Madrid, que está a 600 metros sobre el nivel del Mediterráneo, es también cima; que toda Castilla es cumbre, y algunas de sus ciudades, tal Ávila, dechado del castillo interior de Santa Teresa de Jesús, bien encumbradas; que Castilla y con ella Madrid, pujan al cielo. Que de noche baja a acostarse en ella. Cuando, ya anochecido, volvíamos acá, sobre los reverberos madrileños brillaban las constelaciones, el Carro, la Bocina, la Silla de la Reina, el Carro Triunfante ―o sea Orión―, llevando a las Tres Marías, y a ras de tierra, junto al farol de un auto lejano, Sirio silencioso y como si eterno.

Allí, en el Canto del Pico, las encinas casadas a los berruecos, tan de las entrañas rocosas de la tierra las unas como los otros, y envueltos en la misma luz que reviste los follajes y los peñascos. Y paisaje, celaje y paisanaje, todo en uno, castellanos. Que allí se remansa y eterniza la Historia, no la que pasa, sino la que se queda y enraíza en peña humana.

Y en torno, ciñendo al campo roquero, las sierras. Gredos; allende, Castilla la Vieja, leonesa, la del Duero y el Cid, y aquende, la Nueva, manchega, la del Tajo y Don Quijote. Y Guadarrama y la sombra del marqués de Santillana. Levántanse las sierras como bastiones contra el cielo. ¿Contra? Sí, contra, porque el cielo ―así lo dice la Sagrada Escritura― padece fuerza, y a la fuerza se entra en él por la poterna de la fe reconquistadora. Creeríase que detrás de aquellos bastiones turquinos no hay nada más, ya puesto el sol, que el velo dorado del infinito antes de que empiecen a nacer las estrellas.

A lo lejos, Madrid… “Madrid, castillo famoso / que al rey moro alivia el miedo...” Al rey moro puede ser; pero, ¿a los reyes de España, no ya reyes castellanos? ¿A los reyes que, acabada la reconquista contra la morisma, empiezan la Contra-Reforma? Madrid dejó de ser castillo, y talado el madroño en que se apoyaba el oso ―¿el de D. Favila?―, se hizo palacio. Castilla fue la de los castillos, la de los castillos roqueros hechos con las entrañas de ella; Castilla castellana, de castillos y no de palacios, no palaciega ni palaciana. El Palacio Real, borbónico ya, no es un castillo; castillos eran los de D. Álvaro de Luna; castillo era el de la Mola de Medina la del Campo. Castillo es ―hasta etimológicamente― un pequeño castro, un campamento chico. No le cabe a uno figurarse al pie de un castillo al conde-duque de Olivares, y si Velázquez le pintó sobre fondo de campo castellano, madrileño, esto no es más que decoración ―espléndida decoración velazqueña―, cono no eran más que decorativas las cruces pegadizas que brillaban sobre las pecheras de palaciegos y cortesanos. Y el Palacio Real de Madrid, ¿alivió el miedo a los Borbones palaciegos? ¿Poner puertas al campo? Sí, como la monumental Puerta de Alcalá, la de Carlos III, escénica y académicamente decorativa ―tal un fondo de Velázquez, el aposentador regio―, pero que no ha cerrado nada.

Con Carlos V se acaban los reyes castellanos, que ni aún él, debelador de los comuneros de Castilla, lo fue en rigor. Su hijo, covachuelista, se encierra a morir en el Escorial, que no es ni castillo ni todavía palacio, sino monasterio; no torre de templarios belicosos, sino convento de Comunidad de jerónimos pacíficos para el esplendor del culto litúrgico. Siguen los reyes sedentarios, Austrias y Borbones, más cortesanos que sus cortesanos mismos, más palaciegos que sus propios palaciegos. Su único roce y toque con el campo, la caza, de costumbre, pero caza cortesana, de etiqueta y casi de liturgia. Y así llegó a agonizar la realeza, ya no castellana, aunque acaso chulesca, entre las encinas del Pardo. Entre esas encinas graves del Pardo rindió su alma Alfonso XII, gimiendo: “¡Qué conflicto, qué conflicto!” De escolta de su última agonía, Cánovas del Castillo y Mateo Sagasta.

Desde el Canto del Pico se columbran ruinas de algún castillo, y se puede soñar a ojos abiertos y bajo el cielo la ruina de la Castilla castellana, la de los castillos medievales. Pero quedan los berruecos, quedan las encinas, como con raíces jugosas aquellos, berroqueñas ellas. Y quedan las sierras, tronos y altares.; tronos y altares de un pueblo que siempre, a sabiendas o no, puja al cielo. Que si apoyándose en un credo religioso, cuajado y remachado ya, se puede tratar de domeñar a un pueblo necropolíticamente, cabe con una biopolítica ―que es cosmopolítica― esforzarse en dar vida a un credo religioso nacional que haga que el consuelo de haber nacido sea para los españoles haber nacido en España, de España y para España y su Dios. Las encinas, al pie de los berruecos, cantera antaño para sillares de castillos, me parecían cruces, cruces de leño arraigado en roca, cruces vivas y hojosas de un cristianismo ibérico y aboriginal. Y volví a soñar en seguir soñando una España eterna e infinita, y en fuerza de soñarla hacerla, que es milagro de fe.

Y allí, en la morada del Canto del Pico, de Torrelodones, sin agonía, en tránsito indoloroso y raudo, al pie de una escalera de sillares, al ir a pasar de la casa al campo abierto y peñascoso, del recinto hogareño al aire suelto, salió de esta vida a la de siempre D. Antonio Maura. Cerca de siete años después, el último Borbón, tirador de pichones, cortesano y palaciego, chulo, mas no castellano, tenía que dejar, a regañadientes, su Palacio Real y salirse de nuestra Castilla española, de nuestra España de nuevo reconquistada.

domingo, 28 de mayo de 2017

El pecado liberalismo

El Sol (Madrid), 10 de diciembre de 1931

Con qué arrobo, redondeando la boca, hay quienes pregonan: “¡Está por hacer todavía la revolución…; a ello!” Pero es que toda revolución ―he de repetirlo― lleva su propia reacción en el seno. Y esto es lo que la hace permanente, lo que Trotski llama la revolución permanente. Porque la otra, la que no lleva entrañada su propia reacción, la que no se está revisando arreo, la de una vez fijada, constituida, ésta es muerta y propiamente no es revolución. Y sería gran necedad general cerrar el sufragio a los que a su constitución, a su estabilización se opusieran. Resucitando, en cierto modo, para ello los que se llamaron en España antaño, en la Restauración, partidos ilegales. O anti-constitucionales.

Lo que importa es que la revolución lleva consigo la guerra civil. O, mejor aún, que es la guerra civil misma, y la revolución permanente, la única fecunda, la guerra civil permanente. La guerra civil que es un don del cielo, como dijo aquel Romero Alpuente, que fue alma de la sociedad secreta de los “Comuneros”. Y ¿a qué asustarse de ese don del cielo? Cabe decir que desde la muerte de Fernando VII, y aun antes de ella, ha estado el cielo regalando a España con ese don. Que, latente y sorda, o aparente y estridente, en guerra civil hemos vivido. Primero, apostólicos y constitucionales; luego, servilones y liberalitos, carlistas y cristinos, y, al fin, católicos y liberales.

¡Católicos y liberales! Qué lejanos nos parecen ya aquellos tiempos de 1884, hace ya más de 47, en que en el mes del Santísimo Rosario empezaba, en Sabadell, sus luego famosísimas conferencias familiares sobre el liberalismo el presbítero D. Félix Sardá y Salvany, director de la Revista Popular. Aquellas conferencias que, reunidas bajo el título de El liberalismo es pecado, corrieron toda España encendiendo disputas. ¡La tinta que ha corrido desde entonces! Y alguna sangre también.

El liberalismo es pecado. ¡Qué hallazgo de título y de empresa! Tuvo tanto éxito, si es que no más, que el “Reinaré en España y con más devoción que en otras partes”. El áureo libro ―era la designación consagrada― así titulado, recorrió toda España entre bendiciones de obispos y recomendaciones de curas de almas y de directores espirituales. Y como a un canónigo de la diócesis de Vich se le ocurriese refutarlo en un opúsculo que tituló El proceso del integrismo, y denunciarlo a la Sagrada Congregación del Índice, este instituto mandó que se amonestase al canónigo, y declaró que merecía alabanza la obrita del señor Sardá y Salvany. ¡Y lo que esto dio que decir y que contradecir entonces y lo pasado que está ya!

¿Quién no se sonríe hoy al leer aquello de que “de consiguiente (salvo los casos de buena fe, de ignorancia y de indeliberación), ser liberal es más pecado que ser blasfemos, ladrón, adúltero u homicida, o cualquier otra cosa de las que prohíbe la ley de Dios y castiga su justicia infinita”? Pero toda aquella campaña de verdadera guerra civil es la que ha traído a la ajesuitada Iglesia oficial española a su estado actual. Aquella campaña, y la que poco antes del golpe de Estado de 1923, con el nombre de Gran Campaña Social, inició el episcopado ―y en un documento en que se llamaba “cruzada” a la guerra de Marruecos― y apoyó en un principio el Rey para tener que cortarla luego. Y aun pedir que no se volviese a hablar de ella.

Pero aquella guerra civil sigue y tiene que seguir si ha de mantenerse la revolución espiritual religiosa, sin la cual no puede vivir la fe de un pueblo. Que vive de una continua revisión de ella. Que si una Constitución política no es intangible, no es irrevisable, tampoco un Credo eclesiástico lo es. Y con la separación de la Iglesia y del Estado ella, la Iglesia, se volverá a sí misma a examinar sus discordias intestinas, lo de integristas, mestizos, católicos liberales, los de la tesis y los de la hipótesis y todo lo demás, y a darse cuenta de que su presente estado, la persecución que hoy experimenta ―porque ello es evidente― se debe a que no midió bien sus fuerzas y llevó muy mal su campaña. Hoy ha de comprender que tiene que apoyarse en aquel pecado del liberalismo para mejor poder cumplir sus fines, y que el enemigo, el verdadero enemigo de su fe y de su misión, está en otra parte. Pero ¿guerra civil? Guerra civil siempre.

Y esta guerra civil se debe al pecado del liberalismo, del que se puede decir aquello de “felix culpa!”, ¡dichoso pecado! Que sin pecado no hay redención, ni sin guerra hay paz. Que el Cristo que vino a traer la paz, vino ―y él lo dijo― a traer la guerra y dividir las familias, padres contra hijos e hijos contra padres, hermanos contra hermanos. Y esa guerra es el empuje de subida a su reino que no es de este mundo.

La revolución, la permanente, es guerra civil permanente. Y aunque se diga y se repita hoy mucho que el pueblo español es indiferente en religión, o más bien, que es irreligioso, somos algunos los que creemos que con la revolución que llaman política se está cumpliendo, en los hondones del alma popular, una revolución religiosa. Que hay una fe que forcejea por alumbrarse. Forcejeo que es una herencia y una adherencia históricas, que es el meollo de la historia.

sábado, 27 de mayo de 2017

Releyendo a Larra

El Norte de Castilla (Valladolid), 5 de diciembre de 1931

Como a alguien se le haya ocurrido ahijarnos a Larra a los que han dado en llamarnos la generación del 98 ―¡del mítico 98!―, me he puesto a releerle, ya que le tenía casi olvidado. Nunca le cultivé mucho al “Pobrecito Hablador”, al suicida de los veintiocho años. Y el suicidio fue, con el surtidor poético de Zorrilla, al borde de la tumba de aquel, lo que más le hizo. Fue el suicidio el que proyectó su trágica amargura sobre la moderada sátira del pobrecito hablador. “Metafísicas indagaciones” llamaba “Fígaro” a las someras divagaciones del “mundo todo es carnaval”, y otras veces les llamaba “filosofía”, cuando nunca pasaron de literatura en un sentido más estrechamente profesional.

“Ser leídos: este es nuestro objeto; decir la verdad: este es nuestro medio.” Sentencia ésta de Mariano José de Larra, que procede derechamente de un literato, de uno que se pregunta, como él se preguntaba: “¿no se lee porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee?” ¡Siempre el oficio de escritor! Pero el que, aunque viva en parte de escribir, obedece al hacerlo a otra necesidad íntima, o digámoslo con su nombre, a otra vocación, se dirá, al revés de Larra: “decir la verdad: este es nuestro objeto; ser leídos: este muestro medio.” No dirá la verdad para que se le lea, sino que buscará que se le lea para decir la verdad, y si diciéndola se le lee menos que callándola o disimulándola, dejará que se le lea menos y aun que no se le lea. Predicará en desierto, seguro de que las piedras de él oyen, o escribirá para un solo lector. O para sí mismo.

“Yo mismo habré de confesar ―escribe otra vez― que escribo para el público, so pena de tener que confesar que escribo para mí.” Y ¿porqué no? Y si no para sí, para un lector, para un solo lector, para el consabido lector. O para cada uno de los lectores, que no es lo mismo que escribir para el público. No, no es lo mismo. El público que lee artículos o ensayos como los de Larra, o como estos míos, se compone ¡es claro! De lectores aislados unos de otros. Su lectura no es una lectura pública. El autor puede ―y debe― coger a cada uno de ellos a solas y decirle a solas lo que no cabría decirles en agrupación. Cuando nuestro objeto, nuestro fin y no nuestro medio es decir la verdad, debemos decírsela a cada uno a solas.

Y aun lo que dicen que no debe decirse por evitar que los que suponen ser nuestros adversarios se prevalgan de ello y aprovechen para fines de polémica nuestras confesiones, deformándolas y tergiversándolas acaso. ¿Y qué?

“No hay que dar pábulo… etcétera.” ¡No hay qué!, ¡hay qué!, y luego lo de pesimismo y derrotismo. Pase para el que tiene por fin ser leído y por medio decir la verdad, que cuando diciéndola no consigue su fin o lo amengua, se la calla o la disfraza, pase para el literato, aunque acabe en suicida, pero hay algo sobre la literatura aunque de ella se valga.

Además, a Larra no le mató la tragedia de España, el dolor de España, como no le mató esa tragedia, ese dolor, a mi amigo Ganivet. Más sufrió de ella Costa, aunque sufriera de otros dolores privativos.

“Que el poeta en su misión / sobre la tierra que habita / es una planta maldita, / con frutos de bendición”, dijo, junto a la reciente tumba de Larra, José Zorrilla, que sí que era un poeta, el poeta de Don Juan Tenorio, el que sintió su misión como poeta, no como literato, y no se le ocurrió suicidarse sino que vivió largos años. Vivió encantando a su España con el hechizo de sus cantos, embalsamándola con leyendas. E hizo así el trovador errante más honda política que el pobrecito hablador.

Pongamos las cosas en su lugar, y sobre todo los llamados del 98 no reconozcamos que nuestra sublevación intelectual tuviera que ver con las “metafísicas indagaciones” de El mundo todo es carnaval. Asmodeo no es Segismundo. Hay clases. No, ni Asmodeo, el Diablo Cojuelo de que se prevalía Larra para su “el mundo todo es carnaval” es Segismundo el de La vida es sueño, ni las críticas literarias de Larra tuvieron gran influencia en la mentalidad de lo que llaman el 98. Las cosas en su punto.

viernes, 26 de mayo de 2017

“¡Qué sé yo!”

El Sol (Madrid), 4 de diciembre de 1931

En La Biblia en España ―obra ya clásica―, de Jorge Borrow, tan acabadamente traducida del inglés por Manuel Azaña, se lee un delicioso relato de una conversación que en Córdoba tuvo el autor, don Jorgito, con un viejo sacerdote que había sido inquisidor, relato en que ha debido meditar más de una vez el presidente del actual Gobierno de la República española, o sea del Gobierno de la actual República española. En la conversación aquella se cambiaron estos términos: “―Supongo que sabrá usted cuáles eran los asuntos propios de la función del Santo Oficio; por tanto, no necesito decirle que los delitos que entendíamos eran los de brujería, judaísmo y ciertos descarríos carnales.―¿Qué opinión tiene usted de la brujería? ¿Existe en realidad ese delito?―¡Qué sé yo!―dijo el viejo encogiéndose de hombros―. La Iglesia tiene, o al menos tenía, el poder de castigar por algo, fuese real o irreal, don Jorge; y como era necesario castigar para demostrar que tenía el poder de hacerlos, ¿qué importaba si el castigo se imponía por brujería o por otro delito?”

Ahora bien ―otro diría que ahora mal―, lo mismo que la Iglesia en tiempos del Santo Oficio de la Inquisición tenía el poder de castigar por brujería, tiene hoy la República española, en virtud de la ley llamada de Defensa de ella, el poder de castigar por ciertos delitos u ofensas al régimen vigente, entre ellos el de hacer la apología del régimen monárquico, lo que constituye, sin duda, un aojamiento al que le ha sustituido. Pues ¿quién duda de que la reciente República, tan tiernecita aún, no podría resistir sin serio quebranto una apología de aquel otro régimen? Por lo cual es debido castigar ese y otros delitos análogos. Así se da una sensación de firmeza y de que con la República no se juega, pues no es cosa de chiquillos.

Y sobre todo, ¿es que se ha olvidado nadie lo que se hacía en tiempo de la odiosa Dictadura primorrivereña, y cómo se le deportaba a cualquiera por la menor brujería? ¿Es que no se le mandaba a uno a Fuerteventura, por ejemplo, sin decirle siquiera por qué? Verdad es que él se tenía la culpa por no preguntarlo y dar las explicaciones convenientes. Sí; hay que defender el régimen naciente y hay que continuar la revolución, digámoslo así. Que con esto no se juega, y camelos no, ¿eh?

Estamos en guerra civil, aunque este concepto haya podido escandalizar a algunos, ya cuando yo lo proclamé a propósito del llamado problema catalán ―que acaso ni es catalán, ni es problema―, ya cuando ciertos revisionistas lo proclamaron, ya cuando un ministro socialista amenazó con ella en el caso de que no se diera satisfacción al anhelo revolucionario. Pero bien claro dimos a entender todos lo que por guerra civil entendemos. Aunque por mi parte no sé más lo que que quiere decir complot que no sé lo que quería decir brujería.

No, no; no se puede permitir que cada cual se exprese como mejor le venga en gana y usando acaso de insidiosos ambages. Para algo se ha votado esa ley de defensa. Ley que debe ser de defensa previa, o sea de ofensa. Vale más prevenir que curar. Y además, si no damos la impresión de que el régimen está rodeado de peligro, ¿cómo van a acudir a sostenerlo los buenos revolucionarios?

Hay que cuidar de todo, hasta de menudos detalles de expresión y aun de estilo; hay que sustituir una liturgia por otra, una etiqueta por otra, unas fórmulas por otras. Y así, por ejemplo, no había por qué sonreírse al leer en cierto documento oficial burocrático publicado en la Gaceta, que se le eximía a un ciudadano del pago de “derechos de la República”, llamándoles así a los que antes, en el régimen monárquico, se les llamaba “derechos reales”. Porque si siguiéramos confundiendo las cosas, llegaríamos a llamar realidad a la realeza, y ¿adónde se iría a parar? Es menester irse con tiento en esto de la selección de vocablos, frases, giros, motes y muletillas porque los frigios aun son muy ladinos y ponen brujería y aojamiento no más que en un tonillo o un retintín.

Hay que recoger toda clase de armas, de fuego o de palabra, aunque sean espingardas de tiempos de la Nanita, o piezas de museo doméstico. En las delicadas circunstancias en que se halla el régimen naciente son peligrosas hasta las hachas de piedra ―piedras de rayo― de los trogloditas o cavernícolas de la época del bisonte de Altamira. De aquel bisonte al que se tragó el león de España, y que por cierto se lo tiene todavía en el estómago, sin que haya logrado digerirlo. Acaso por los cuernos.

Y si ahora me preguntara si creo o no en la brujería contestaría con el inquisidor de Córdoba: ¡Qué sé yo! Sólo sé que deportarle a uno a Fuerteventura suele servir para todo lo contrario de lo que el deportador se propone.

jueves, 25 de mayo de 2017

En la Universidad de Salamanca, una interesante conferencia de D. Miguel de Unamuno

El Sol (Madrid), 1 de diciembre de 1931

DICE QUE, MÁS QUE EN UNA REPÚBLICA DE TRABAJADORES, VIVIMOS EN UNA REPÚBLICA DE FUNCIONARIOS, Y ACONSEJA LA UNIÓN DE TODOS LOS ESTUDIANTES

SALAMANCA, 30 (9 m.).― Ayer tarde dio en la Universidad su anunciada conferencia D. Miguel de Unamuno, primera de las organizadas por la Asociación de Estudiantes de Derecho. El paraninfo se hallaba totalmente lleno de público. En los escaños tomaron asiento catedráticos de las distintas Facultades, asistiendo también la directora general de Prisiones, señorita Victoria Kent, y el subsecretario de Fomento Sr. Gordón Ordás. Ocuparon la presidencia los estudiantes de Derecho D. José Duel y D. Máximo Sánchez Gómez. El Sr. Duel dirigió la palabra al numeroso público, diciendo que no necesitaba hacer la presentación del Sr. Unamuno, y únicamente se limitaba a darle las gracias por haber aceptado el inaugurar este ciclo de conferencias.

COMIENZA LA CONFERENCIA

Sentiría mucho ―dijo el señor Unamuno― que por circunstancias fortuitas ―casi todas las circunstancias son fortuitas― llegara a defraudar; no vengo en el estado de espíritu propicio para dirigiros la palabra. Únicamente lo hago por un sentimiento de deber y una obligación contraída, porque yo no sé negarme a los requerimientos de la juventud. En esta temporada he venido hablando más de lo debido, y puede que me llegue a ocurrir lo del dicho vulgar de “disparar primero y apuntar después”. Aun llegan a mí los ecos que provocaron las últimas palabras que desde este mismo sitio pronuncié al inaugurar el curso 1931-1932.

Llegaron ha poco a mí estos jóvenes a decirme que habían constituido la Asociación profesional de Estudiantes de Derecho; por entonces se celebraba en Madrid el Congreso de la F. U. E. Yo creía que en Salamanca subsistía aun esta Asociación; pero veo que se ha deshecho, pues no tuvo representantes en el citado Congreso, y es que con ésta sucedió lo que sucede con todas las Asociaciones de estudiantes: que son follaje de la primavera, que al llegar al otoño cae, y menos mal si al caer sirve de mantillo al árbol para que pueda dar fruto en la próxima primavera.

Corren en nuestra patria todas el mismo riesgo: que duran muy poco: se reducen a dos o tres muchachos de acción, de entusiasmos, que mueven a los demás; pero que cuando aquellos desaparecen porque terminaron sus estudios, desaparecen ellas.

Una de las mayores dificultades para la vida de las Asociaciones es que no son dirigidas por elementos de fuera. Ahora, que más lamentables son las Asociaciones de padres de familia, que no tratan precisamente de que sus hijos estudien, sino de que aprueben.

LA CUESTIÓN DE LOS PROGRAMAS Y EL PREPARATORIO

Es la época clásica de la protesta. Y hay algunas que no están desprovistas de razón. Ahora mismo se está pidiendo la supresión del preparatorio, que no sé si prepara o no prepara para algo. La cuestión de los programas es cosa verdaderamente horrible, y si yo no he ingresado en ningún partido político es porque siempre estuve a matar con los programas.

Cuando yo era estudiante, en el preparatorio de la carrera de Derecho se exigía la Literatura latina, que yo no sé por qué había de ser precisamente latina. Luego, la Lógica fundamental, que yo creo que lo más fundamental es lo elemental, y una serie de introducciones, como si las introducciones a una cosa no fueran la cosa misma. Si la introducción a la Historia no es historia, no es nada. Sin embargo, ahí está la cuestión de las lenguas. Es una vergüenza que en un país se llegue a obtener un título sin saber traducir ni francés. Eso debéis vosotros los estudiantes pedirlo; no que os lo exijan, sino que os lo enseñen.

La mayor parte de la desventaja universitaria está en la falta de la graduación en las enseñanzas primaria y secundaria, pues se sale de los Institutos sin saber siquiera escribir una carta, y es más, la mayoría de los jóvenes españoles no ha aprendido a escribir ni en castellano, y por tanto, no es raro encontrar por ahí doctores de “escopeta y perro”, analfabetos por desuso. (Aplausos.)

LA POLÍTICA Y LA UNIVERSIDAD

Aquí es muy raro encontrar una persona que escriba con soltura y con precisión, porque todo aquel que lo hace así se dice que escribe oscuramente, y por el contrario, al que habla por hablar y escribe en una sucesión de palabras que no dicen nada, a ése se le llama claro en su estilo, que yo, apropiándome de un término médico, lo motejaré con el calificativo de cirrótico. Muchas veces se dice que se sabe, pero que no se puede expresar, y yo os digo que el que no puede expresar una cosa es que no la sabe.

Y volviendo a lo dicho: todas las Asociaciones de este género que he visto nacer llegaron a morir, y muchas de ellas sin dejar rastro. La última, la F. U. E., que duró un poco más porque fue un movimiento civil, no académico, de orden político. Muchos dijeron que a la Universidad no se viene a hacer política; se viene a estudiar. ¡Como si el estudiar no fuera hacer política, o como si el hacer política no fuera el mayor de los estudios conocidos! De la Universidad siempre existirá una labor de educación ciudadana. Yo desde fuera, a raíz de arrancarme de mi casa y de mi cátedra, estuve alimentando aquel movimiento de la estudiantina española.

Hace referencia el ilustre rector a ciertas anécdotas de otros profesores de las naciones vecinas comparándolos con los nuestros, y saca de ello graciosas consecuencias. Dice que es peligrosísimo para la fe el calificar a las Asociaciones de estudiantes con ciertas palabras de carácter confesional, que quiere decir que los restantes no son lo que ellos pregonan.

Hace muchos años ―dice― que circulaba un librito que causó una repercusión enorme. Se titulaba El liberalismo es pecado, y en él se sostenía que su gravedad era mayor que la del adulterio, la blasfemia y el robo. Y con ocasión de un banquete dado en ésta al conde de Romanones, un individuo que le acompañaba, al dirigir la palabra a los asistentes al acto, dijo que él era liberal, pero no de ese liberalismo corriente, sino del otro, del que es pecado. (Risas y aplausos.)

Yo conocí aquí a un señor que estaba algo chalado, y un día le dijo a la criada, que no había ido a misa, que eso constituía un pecado mucho mayor que el robo de 5.000 duros, y la criada sacó la consecuencia, no de la gravedad de no ir a misa, sino de la insignificancia de robas esos miles de duros.

LA MISIÓN DE TODOS

Hace alusión a la cuestión de la libertad de enseñanza, y dice que esta libertad no podrá ser precisamente libertad de no enseñar.

Yo os ruego que os unáis todos: los que tenéis fe, los que no la tienen, los que la buscan y no la encuentran, los que la perdieron y no les duele el haberla perdido. Os pido que os unáis en hermandad para la pelea, pues no hay abrazo más grato que aquel que al terminar un combate se dan los combatientes por encima de los que en la lucha han caído. (Ovación cerrada.)

No envenenar vuestras luchas; son cosas de primavera. Yo a los años juveniles casi prefiero la madurez otoñal. Me placen más a la vera del río las hojas caídas que el verde agrio de una primavera. Y después, ¿qué quedará? Algunos recuerdos para que pueda haber alguna esperanza, que las esperanzas no existen si no tienen base en un pasado. Hace alusión a sus tiempos de niño en una escuela cuyo maestro no enseñaba nada, pero que era un mundo en pequeño. Allí estaban el cacique, el industrial, el financiero y él, que en aquellos tiempos se sentía ultrajabalí.

Se dice que estamos en una República de trabajadores, y por los últimos acontecimientos más bien creo que es una República de funcionarios, en que todos quieren vivir a costa del Estado. Después de detenerse brevemente a analizar, con admirable ironía, el problema de los maestros de escuela, D. Miguel de Unamuno termina diciendo: Feliz aquel que conserva siempre en el fondo de su espíritu la niñez, que no olvida el niño que llevamos dentro, que es el que nos justifica y nos salva. Creamos siempre en nuestra fe de niño para poder combatir el veneno y ver en aquel que se nos acerca un padre y no el caudillo que nos lleva a la matanza.

Una enorme ovación acoge las últimas palabras del rector de la Universidad.

miércoles, 24 de mayo de 2017

Larra, Molinos y los agrarios

El Sol (Madrid), 29 de noviembre de 1931

Ahora en que por ciertos políticos se pretende aunar la llamada acción agraria con la llamada católica ―lo económico con lo religioso― conviene volver a leer lo que hace ya cerca de un siglo, en mayo de 1835, escribía Mariano José de Larra (Fígaro) en su artículo El hombre globo. En que trató de hombres sólidos, líquidos y gaseosos. Llamaba hombre sólido a “ese hombre compacto, recogido, obtuso que se mantiene en la capa inferior de la atmósfera humana”, y tras motejarle de “hombre-raíz” y “hombre-patata”, hacía de él una descripción que parece remedo de la que La Bruyère hizo del campesino francés, apegado al terruño. “En religión, en política, en todo ―escribía Larra― no ve más que un laberinto, cuyo hilo jamás encontrará…; es la costra del mundo…, es la base de la humanidad, del edificio social”, y luego que “de esta especie sale el esclavo, el criado, el ser abyecto, en una palabra, el que nunca ha de leer y saber esto mismo que se dice de él.” “No raciocina, no obra, sino sirve…; es la muchedumbre inmensa que llaman pueblo.” No prevía Fígaro que este pueblo de los campos llegase a leer y a saber lo que de él se dice, y menos que se soliviantase. “Alguna vez ―decía― se levanta y es terrible, como se levanta la tierra en un terremoto.” Y a evitar un terremoto de estos acuden los sedicentes agrarios ―”agarrarlos” les llaman en Méjico― acuden a calmar al pagano, al hombre del pago, con bizma católica.

Veía Larra junto al hombre-sólido el hombre líquido, la clase media que “serpentea de continuo encima del hombre-sólido, y le moja, le gasta, le corroe, le arrastra, le vuelve, le ahoga.” Y si el hombre-sólido provoca terremotos, el líquido avenidas. “En momentos de revolución… se amontona, sale de su cauce, y como el torrente que arrastra árboles y piedras, lo trastorna todo, aumentando su propia fuerza con las masas de hombre-sólido que lleva consigo.” Y luego Fígaro se desahogaba contra la clase media ―la suya―, que va “siempre murmurando” y que “si se alza momentáneamente, vuelve a caer.” Y acaba, con un mesianismo muy a la española, pidiendo el hombre providencial, el caudillo; “si hay un hombre-globo, que salga, y le daremos las gracias”, y “si no le hay, lastimoso es decirlo, pero aparejemos el paracaídas.” ¿Presentía a Mendizábal, terror de los “agrarios” de entonces? Pero Mendizábal, el hombre-globo de la desamortización, se les desinfló, y el mismo Larra hubo de apoyar el opúsculo que contra aquel escribió José de Espronceda, el poeta, y en que, refiriéndose a la venta de los bienes nacionales, decía que el Gobierno “pensó… que con dividir las posesiones en pequeñas partes evitaría el monopolio de los ricos, proporcionando esta ventaja a los pobres, sin ocurrírsele que los ricos podrían comprar tantas partes que compusiesen una posesión cuantiosa.” Prosa muy cabal ésta del poeta romántico.

“En religión, en política”, el hombre sólido de Larra, el labriego, “no ve más que un laberinto, cuyo hilo jamás encontrará.” Así hace un siglo. ¿Y hoy? En religión, el hombre del pago, el pagano, sigue viviendo debajo de la historia, debajo del tiempo humano, sin más relojes que el sol y la estrellada, haciendo del almanaque el juicio del año, teniendo en vez de recuerdos memorias, y en vez de esperanzas aguardes. Los hombres líquidos ―más como la tinta que como el agua― se preguntan si los hombres de la tierra creen. ¿Creen? ¿No creen? ¿Y qué es creer? ¿Abrigan dudas? (¡Y que frase esta de “abrigar dudas”!) ¿Creen en otra vida? La otra vida para ellos es esta misma. Y los hay que se dicen aquello de: “Cada vez que considero / que me tengo que morir / tiendo la capa en el suelo / y no me harto de dormir.” De dormir sin soñar.

¿Terremoto? ¿Revolución campesina? Pronto volverá la tierra a su asiento. Nada más conservador que su espíritu. Pero no, ¡claro está!, con el conservadurismo de los sedicentes agrarios, de los terratenientes, de los señores. ¿Y cuál es la religión honda, arraigada, de ese hombre sólido, de ese hombre tierra, y cuál es el hilo del laberinto religioso de que no sabe salir? Es que ni piensa en salir de él. ¿Laberinto? Sima en que duerme sin soñar apenas. Sin darse cuenta de ello profesa el quietismo , mejor sería llamarlo “nadismo”, de aquel recio aragonés que fue Miguel de Molinos, y que en el último tercio del siglo XVII conquistó con él a la burguesía de Roma. “La muchedumbre inmensa que llaman pueblo”, la de nuestros campos, vive “la vida negada” que decía Molinos, la que “ni conoce si es vida o muerte, si perdida o ganada, si consiente o resiste, porque a nada puede hacer reflexión” que “ésta es la vida resignada y la verdadera.” Y así es como “llega al sumo bien, a nuestro primer origen y suma paz, que es la nada”, y se sepulta “en esta miseria”. “Yo te aseguro ―aseguraba el aragonés― que siendo tú de esta manera la nada, sea el Señor el todo en tu alma.” ¡Soberano consuelo para “los que viven por sus manos” ―así cantó el coplero― sobre la tierra!

¿Asistiremos a un terremoto de los “nadistas”? De todos modos, la religión de los sedicentes agrarios no es la más adecuada para hacer que el hombre sólido se resigne. Y si se eleva el hombre globo...

martes, 23 de mayo de 2017

De la religión y la política

El Sol (Madrid), 22 de noviembre de 1931

“No hay que andarse con contemplaciones ―me escribe el consabido lector de mis monodiálogos, después de haber leído mi contemplación del diplodoco―; hay que obrar. Y para obrar, salirse del templo de las con-templaciones.” Y luego: “¡Hay que vivir!” Y yo, al leerlo, me he dicho que lo que hay que hacer es digerir lo vivido, asimilárselo, es pensar la vida, posar la vida en la tras-vida, es pervivir. Hay que vivir, sin duda; pero no creamos que con vivezas políticas se labra una vivienda para siempre, que el vivo político no siempre suele ser un verdadero viviente.

Y me añade el consabido lector: “Menos religión y más política.” Que es como si dijese: “menos cósmica y más política; menos Universo y más ciudad; menos templo y más oficina.” Y me habla en el sentido más callejero y trivial ―esto es, de plazuela o trivio― del misticismo. ¿Misticismo? La contemplación del Diplodoco, lejos de incapacitar para la acción, capacita aún más para ella. Pues nunca se obra con más eficacia política que cuando se va a forjar la leyenda, cuando se busca el poder para la gloria. Ejemplo: el cardenal Jiménez de Cisneros, que buscó la España de Dios para el Dios de España y del Universo todo.

Sí, ya sabemos que hay que vivir y para vivir hay que enterrar a los muertos ―que no nos estorben nuestra vida con su podredumbre―; pero sabemos que este político y utilísimo oficio lo es de muertos que se creen vivos. Pues escrito está: “Dejad que los muertos entierren a sus muertos.” Y que éstos pasen a la historia que pasa y no a la leyenda que queda. Sí, ya sabemos que hay que vivir en la ciudad; pero cada cual tiene su vocación y destino, y si la de otros es dictar decretos, organizar elecciones o tramar Constituciones, la de este comentador que monodialoga con su lector consabido es la de hurgar en la religiosidad latente española, que no piedad, hasta que se desperece y así se desemperece y despierte la que no esté despierta ya, y ésta se dé mejor cuenta de sí misma y se reforme. Que estampen en el papel constitucional que no hay religión de Estado en España; pero el comentador sabe que hay religión nacional, y lo sabe porque siente el eco que entre sus compatriotas ―no sin sorpresa suya en un principio― han encontrado sus pesquisas ―y hasta inquisiciones― del sentimiento trágico de la vida, de la agonía del cristianismo, del misterio del Cristo de Velázquez.

Y como esta piedad, esta religiosidad, este sentimiento universal y eterno lo ha posado y reposado nuestro pueblo, un pueblo de Dios, en su lenguaje, he aquí por qué el comentador se entrega a escudriñar ese lenguaje y a desentrañarlo. Porque la política es espuma y la religión es poso, y en el poso está el reposo, y en la espuma la racha y el alboroto del día o del siglo que pasan. La espumadera de los siglos, tituló Roberto Robert ―hoy ya olvidado― a un libro de gacetillas históricas, y el título es ya de por sí, lo que suele suceder a menudo, un hallazgo. Espumen, pues, otros, despabilando para mejor hacerlo, las luces de la crítica ―aunque ya con las bombillas eléctricas las despabiladeras “han pasado a la historia”―; espumen otras la actualidad secular ―y seglar― que pasa, que el comentador se va a reposar el poso de la eternidad y de potencialidad que nos queda; se va a buscar el sello de nuestra fe en nuestro lenguaje.

En nuestro lenguaje, sí. Filología, o mejor onomatología ―logología sería otra cosa― es teología. “Santificado sea tu nombre.” ¿Y hay mejor manera de santificar un nombre que estudiarlo, que contemplarlo hasta que se haga nuestro? Véase por qué buscamos en los nombres el esqueleto espiritual, la leyenda de las cosas nombradas. ¿La cosa en sí, que dijo Kant? No, sino el nombre en sí. “¡Dime tu nombre!”, le mendigaba Jacob al ángel, al divino mensajero, con quien estuvo luchando desde la puesta del sol hasta el rayar del alba.

Queremos en estos Comentarios, que aspiran ―¡habráse visto atrevimiento!― a hacerse permanentes en cierto modo en el ánimo de sus lectores, mentar y comentar aquellos hechos ―no menos sucesos― que estén haciendo nuestra España de Dios, que estén haciendo de Dios a nuestra España. Lo demás son gacetillas, aunque en forma de leyes vayan a parar a la Gaceta, saliendo de una Cámara que, como es inevitable y acaso útil en el sistema parlamentario, se compone de camarillas. Camarillas políticas, inevitables y acaso útiles, que no son, por supuesto, peores que los conventículos pseudo-religiosos, que no son peores que esas congregaciones que tratan de usufructuar la piedad popular y laica. Pero esta piedad, que tiene que vivir en el siglo que pasa, que tiene que ser seglar, esto es, política, se nutre de lo que no pasa, se nutre de la contemplación de lo que se queda.

Y he aquí por qué, consabido lector de nuestro monodiálogo, la contemplación de todo diplodoco, pirámide o leyenda revolucionaria, nos hace volver a la vida de la irrevocable actualidad, a la política, al deber civil, con nuevas fuerzas; nos hace volver a la espuma, corroborados con sales del poso; nos hace volver a la milicia, que es la vida del hombre sobre la tierra, con renovación de reposo.

lunes, 22 de mayo de 2017

Contemplando el diplodoco

El Sol (Madrid), 20 de noviembre de 1931

He ido a refugiarme al Museo de Historia Natural, a refugiarme de la actualidad política en la contemplación de esa que llamamos historia natural ―¿artificial la otra?― y que siempre me he resistido, a pesar del transformismo, a considerarla como tal historia. Prefiero la biografía y la geografía a la biología y la geología, y doy en pensar si no ha de suceder a esa huera sociología una sociografía, aunque no habrá de ser sino la historia humana.

Y allí, en ese Museo… Y, a propósito, me han contado que una vez que entró allí un picador cordobés exclamó ante el toro de Veragua: “¡Esto sí que es Museo, y no aquel del Prado!” Pues bien: allí me puse a contemplar el esqueleto del Diplodoco, anterior al hombre, aun al que pintó en las cuevas de Altamira aquel bisonte al que se tragó el león de España. En el antiguo museo, hace años, reinaba como antediluviano el megaterio, hoy desmontado. ¡Pero este diplodoco, este colosal reptil fósil, carbonizado! Sus enormes patazas y su costillaje parecer no servir más que para sostener el espinazo, rosario, de sus vértebras, cuentas, que rematan en el “gloria-patri” de su calavera de microcéfalo. Diríase un enorme rosario tendido, abatido, arrastrado: da el aire de una monstruosa debilidad, de una colosalidad inerme y como si rezase… ¿qué? Y pensando en los aeroplanos gigantes, en los tanques, en los submarinos, en todos los artilugios de la moderna maquinaria, me decía: “¿Novedades? Lo más nuevo sería que uno de estos gigantescos monstruos paleontológicos resucitase y se viniera sobre nosotros, acaso aquel pterodáctilo que volaría sobre el lago que fue la actual cuenca del Duero.” Y luego: “Dios ―¡siempre Dios!― nos enseñaron que creó el mundo para el hombre. Entonces, ¿para qué hizo y deshizo estos monstruos antes de heñir del barro al hombre? ¿Acaso para que ahora, contemplando sus osamentas, nos alcemos a más altas y nos zahondemos a más hondas consideraciones? Y estos desenterrados esqueletos de monstruos, ¿no se ponen también a contemplarnos? ¡Contemplar! Con-templar es juntarse en el mismo templo, en el Universo como templo de la conciencia universal y eterna. Este esqueleto, este recuerdo del Diplodoco, es ya una leyenda, es un poema, es una criatura espiritual. ¿Y no son acaso lo mismo otras formas, otras instituciones que han pasado por nuestra historia, no ya la natural, sino la humana? Napoleón, al pie de las Pirámides, otro Diplodoco, dijo a su ejército: “¡Desde esa altura cuarenta siglos os contemplan!” Y desde este “gloria-patri” del enorme rosario de cuentas carbonizadas de Diplodoco ―otra Pirámide―, ¿cuántas decenas, tal vez centenas de milenios nos contemplan? Sólo a Napoleón, ahijado de Rousseau y de la Revolución Francesa, podía habérsele ocurrido aquello. Se lo inspiraron los siglos que posaban en su corazón.

¿Cuál fue la finalidad divina de la Revolución Francesa, por ejemplo? (Y ejemplo rima con templo.) ¿Es que la gran Revolución mejoró la suerte de los hombres, nos dejó más libertad, más igualdad, más fraternidad, más seguridad, más civilización? ¿Vivimos mejor que vivieron los que la provocaron? No; lo eterno que esa Revolución nos ha dejado es su leyenda, su osamenta espiritual. Ya lo dijo Homero: “Los dioses traman y cumplen la perdición de los mortales para que haya cantar para los venideros.” Y qué se yo… acaso aquella guerra civil de que fui, de niño, testigo, no me ha dejado sino su leyenda, su visión, su esqueleto espiritual, que traté de fijar en una novela histórica, mi primicia en las letras patrias. Porque la leyenda no es una envoltura, un pellejo, sino un cogollo, un esqueleto; la leyenda nos da descarnada ―y desencarnada―, no ya desnuda, la realidad histórica perenne, no ya la la mentirosa y documental de la actualidad pasajera. La leyenda es una revelación; la leyenda es la potencialidad. ¿Qué nos importa la pobre carne palpitante del que fue actual Diplodoco cuando, antes del hombre, se alimentaba acaso de algas marinas?

Y he aquí por qué mientras otros se afanan por remachar esta llamada revolución republicana española actual, yo me afano por ir preparando su leyenda, su osamenta espiritual futura; he aquí por qué me esfuerzo en descarnarla ―y desencarnarla― más que desnudarla, en quitarle toda la carnaza y la grasa y la pringue y la cotena de su pobre actualidad política pasajera. Quitarle su actualidad política pasajera a ver si descubrimos su potencialidad cósmica permanente.

Salí del Museo de Historia Natural con la visión del esqueleto del Diplodoco clavada en el hondón, en el poso de mi ánimo, y preguntándome por qué y para qué hizo Dios, el Dios de nuestro Catecismo escolar, el mundo para el hombre. ¿Y para qué el hombre y su historia toda? Salí imaginándome que el esqueleto del Diplodoco enjaulado ―o mejor: “enmuseado”― pregunta con el “gloria-patri” de su calavera también: “¿Para qué?” Que es lo mismo que preguntar: “¿Por qué?” Y una voz íntima ―¿mía?, ¿suya?― me decía que en el principio fue, en el Templo de la Conciencia que es el Universo, el Verbo, y que en el fin no será más que el Verbo, y que cuando creemos con-templar a Dios, es que Dios nos está con-templando, en el mismo templo, en la misma conciencia que nosotros. Y todo esto me consolaba de la mezquindad de mi pobre menester político pasajero.

Y ahora vayamos a leer lo que sobre la Política de Dios y gobierno de Cristo Nuestro Señor nos dejó escrito aquel nuestro gran satírico y ascético ―dos términos mutuamente convertibles, pues la sátira es ascética, y la ascética y hasta la ascesis son satíricas― Don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas, señor de la Torre de Juan Abad, desentrañador y descarnador de nuestro romance y de nuestra picardía ―romance picaresco y picardía romancesca, si no romántica―, el de las despiadadas burlas, el desollador de la España de los validos, la que crecía como los agujeros crecen, el montador de esqueletos que todavía con sus muecas nos contemplan cuando los contemplamos.

domingo, 21 de mayo de 2017

El cuño del César

El Sol (Madrid), 10 de noviembre de 1931

Pero ¿es que puede usted creer, señorito mío, que encuentre yo un regodeo enfermizo, casi sádico, en zambullirme al hondón de la realidad, donde su idealidad descansa, en vez de chapotear en su sobrehaz? La sobrehaz de la realidad es lo que suelen ustedes, los señoritos, llamar la actualidad. La actualidad de lo real, a lo que yo opongo la potencialidad de lo ideal.

Usted, señorito mío, debe saber, aunque no lo sepa, la diferencia, muchas veces oposición, que hay entre lo en acto ―in actu― y lo en potencia ―in potentia―. Entre la actualidad y la potencialidad. Y no debería chocarle, por lo tanto, que me interese tan poco la actualidad española política y religiosa, como me interesa tanto la potencialidad. Me esfuerzo por descubrir lo quue pueda salir de las afirmaciones, hoy veladas, que laten en el fondo de nuestra vida espiritual común, de nuestra conciencia pública, porque en la sobrehaz, en la actualidad política y religiosa, no descubro más que negaciones. Negación fue ayer el movimiento anti-monárquico y negación es hoy el movimiento anti-republicano. Negaciones que llevan al desencanto del que cree llegar a la tierra de promisión, sin percatarse de que no es tierra, sino que es, como el Paraíso, sueño. Y lo mismo el Paraíso antes de la historia, o sea el cristiano, que el Paraíso después de la historia, o sea el comunista. Porque fuera de la historia es fuera de la realidad. Realidad que descansa, se lo repito, en idealidad, que es lo potencial.

Y ustedes, ¿qué potencialidad representan? ¿O qué idealidad?, que es lo mismo. ¿Cree usted que voy a tomar en serio ese santo y seña de “¡viva Cristo rey!”? ¿Qué quiere decir esto? ¿Es en este grito Cristo lo adjetivo y rey lo sustantivo, o al revés, Cristo lo sustantivo y rey lo adjetivo? ¿Quieren dar vida a un rey cristiano o a un Cristo monárquico? ¿Y no resultará todo ello, bien desmenuzado, un galimatías? ¿O no será como un “¡viva la Virgen!” o un “¡viva la Pepa!”? La Pepa era, ya lo sabrá usted, aquella Constitución liberal que se promulgó un día de San José.

No quiero volver a recordarle lo de que Jesús, el Cristo, huyó al monte cuando las turbas quisieron proclamarle rey, y cómo quien le proclamó tal fue Pilatos con el I. N. R. I. Quiero sólo recordarle lo del César y Dios. Cuando para tentarle a Jesús los escribas le preguntaron si era debido pagar tributo al César, y él tomando la moneda les preguntó a su vez, callándoles: “¿Cuyo es el cuño?”, y al responderle: “Del César”, dijo el Maestro: “Pues dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.” Osea: al César el tributo, el dinero, la hacienda, y a Dios; ¿qué a Dios? Y nuestro poeta católico español, el de La vida es sueño y El alcalde de Zalamea, dejó dicho: “Al rey la vida y la hacienda / se ha de dar; pero el honor / es patrimonio del alma / y el alma es sólo de Dios.” Al rey o al César. Porque ya los judíos, cuando Pilatos les preguntaba si habría de crucificar a su rey, respondían: “No tenemos rey, sino César.” Al rey, al rey del alcalde de Zalamea la vida y la hacienda, y a Dios… ¿el honor? El honor, el honor caballeresco, calderoniano, no es un puro sentimiento cristiano, sino mestizo de cristiano y pagano. A Dios, pues, ¿qué? A Dios, el sueño de la vida, la fe de esperanza. Y he aquí por qué no me doy cuenta de lo que quieren decir con lo de “¡viva Cristo rey!”, sobre todo cuando de lo que tratan es de regatear, o acaso de escamotear al César, al Estado, a la República, el tributo que se le debe; de defraudar a la Hacienda.

No, no sé que buscan con clavar al Cristo a la realeza, como no sea volver a crucificarle; no sé qué potencialidad cela su campaña. Y menos sé lo que pueda llegar a ser un partido católico entre nosotros. Y cosa terrible, señorito mío, si debajo de ese santo y seña de Cristo rey se ocultara un designio de sisar el tributo debido al César. Porque usted sabe que hay casuistas que sostienen que el matute y el contrabando no son pecados. Que podrán no serlo contra el séptimo mandamiento, el de no hurtar; pero lo son contra el cuarto, honrar padre y madre, en que entra, según se nos enseñó en la escuela, obedecer a lo que mandan las autoridades legalmente constituidas, sea la del César, sea la del alcalde de Zalamea. Y las autoridades civiles mandan pagar tributos.
¡Ay, si debajo de ese “Cristo rey” se ocultan propósitos de orden económico! ¡Ay, si debajo de ese santo y seña está la raís de todos los males, que es, como dijo el apóstol, el amor al dinero! (I Timoteo VI, 10). ¡Ay, si no advierten el cuño de la moneda que buscan defraudar! Y aun me queda qué decirle de esa realeza de similor.

sábado, 20 de mayo de 2017

El “por Dios” y el “a Dios”

El Sol (Madrid), 7 de noviembre de 1931

¡Qué descanso ―me decía a mí mismo― el de desentrañar palabras! Imaginábamelo como un juego de niño que destripa un muñeco para ver lo que tiene dentro y a las veces llora cuando no saca más que serrín. Pero… ¿descanso? No, sino nuevo cansancio. Y nueva cuita. Así en un diario poético que llevaba allá, en Hendaya, durante mi destierro fronterizo, encuentro anotado, con fecha de 6 de enero de 1930, esto: “Niño viejo, a mi juguete / al romance castellano / me di a sacarle las tripas / por mejor matar mis años. / Mas de pronto estremecióse / y se me arredró la mano, / pues temblorosas entrañas / vertían sonoro llanto. / Con el hueso de la lengua, / de la tradición, badajo, / miserere, ave María / tañían en bronce sacro. / Martirio del pensamiento, / tirar palabras a garfio, / juguete de niño viejo, / ¡Lenguaje de hueso trágico!” Y después, vuelto ya del destierro, y a las veces enterrado y aterrado en mi patria restituida ―y aun no constituida―, ¡cuántas he vuelto por vía de descanso a ese juego del desentrañamiento de palabras, buscando extrañarme de los hombres! En vano pues encontraba a estos , y lo más íntimo y más hondo, lo más entrañado de ellos, en esas palabras que más que hechas por hombres, fueron ellas, las palabras, las que les hicieron. Que en el principio fue el Verbo, la Palabra, que después encarnó en Hombre, y es el nombre el que le hace al hombre.

Se nos ha dicho a los españoles, y yo lo he repetido muchas veces, que somos el pueblo que más abusa del santo nombre de Dios. Cosa que crispa los nervios a esos puritanos ingleses ―que aun quedan― que evitan pronunciarlo. Y, sin embargo, se dice que la palabra “bigot”, francesa e inglesa, que vale por gazmoño, beato, santurrón, y también fanático, es de origen inglés y deriva de la frase: “by God”, por Dios. Como nuestro pardiez de la expresión francesa “par Dieu”. Mientras entre nosotros el “por Dios” ha dado lugar a esas casticísimas y tan reveladoras palabras de pordiosear, pordioseo, pordiosero y pordiosería, palabras que destilan amargura de siglos, palabras que vierten quejumbroso llanto. Junto a pordiosero, mendigo apenas si quiere decir cosa que valga.

Y de si “por Dios” hemos hecho estos derivados, en cambio de “a Dios” ―que solemos escribir, quitándole su fuerza, adiós― no hemos hecho ni adiosear, ni adioseo, ni adiosero, ni adiosería. El “por Dios” del pordioseo es una demanda, es una súplica, y el “a Dios” suele ser un despido, las más de las veces un rechazo. Cuando a otro se le dice adiós es que se le manda a paseo. La contestación, sin embargo, a la demanda de “una limosna por el amor de Dios” no suele ser “a Dios, hermano”, o sea “a Dios os encomiendo”, sino “¡perdone, hermano!” Otra manera de quitárselo uno de encima. Y esa palabra “limosna” que desde el griego vino rodando a nuestros romances, y que es de la misma raíz de la que usamos en la jaculatoria litúrgica de: “¡Kyrie, eleison!” y “¡Christe, eleison!” ¡Ten compasión de nosotros, señor! “Adiosear” podría ser el modo de despedirle, remitiéndole a Dios, al que nos pordiosea. “Pordiosero, pordiosero, / Dios nos tenga de su mano; / Satán inventó el dinero, / ¡a Dios, y perdone, hermano!” ¿Por qué se me ha ocurrido esta despiadada cuarteta? ¿Por qué me acongoja tanto este pordioseo español?

¡Dios, Dios! Esta es una de las contadísimas palabras que en nuestro romance derivan del nominativo y no del acusativo latino, como es lo corriente. Y ¿por qué? Lo más verosímil es que se deba a que la palabra “Deus”, Dios en nominativo, entraba como sujeto en muchedumbre de frases consagradas, como “Dios nos valga”, “Dios nos asista”, “Dios le ampare”, etc., etc. Y, sobre todo, en todas aquellas en que tratamos de descargarnos en Dios. Y Dios, teológicamente, no es objeto, sino sujeto, es el Sujeto por excelencia, no el término de la acción, sino el principio de ella, o mejor, la acción misma. O el acto puro.

Y pensando, por camino lingüístico, en este Acto Puro y en nuestra impura actualidad, venía a oír el llanto que brotaba de las temblorosas entrañas de ese “por Dios” que rueda a través de nuestros siglos de mendiguez. “¡Por Dios, por Dios, hermano!” Y otras veces el “a Dios” que dirigían a su patria, al desterrarse de ella, los pobres que iban a buscarse la vida en extrañas tierras. Pobres, sí; pero no pobres de solemnidad. Porque los pobres de solemnidad se quedaban aquí, en su patria, pordioseando solemnemente.

¿Conoce el lector expresión más terrible que esa de “pobre de solemnidad”? Sí, esos pobres que sirven en las solemnidades para que los personajes solemnes hagan ostentación de su caridad litúrgica.

¡Ah, y cómo me acuerdo de aquel solemne pobre de oficio que se nos arrimaba embozado en un fantasmático silencio y retirando las manos para mejor pordiosearnos con la húmeda mirada de su menester!

Quería consolarme del triste espectáculo que ofrecen nuestras calles, de la visión de la lacería pordiosera, refugiándome en la tarea de mi oficio; pero los hombres se me venían con las palabras y lloraban en éstas. Lloraba nuestro lenguaje; gemía mi romance castellano. Por ti, Dios mío, ¿cuándo nos dejarás dar el último “a Dios”, el último a Ti, a nuestras miserias?

viernes, 19 de mayo de 2017

La vocación y el destino

El Sol (Madrid), 3 de noviembre de 1931

De este comentario sobre la vocación y el destino podría decirse que es un comentario perpetuo, por encima de actualidad, aunque sugerido por ella. ¡La vocación y el destino! Los dos goznes de la tragedia religiosa y a la vez económica ―de religiosidad a lo humano y de economía a lo divino― de nuestro pueblo, sobre todo en su clase media.

La vocación. De “vocare”, llamar, es aquella profesión ―más bien misión― a que el Señor nos llama en esta vida del mundo. Pero hay quien no oye la llamada y hay quien oyéndola no le hace caso. Y hay que forzarle de ordinario con móviles económicos. ¿Qué son esas Asociaciones, generalmente de señoras, para el fomento de las vocaciones religiosas? ¿Cómo se ha solido atraer al seminario o al claustro a los jovencitos, casi niños, que no sentían por dentro llamados a ellos? ¿Quién ignora que las más de las órdenes llamadas religiosas se han nutrido por una especie de recluta malthusiana?

Un pobre padre, generalmente aldeano, cargado de hijos, no sabe cómo colocarlos, y cuando llega el otro padre, el padre monástico, sin hijos de la carne, que recorre los pueblos echando el lazo de la recluta, le entrega uno de sus hijos como podría haberle echado al torno de la Inclusa. Una boca menos que llenar. Y el pobre niño se ve sometido a una educación reclusiva, se le sugiere una vocación, y luego, cuando al llegar a edad de propia conciencia, despierta el hombre natural en él, se encuentra con que ya no le cabe revocación. Su destino es ya de hecho irrevocable. ¡Y qué de tragedias de esta irrevocabilidad!

Esa vocación, que debe serlo de sacrificio, se encuentra enredada en el otro gozne: el destino. Esa vocación no determina el destino, sino que es determinada por éste. ¡Y terrible término este de destino! En su significación general, el Destino es el Hado, es la Fatalidad, es el Sino, es aquel sino que arrastró al Don Álvaro de nuestra casticísima tragedia romántica. Pero luego, en el uso corriente y vulgar de nuestro lenguaje callejero, el destino ha tomado otra significación no menos trágica: es el dechado de la triste tragedilla cotidiana de nuestra clase media. Tener que vivir y que mantener una prole con un destinillo de tres o cuatro mil pesetas en Hacienda, en Gobernación o en Trabajo. ¡Un destinillo en el trabajo! Y esta es la tragedia cotidiana del funcionario, del cagatintas, del empleadillo, como la de la vocación es la del fraile o la del pobre cura de misa y olla.

Si la vocación se ve rebajada por el destino, éste, en cambio, el destino, rara vez se ve realzado por la vocación. ¿Es que pueden sentir vocación por su destino los más de los pobres funcionarios predestinados? ¡Y tan pre-destinados! Basta observar en las oposiciones o concursos a plazas o destinillos de mal pasar lo que es la pre-destinación de nuestra proletaria clase media. De donde resulta que a los de la vocación, a los irrevocables, y a los del destino, a los pre-destinados, les abarca una común pordiosería. Tan mendicantes, tan pordioseras, como las órdenes monásticas así llamadas lo son las corporaciones civiles de funcionarios proletarios.

En el fondo, un problema religioso-económico, un problema de cómo ha de propagarse mejor este agónico linaje humano que quiere salvarse en este mundo y para el otro. “Criar hijos para el cielo”, que dice el Catecismo. Las órdenes monásticas han obedecido a un resorte económico. Había que limitar el crecimiento de la población; había que dar empleo a aquella parte de ella que no podría formar familia; había que hacer algo con las solteras y los solteros forzosos. Y hoy en los países en que no hay vocaciones monásticas ―y aun en éstos― esa parte de la sociedad irrevocablemente predestinada a la infecundidad va a caer en un trágico abismo de prostitución de ambos sexos, cuya difusión aterra.

En mi obra sobre La agonía del cristianismo he tratado de inquirir algo que se toca con este conflicto trágico entre la vocación y el destino; la vocación, por ejemplo, de padre espiritual y el destino de padre carnal.

Y, después de todo, ¿qué ha sido aquí, en nuestra República española de hoy, el último episodio de lo que se ha llamado la cuestión religiosa? Religiosa apenas, ni del un lado ni del otro. Ha sido una lucha de los pre-destinados, de los funcionarios laicos, de los proletarios del destinillo, de los padres carnales de muchos hijos, contra los de la vocación forzosa ―pre-destinados también―, contra los irrevocables hermanos y padres “espirituales” (!!); una lucha de la burocracia contra la clerecía. Una burocracia sin vocación y una clerecía sin destino. Ya Carlos Marx decía, creo que a propósito del “Kulturkampf”, que el anti-clericalismo representa una lucha entre abogados y clérigos en que apenas se interesaba. Y es que es una lucha entre la irrevocable predestinación civil y la predestinada irrevocabilidad eclesiástica. Los dos negocios.

Y ahora deberíamos volver la atención a nuestra castiza literatura picaresca con sus lazarillos, sus pordioseros, sus juglares, sus bulderos, sus clérigos andariegos, sus cazurros, sus frailes, sus españoles de antaño redivivos hogaño. Y es que la historia se continúa.

jueves, 18 de mayo de 2017

Don Juan Tenorio

El Sol (Madrid), 1 de noviembre de 1931

En estos días, en derredor del de Difuntos, se viene desde hace años celebrando un acto de culto del catolicismo popular, laico, de España. Acto religioso y artístico. Es la celebración del “misterio” de Don Juan Tenorio. En que lo erótico, lo sexual si se quiere, no es más que una somera envoltura de lo íntimo de él. Porque en el Tenorio de Zorrilla, como en el primitivo del teólogo Tirso de Molina, en el del “si tan largo me lo fiáis...”, lo religioso, lo “misterioso”, sigue siendo lo entrañado, lo que atrae al público. ¿O es que no dice nada que sea precisamente al conmemorar los Difuntos, y junto a ellos a Todos los Santos, cuando se evoque a Don Juan? Don Juan comulga con los difuntos.

La fiesta de Difuntos, de las benditas ánimas del Purgatorio, es el núcleo de la religión popular, laica, española. Tanto o más que la Navidad o la Pascua. No hay mentecatada mayor que sostener que lo del Purgatorio lo inventó la clerecía para lucrarse con ello. Lo inventó, esto es, lo creó el pueblo; el pueblo que quiere comulgar con sus antepasados, que quiere poder hacer algo en su sufragio. Y si los cree irrevocablemente condenados o salvados, ¿qué puede valerles? ¿Y es que hay nada más popular, más laico, que ese culto a los muertos inmortales, sobre todo en las regiones más célticas de Iberia? Un gallego, un portugués, un asturiano podrán dejar de creer en Dios ―o creer que dejan de creerlo―, pero no en las benditas ánimas. Y ven, sobre todo en ciertas noches, pasar la estantigua, la “huestia”, la santa compaña, la fantasmática procesión de sus difuntos. Y este culto, probablemente anterior al cristianismo, persiste en éste y persistirá cuando este cristianismo popular, laico, español, se cuele en la religión comunista que le suceda, como en nuestro cristianismo se coló el paganismo. Paganismo de pagano, hombre del pago, campesino, aldeano. Y el hombre del pago, que no es el de la supuesta calle, seguirá creyendo en las almas errantes de los que hicieron la tierra que le hace, la tierra que labra. Las raíces de sus antepasados se hunden en su alma terrenal y terrosa.

Pero dejemos ahora esto para volver a ello y detengámonos en otra revelación misteriosa, religiosa, del “misterio” de Don Juan Tenorio. Es cuando éste dice, conmoviendo al pueblo, a su feligresía, más que con sus arrullos de seductor, aquello de: “Llamé al cielo y no me oyó, / y pues sus puertas me cierra, / de mis pasos en la tierra / responda el cielo y no yo.” Misteriosa arrogancia de desesperado a la antigua española, que plantea las responsabilidades del cielo, esto es, de Dios. Porque el cielo es aquí Dios.

Corre por ahí un dicho latino que dice: “Quos Deus vult perdere dementat prius”, “aquellos a quienes Dios quiere perder, los entontece antes”, en que otros ponen en vez de “Deus”, Dios, Júpiter. Pero el texto primitivo, griego, que lo es de un fragmento de Eurípides, no dice ni Dios ni Júpiter ―o sea Zeus―, sino que dice “el cielo”. Aquellos a quienes el cielo quiere perder entontece o enloquece primero. ¿Y no ha de recordarnos esto aquel relato del libro bíblico del Éxodo (del cap. VII en adelante) de cómo Jehová endureció primero el corazón del Faraón para que no accediera a las súplicas de Moisés y de Aarón en favor de los israelitas, y castigarle luego enviando sobre Egipto las siete plagas? ¡Divina diablura ésta de Jehová! Que me trae a la memoria aquella exclamación del hijo de un amigo mío que, al explicarle su madre lo que quería decir una estampa del Purgatorio, exclamó: “¡Pero qué cosas que tie Dios!...” En este muchachito, casi un niño, alentaba ya la misteriosa religiosidad popular española, la de Don Juan Tenorio.

Siente el pueblo toda la agorera misteriosidad del cielo, del que dijo el poeta culto que ni es cielo ni es azul. Pero es que el poeta, Argensola, se refería al cielo azul que todos “vemos”, y el cielo de Don Juan Tenorio, el de la piadosa impiedad paganocristiana de nuestro pueblo no es el cielo que se ve, sino el que se siente, el que ha de responder de nuestros pasos en la tierra. ¿Ver? ¡Bah! Cuando los racionalistas combaten la fe, que es, según el Catecismo, “creer lo que no vimos”, no se dan cuenta de que razón es creer lo que vemos. Argensola fingía ―¡literato al cabo!― no creer en el cielo azul que todos vemos; pero el pueblo ―poeta, verdadero poeta ante todo― cree en el cielo, no siempre azul, que siente, en ese cielo por el que desfila en procesión misteriosa la santa compaña; en ese cielo en que es una realidad la estatua del comendador.

¿Quién ha dicho que es irreligioso, que es incrédulo, el pueblo que acude, ritualmente, cada año a la representación del misterio de Don Juan Tenorio? Y ahora va a decirse misteriosamente, íntimamente, subconcientemente, que del último paso que ha dado el pueblo español, de este paso de un régimen a otro, de esto que llaman revolución, ha de responder el cielo. Todas las otras responsabilidades ―o irresponsabilidades― le tienen sin cuidado ni cuita. El pueblo de Don Juan Tenorio, el de Segismundo, el de Don Álvaro, el pueblo pagano y cristiano ―es decir, católico―, el del eterno Purgatorio, cree en el cielo, en ese cielo que unas veces le estraga con la sequía sus cosechas y otras se las arrasa con pedriscos o se las inunda con avenidas. Y cree en ese cielo para descargarse de responsabilidad. Y esta creencia no se la arrancaréis con pedantescas racionalidades pedagógicas. Declarad en el papel que no hay religión del Estado; pero la hay nacional, y es la del pueblo que vive de misteriosidades, y por ellas. “De mis pasos en la tierra responda el cielo, no yo.”

miércoles, 17 de mayo de 2017

Un español de cemento

El Adelanto (Salamanca), 29 de octubre de 1931

Es ya antiguo amigo mío Corpus Barga. Ha recordado hace poco que yo le di lo que él llama espaldarazo literario, cuando llamé la atención hacia algo que escribió con motivo de la muerte del gran pobre Tolstoi. Después, en París, durante mi destierro, tuve ocasión de conocerle, es decir, de quererle mejor. Por lo cual he podido agradecer todo lo que hay en el tono de un artículo que, en el Crisol, me dedica y en el que me llama “el tío espiritual de tantos españoles, el tío de Salamanca”. Acepto lo de tío, que muchas veces es más cariñoso que “padre” o que “abuelo”. Y ahora ese tío debe comentar brevemente algo de lo que, por mi intermediación, tomándome de mingo, dice a sus lectores Corpus Barga en su articulo Lo inesperado: Se está formando un español de cemento.

Esta español de cemento ―no sé si armado o por armar― parece ser que sea el que este tío ha llamado “el español medio de mañana”, y que la verdad, sigue inquietándome y hasta dándome miedo. Me da miedo ese español, de santo y seña, de disciplina, de partido, que me dicen que está fraguando la República, esta quisicosa ya casi mística. “Lo que hace falta ―dice Corpus Barga― es que el cemento en que se está vaciando el español medio de mañana no sea de fraude, como el que ponen los contratistas en las casas nuevas”. ¡Cabal! Y luego “que desaparecerá la originalidad media del señor de café que tiene opiniones propias sobre todo”. Bien, con tal de que no tenga opiniones ajenas sobre todo, y aquello de “eso no me lo preguntéis a mí que soy ignorante, etcétera”. Que si la fe implícita jesuítica es fatal, más fatal es la fe implícita anti-jesuítica o radical o marxista. Y acaba: “El español de cemento sustituirá al español de trapo”. ¿De veras? Sospecho, por otra parte, que una muralla de trapo puede ser más resistente que una de cemento.

¡El español de cemento! Permita el lector que este tío, llevado de su oficio, arrastrado por las asociaciones verbales, piense que el cemento ha de ser muy bueno para edificar cementerios. No es que el vocablo cementerio tenga que ver con el vocablo cemento, aunque este modificó, por lo que los lingüistas llaman contaminación, analogía, la forma primitiva de aquel, latinizado “coementerium”, que quiere decir acostadero o dormitorio. No sé qué tal se dormirá en una cama de cemento, pero presumo que se ha de dormir mejor en una cama de trapo. Ahora, si se usa la cama como potro… Porque al hombre de un santo y seña no conviene dejarle dormir. Ni que consulte su futuro voto con la almohada. Hay que hacerle que vote al romper el alba, después de diez o doce horas de envenenamiento y cuando no sabe ni lo que va a votar. Esta es la disciplina. Disciplina que no se puede imponer a los verdaderos discípulos. Es la disciplina del tercer grado de obediencia, la obediencia de juicio, que estableció Íñigo de Loyola, forjador de una Compañía de cemento armado.

¡El cemento! ¡Y cómo me entristece! La madera, el ladrillo, la piedra, pueden soñar y sueñan. Sueña el Escorial, sueña el acueducto de Segovia, sueñan las murallas de Ávila, sueña la Giralda de Sevilla... ¡pero esos rascacielos de cemento!, esos no sueñan, duermen. Sueña el acueducto de Segovia, a la luz de la luna.

Nos dice también Corpus Barga, que una de las manías de este tío ha sido echarle la culpa de todo lo que pasaba en el pueblo al pobre Sansón Carrasco, “el cual ―añade― jóvenes comentaristas literarios, está pidiendo una justa rehabilitación”. ¿Pero es que Sansón Carrasco era, acaso, también de cemento? Puede ser, pero con su grieta, con la terrible grieta del cemento, por la grieta por la que el cemento se quiebra.

Pues Sansón Carrasco, que empezó compadeciendo cariñosamente a su convecino Alonso Quijano el Bueno, y a la vez de compadeciéndole, también envidiándole la locura y el renombre que ésta le daba, y que un poco por compasión y otro poco por envidia, trató de curarle reduciéndole a su hogar, Sansón Carrasco, cuando después de vencido, fue otra vez a Barcelona a curar ―¡a curar!― a Don Quijote, era ya un resentido y un resentimental. El bachiller manchego de cemento llevaba ya su grieta, su terrible grieta, su grieta radical.

Nos dice Corpus Barga que las sociedades de las viejas naciones más individualistas, al parecer, Inglaterra, Francia, están hechas a base de santo y seña y de disciplina. Sí, y de grietas. He vivido, lo sabe bien Barga, en París, y algo sé de los tristes agrietamientos de su cemento parlamentario. Y los griegos sabían muy bien cuál es el terrible morbo de las democracias. El pensar en las grietas del cemento aumenta mi radical pesimismo. ¿Qué le va a hacer este tío?

martes, 16 de mayo de 2017

En un perpetuo sábado

El Sol (Madrid), 24 de octubre de 1931

Al señor Don B. C. D.

Con que ya lo sabe usted, señor mío, es acto de agresión a la República ―así, con letra mayúscula, me parece― la apología del régimen monárquico. No dice precisamente de la Monarquía. Lo cual podrá a usted parecerle no más que una tontería; pero guárdese de emplear expresiones así de menosprecio. Y la de llamarle a uno tonto es la más condenada en el Evangelio. Sea, pues, evangélico y guárdese del peligro de ser deportado o confinado. Y le vendrá a usted mejor el no poder hacer apología de su monarquía, de la monarquía que está usted soñándose.

Suéñela, sueñe su monarquía, su nueva monarquía, su monarquía restaurada. Ello le permitirá vivir mejor bajo este régimen republicano. Porque comprendo lo que le pesa el presente. Pero recapacite y dese cuenta de que “cualquier tiempo pasado es mejor”. Es, ¿eh?, es y no fue. Cualquier tiempo pasado es mejor y lo es porque pasó ya. Lo peor es lo que no pasa. Sí, sí; comprendo lo más de su pena y hasta me conduelo de ella. Sueñe su monarquía ―una monarquía imposible, por supuesto― y cuando le acongoje o siquiera le moleste algo de lo que pasa ―o mejor: que no pasa― dígase: “¡en ella sería otra cosa!” En ella quiere decir en esa monarquía por usted soñada tan íntimamente. Es un gran consuelo. Tan grande como el que se expresa en aquello de: “… ¿y qué es esto comparado con la eternidad?” Viva usted en el eterno sueño. Viva usted en la utopía y fuera del tiempo. Sueñe, sueñe esa su monarquía restaurada, pero que el Señor no le haga despertar en ella. Le sería horrible ese despertar. Le resultaría a usted esa su monarquía no ya soñada, sino vivida, es decir: sufrida, peor que esto que tan mal nos parece. Hágase agonizante de su ideal político; agonizante en ambos sentidos, el de quien agoniza y el de quien ayuda a agonizar: el despenador.

Siempre es así, señor mío, siempre es así para los que se proponen ser optimistas de profesión. También nosotros, los que aparecemos frente a usted, soñábamos otra cosa. Siempre se sueña otra cosa. También nosotros nos sentimos desencantados y más que por la realidad presente histórica, por las apologías que de ella se hacen. A mí, individualmente, me duelen menos los hechos que las explicaciones que de ellos dan sus apologistas. Lo peor de la República me parecen los republicanistas, que no son precisamente los republicanos. Sueñe usted, pues, sueñe.

Usted conoce sin duda al gran poeta pesimista y gran patriota italiano Leopardi. Usted conoce su Canto a Italia, y conoce La Retama, y Amor y Muerte, y A sí mismo, allí donde dijo lo de “la infinita vanidad del todo”. Del todo, que es algo más que la República y la Monarquía, y que las dos juntas, que la república monárquica y la monarquía republicana. Pues bien, en ese Leopardi, que decía despreciar el poder escondido que para común daño impera, encontrará usted una deliciosa poesía optimista ―aceptemos la fórmula― dedicada al sábado en la aldea. En la aldea sabatina. Vuelva a leer ese encomio del sábado, de la víspera del día de fiesta. Es algo reconfortador. No he encontrado que se le parezca más que una estrofa de Mosén Cinto Verdaguer en que canta la soledad querida de su infancia, de su infancia que no tuvo un mañana ―que no tingué demà―. Un mañana, no una mañana.

Viva, señor mío, en perpetuo sábado, en víspera inacabable, y que no le llegue el domingo ―dominicus―, el día del Señor. El día en que dicen que descansó el Señor. ¡Descansar el Señor! ¿Se ha fijado usted en esto de descansar el Señor? Figúresele en huelga; acaso en huelga de brazos caídos. Y fíjese en aquello de que Dios no nos deje de su mano, que no descanse. No, señor mío, no; que su Dios no descanse. Descanse usted más bien en Él.

Ya sabe que al pueblo español se le llama por ahí fuera el pueblo del mañana. Del mañana ―le demain―, no de la mañana ―le matin―. O en catalán demà y matí. “Mañana será otro día” ―decimos―. Y llega y es el mismo. Y eso del pueblo del mañana quiere decir del por venir. No de lo venidero, sino de lo por venir. De lo que está por venir y nunca viene. De lo que está para llegar. Viva, pues, señor mío, en el por pasar, viva en su ensueño.

Y ahora…, pero no, porque me voy acercando no a lo indecible ni a lo inefable, sino a lo nefando. Usted sabe qué es lo nefando, lo que no debe decirse. Basta, pues. ¿Basta? No, no basta. Pues usted sabe el verdadero fondo de mi actitud.

¿Que por qué le escribo estas cosas? Está en mi destino, acaso en mi misión. El Señor no me puso en esta España para dar facilidades a los cobardes.

Y ahora, sueñe su nueva patria por venir. Salud para encomendarla a Dios. Y le acompaña en su sentimiento
Miguel de Unamuno

lunes, 15 de mayo de 2017

El espíritu público y el pobre papel de los liberales

El Sol (Madrid), 22 de octubre de 1931

En el folleto Los jesuitas de España: sus obras actuales, que ellos mismos, los jesuitas, han hecho publicar para defenderse ―tan mal como suelen hacerlo―, citan entre los suyos ―“los nuestros” es su expresión estereotipada― como a “impulsores de la cultura” al P. Mendive, “sutilísimo filósofo y teólogo e invencible controversista”. Tuve que conocer ―tener que, ¡terrible cosa!― gran parte de la obra del “sutilísimo” P. Mendive, S. J., y hasta tuve que preparar a un alumno por alguno de sus tratados, entre otros el de Psicología. Y aprendí cosas bien peregrinas en él. Entre otras, que los nervios no pueden vibrar, porque para ello sería menester que estuviesen sujetos por los dos extremos y tirantes. Así como una cuerda de guitarra o de violín. Concepto ―o seudoconcepto― de la vibración que no es de ciencia física, ¡claro!, sino más bien metafísico o acaso teológico. Teológico jesuítico, por supuesto. ¡Lo que me burlaba yo entonces ―hace más de cuarenta años― de esas y otras ideas ―¿ideas?― del “sutilísimo filósofo y teólogo e invencible controversista”! No menos que de las peregrinas teorías lingüísticas y filológicas del P. Fidel Fita, infatigable camelista y uno de los que más disparates han dicho del vascuence al tratar el gerundense de la España primitiva. Sin contar la ristra de despropósitos que metió en la parte etimológica de la edición decimotercia del Diccionario de la Academia Española de la Lengua. Pero ahora tenemos que volver a la imaginación ―más bien que concepción― mendiviana de las vibraciones. Y más cuando esto de vibración y vibrar está de moda en el sector que se llama izquierdista. ¡Las veces que hemos oído hablar, con unción antijesuítica, de vibración ciudadana!

Sí, me era fácil reírme, allá en mis mocedades, de la imagen mendiviana de la vibración de los nervios; pero ahora voy volviendo a esa primaria interpretación. No ya los nervios, pero el espíritu público español, la opinión pública, está vibrando ―no sabemos si longitudinal o transversalmente o de otro modo―, y si está vibrando es porque el espíritu público español está hoy sujeto por los dos extremos y tirante o tenso. Sujeto por los dos extremos, por los que llamamos “extremos”, y tirante. Porque la tirantez del actual espíritu público español es evidente. A la cuerda espiritual de nuestro pueblo no le dejan aflojarse y descansar. Y he llegado a pensar si es que no hay una mano invisible y soberana, la del Cristo Rey de los jesuitas ―que apenas tiene que ver con el Jesús del Evangelio, que huyó para que las turbas no le hiciesen rey―, o la del Gran Arquitecto del Universo ―que no pasa de contratista―; una mano que maneja un gran arco de violín o tañe con sus dedos en esa cuerda pública vibratoria. Y los extremos no la sueltan.

El folleto Los jesuitas en España es algo lamentable, lamentabilísimo. Todo lleno de argumentos, si es que así puede llamárseles, estadísticos, cuantitativos y no cualitativos, de argumentos catalógicos, o sea de catálogo. Diríase que el mérito de un publicista es la prolijidad. Y saben, sin embargo, los jesuitas, que un pequeño librito, ligero, suelto, ágil, como las Provinciales, del formidable Pascal, puede caer sobre un Instituto con más peso que una serie de ingentes mamotretas de historia exhaustiva. Como, por ejemplo, los ocho ponderosos volúmenes de la Historia de la Compañía de Jesús en la asistencia de España ―me los he leído los ocho―, del P. Antonio Astrain, que constituyen, ciertamente, un trabajo muy bueno. Porque de todo lo que de los actuales jesuitas españoles conozco, es lo único que se salva. No es una obra que vibra, pero sí que enseña, y, a pesar de su extensión, de muy amena y sustanciosa lectura. La “Vida de San Ignacio” que hay en ella es excelente, y sin las mentecatadas gonzaguescas de la hagiografía edificativa.

Aunque ¡claro!, para amenidad eutrapélica, está mejor el librito de Novelistas buenos y malos, del P. Pablo Ladrón de Guevara, también de los “nuestros” ―quiero decir de los suyos―, que supera al Bertoldo. Y esto nos trae como de  mano a aquel llamado antaño “áureo libro”, El liberalismo es pecado, del presbítero, no jesuita, Sardá y Salvany, hoy injustamente olvidado. ¡Contribuyó tanto al actual triunfo de Luzbel! Pero de este librito El liberalismo es pecado ―¡qué hallazgo el del título!― hay ahora mucho que decir. ¡Y aquello de que ser liberal es peor que ser asesino o adúltero!… ¡Pobres liberales!

¡Pobres liberales! Y qué papel están haciendo en esa cuerda tirante del espíritu público español de hoy, cuerda sujeta por los dos extremos. In medio virtus, en el medio está la virtud, se dijo. Y ese pecado de liberalismo, entre los dos extremos que sujetan al espíritu vibratorio, resulta ya una virtud. ¡A qué tiempos hemos llegado, Señor!

domingo, 14 de mayo de 2017

Sobre el español medio

El Sol (Madrid), 20 de octubre de 1931

Recogimiento de celda. Aquí se inquiere mejor a los prójimos que estando entre ellos. El techo de la alcoba ―celda― llega a parecer un cielo ―todo es ilusión―, y hasta se sueña en él nubes. Nubes fantásticas, quiméricas, humanas, en las que va uno hiñendo el futuro español medio, el que salga de todo esto.

Esto del español medio me lo sugiere una expresión felicísima de M. Herriot, el jefe de los radicales socialistas franceses, hombre de fina cultura literaria, y, por lo tanto, de atinados aciertos verbales. Esa expresión, que halló fortuna, fue la de “le français moyen”, el francés medio. Término éste de origen estadístico. “Durchschnittencensch”, hombre de corte medio, dicen los alemanes; “average man” los ingleses. Si metéis cien hombres en una especie de caldera psíquica y los fundís, de modo que desaparezcan sus individuales notas diferenciales ―esa diferencialidad de que tanto se envanecen los pobres sujetos que no tienen otra cosa de que envanecerse―, y sacáis luego un cacho de la masa, ya bien fundida, para hacer el término medio, éste lo determinará. ¿Aceptable? Hay quien cree que un cacho así de muchedumbre puede ser útil para ser manejado ―sobre todo como elector y votante―; pero que es poco apetecible para quien busca algo más íntimamente humano. A mí, por lo menos, este término medio me seduce muy poco. Tengo la impresión que en ese sujeto ―mejor: objeto― medio, se acusa y exacerba el defecto, la nota diferencial, de la masa de que forma parte.

¡El francés medio! ¡El inglés medio! ¡El español medio! ¿No es de temer, amigo Salvador Madariaga, que en cada uno de éstos se acentúe el vicio diferencial de estos tres pueblos, que usted tan agudamente inquirió, más aún que en los casos extremos? El español de tipo medio ha de marcar el vicio característico y diferencial de la españolidad más aún que el español divergente excéntrico o extravagante. La divergencia, la excentricidad o la extravagancia libran algo del común pecado. ¡Y el nuestro es tan terrible!

Desde luego, el español medio tal como me lo figuro no es el español de la calle. Es más bien del hogar. Si bien por otra parte mi reciente experiencia me ha hecho legar a la conclusión de que no sé qué es eso del hombre de la calle. Los que he oído llamar así hombres de la calle no eran hombres, sino mozalbetes. Mozalbetes que se dedicaban al deporte de alborotar sin importarles la finalidad del alboroto.

Pero… ¡el español medio! Cuando Herriot, el caudillo radical socialista francés soltó lo del francés medio, exclamé yo con cierta petulancia patriótica: “Afortunadamente, no hay español medio; en España tenemos sólo extremos.” ¡Qué pronto y qué improvisadamente lo dije! Mas después he ido recapacitándolo mejor y he ido viendo formarse el hombre del periódico, el hombre del santo y seña, el hombre de partido, el ciudadano consciente, y me he puesto a pensar en el español medio. Que ha de ser, naturalmente, una medianía.

Sí, ya sé que Cervantes, que tan bien conoció al español medio de su tiempo ―Sansón Carrasco, entre los extremos sanchopancesco y quijotesco―, hablaba de las medianías bien intencionadas; pero ¡ay mi Dios!, desconfío tanto de las intenciones medianas. Prefiero las extremas. Y llego en esto a tal punto, que hasta me inquietan las inteligencias moderadas. ¿Te has fijado, lector, en los terribles efectos de la acción de muchos de esos hombres de inteligencia moderada? Y aquella triste y trágica sonrisa, aquella sonrisa abismática, de tan amarga dulzura, en que anegó Cervantes a su España, ¿no nació acaso al choque con las medianías bien intencionadas?

Estamos pasando tiempos en que se va fraguando un nuevo español; en esta que he llamado renación española está renaciendo un nuevo español. ¿Qué guardará del viejo? Porque renacer es continuar la historia. Lo cogolludo, lo nuclear, lo más profundo del hombre del llamado Renacimiento era el hombre medieval. Y no digamos nada del hombre de la Reforma. Y yo aquí, en este recogimiento de celda, a solas con mis compatriotas, sin el obstáculo de su presencia, voy sintiendo qué de antiquísimo régimen son éstos del nuevo.

¡El español medio de mañana! ¿Cómo será, Dios mío, cómo será? ¿Lo voy a deducir de todos esos pretendientes en corte que no saben hablar sino de enchufes? ¿Lo voy a deducir de todos esos otros que, aspirando a hacer una que sea sonada, apenas se preocupan sino del son? Y siento formarse una singular especie de espíritu público, mejor será decir de desánimo público, la de un pueblo que de repente ha hecho casi sin saberlo, como en hipnosis, un cambio, y se da cuenta de que no sabe qué hacer con lo que ha hecho. Y cuando oye decir a los militantes que tienen que responder a los anhelos del pueblo, éste, el pueblo, se pregunta: “Pero ¿cuáles son mis anhelos?” Y que de este estado de conciencia, o si se quiere de inconciencia pública, ¿qué español medio va a salir? Porque los extremos, los unos o los otros extremos, ya no me inquietan. ¡Qué conflicto, Señor!

sábado, 13 de mayo de 2017

Miguel o “¿quién como Dios?”

El Sol (Madrid), 14 de octubre de 1931

Desde la cama, lector. Postrado en ella por una de esas que llaman indisposiciones, a ratos pesadas. Es lo que se dice estar malucho. Y qué tierno diminutivo éste de malucho, casi vasco, diminutivo de malo, enfermo, no de malo moral. Se está, no se es malucho. Y estas indisposiciones suelen ser convalescencias, en que se ven las cosas a una nueva luz y como de alba. La mía, mi indisposición, lector, es una convalescencia de las últimas sesiones de la Cámara. ¡Cámara! ¡Qué nombre!

Y aquí en el lecho, no recibiendo del mundo exterior más que ruidos de la calle. El fragor de esta estrepitosa Gran Vía. Vocerío de pregoneros de periódicos, bocinas de “autos”, barullo de camiones. ¿Y eso es la calle? Y el hombre de ella, de la calle, ¿qué es? No ciertamente el del hogar. El otro día en la Cámara dijo un diputado que hablaba en nombre del hombre de la calle, queriendo acaso hacer de la Cámara una Cámara de la calle. Y Pérez de Ayala, que estaba a mi lado, me dijo: “No de la mía.” A lo que yo: “Toda calle tiene dos aceras.” Y además el hombre que vive en una cualquiera de las casas de la calle, en su hogar callejero, y se calla, ¿no opina? ¿O es que el hombre de la calle es el hombre del arroyo? Acaso sin hogar.

Pero hay también el hombre de los campos, el hombre del campo. Y en el campo, en las aldeas, no hay propiamente calles ni tienen éstas aceras. Los hogares campesinos se agrupan por lo regular en derredor a una humilde iglesia que alberga a un humilde Cristo, y en ellos habitan hombres rebeldes y resignados. Resignados, sí, pero a la vez rebeldes. Rebeldes cuando el viento de la rebeldía les sopla; rebeldes a la renta y al fisco y a las regulaciones puramente civiles o humanas; pero resignados a la mano del Señor, que hace llover lo mismo sobre los buenos que sobre los malos; resignados al destino, que es divino. Y a estos hombres de los campos, hambrientos de tierra y de justicia, no les llegan esas irresignaciones ―irresignaciones más que rebeldías― que agitan a los hombres del arroyo. Si un día se alzan contra sus exprimidores esos hombres de los campos, no te choque, lector, que lleven enarbolado el Cristo de su iglesia. De su iglesia popular, esto es, laica.

En todas estas cosas meditaba, o más bien soñaba, mientras la indisposición, que es convalescencia, me iba purgando de ciertos dejos. E iba, en examen de conciencia, repasando mi vida histórica toda, la vida que he dedicado a meditar, a soñar, a mi España y a su Señor, que es mi Señor, que es, lector, Nuestro Señor. Y ¡qué bien se sueña aquí, en el lecho! Porque en la calle le rompen a uno el sueño. Los callejeros, aunque parezcan sonámbulos, no sueñan. Y meditaba, aquí, mientras mi nombre anda llevado y traído en lenguas, meditaba en la íntima unidad de mi vida en comunión con mi España y con su Señor. Mientras traen y llevan mi nombre.

¡El nombre! El nombre es la esencia humana de cada cosa. Un objeto cualquiera natural, una roca, un árbol, un río, un monte, un lago, un animal, se hace humano, se humaniza y hasta se domestica cuando un hombre en una lengua cualquiera humana le pone nombre. Adán se adueñó, según el Génesis, de los animales todos, poniéndoles nombres. Y es por esto por lo que los hombres luchamos más por nombres que por cosas, ya que cosa sin nombre no es humana. Por nombres y por motes.

¿Y mi nombre, mi esencia humana? Jacob luchó toda una noche desde la puesta del sol hasta el rayar del alba con un ángel, esto es, un mensajero del Señor, y no le pedía perdón ni paz, que bien los necesitaba, sino que le pedía su nombre. “¡Dime tu nombre!”, tal era la conjosa pregunta de Jacob. Y yo repasaba aquí, en el lecho, y en ensueños de insomnio de convalescencia, mi vida histórica, pública, y veía la unidad, la continuidad de ella. Y como durante toda ella no he hecho sino luchar con el ángel, con un arcángel del Señor, preguntándole: “¡Dime tu nombre!” Y soñaba ahora, en ensueños de indispuesto, de malucho convaleciente, que ese nombre, que el nombre del arcángel con quien he estado en lucha, era mi mismo nombre, era el nombre que por gracia divina llevo, era el nombre de Miguel, que, declarado, quiere decir: “¿Quién como Dios?”

Los ruidos de la calle han cesado en el momento en que escribo estas líneas; el hombre de la calle parece andar por otras calles. Y hay hombres de la calle que están peleando contra nombres. No le preguntan al que creen su enemigo cómo se llama; no le dicen: “¡Dime tu nombre!”, sino que creen saberlo. Y ellos, que se han puesto un mote, un apodo, vociferan para permanecer fieles al mote. Pero el mote no es sino caricatura del nombre, peor aún, simulación de nombre. El mote es al nombre lo que el mono es al hombre. Ni es nombre, designación de la esencia humana de una cosa, el que un lorito le da. El nombre que pronuncia un lorito no quiere decir nada, porque el lorito nada quiere decir.

Y aquí dejo, con la incoherencia de ensueños de malucho, estas divagaciones nominales sobre mi nombre, tan claro en España, de Miguel, “¿Quién como Dios?”