El Sol (Madrid), 20 de diciembre de 1931
Que no se cansen de dispara tales preguntas de actualidad huidera entrevisteros y encuesteros, porque no, eso no es política, sino politiquería. Importa poco lo de Pérez o López, Cuadrado o Redondo. Se puede ser muy personaje sin ser apenas persona, lo que no quiere decir, ¡claro!, que no sean personas, y muy personas, nuestros personajes de aquí y de hoy. El personaje es cosa de teatro, y ahora peor, de cine sonoro. Terrible esto de que se pueda verle a uno moverse y visajear y accionar ―¡a qué cosas se llama acción!―, y se le pueda oír hasta después de muerto y enterrado. Que ya no se le sepulta a uno en estatua y en libro, sino en película y disco.
¿Política eso? ¡Vaya! Tal vez necropolítica o geopolítica ―de campo santo de muertos―; pero no biopolítica o cosmopolítica de mundo de vivos. Porque, a ver, ¿es que debajo de eso se está acaso formando una conciencia nacional, un consaber y consentir nacionales y a la vez mundial, cosmopolita, popular? ¿Se están acaso fraguando una fe y una esperanza en un destino, en una misión de España en el mundo? Se están, es cierto, repatriando españoles; pero es porque allá, en ultramar, les falta materialmente sostén. Falta material de vida; falta de vida material. Pero ¿es que hay quien aquí mismo, viviendo en ella, la echa de menos? ¿Quién la sueña otra?
Y, ante todo, ¿es que esos del “reinaré en España” y sus colaboradores le han enseñado al pueblo español a soñar en una España del reino trasmundano del Cristo, de la Ciudad de Dios? ¿Es que en vez de servirse de un credo momia para domeñar a un pueblo y hacer necropolítica ―pueblo así es necrópolis, cementerio― no debieron de haber hecho, con biopolítica, un credo religioso vivo ―la vida se la da el juego de las herejías― nacional? Dejemos, pues, que los muertos entierren a sus muertos, y que, a mayor abundamiento, los desentierren.
San Pablo, el Apóstol de los gentiles, anunció (Rom. XV, 28) que iba a venir a España; pero no vino. Menos, por supuesto, Santiago el Mayor, Matamoros. ¡Y si hubiera venido...! El que escribió (I Cor. IV, 15): “Aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, pero no muchos padres.” Pedagogos, ayos; pero no padres. Ya el Cristo dejó dicho (Mat. XXIII, 9): “No llaméis vuestro padre en la tierra, pues uno sólo es vuestro padre, el celestial.” ¿Y esos titulados padres, el pa' Redondo o el pa' Cuadrado? ¿Esos ayos, pedagogos, o más bien industriales de la pedagogía, del oficio de la enseñanza? ¿Esos padres postizos pedagogos en Cristo Rey que no es el del Evangelio? ¿Esos que enseñan no a soñar, sino a dormir? A dormir apoyada la cabeza en la almohada de la fe implícita del consabido carbonero.
¡Padre! En mi nativa Vizcaya había antaño, siendo yo niño, un título nobilísimo y de invención muy atinada, que se otorgaba al que había servido a su espíritu, al de Vizcaya, que era el de la libertad foral, y el título era: padre de la provincia. ¡Y por qué no ahora padre de la patria! Y padre de la patria es el que a los hijos de ella les enseña a soñarla en altura. ¿Redactar, enmendar y votar leyes constitutivas? ¡Bah! La cosa es hacer costumbres, y, sobre todo, la de pensar en alto y en hondo para que el ser español sea un consuelo de tener que serlo. ¡Y acostumbrarse a soñar! Que la costumbre es el resorte de la querencia patria, y a su empuje ceja toda otra gana. Y hacer costumbres ―la mejor la de soñar― es educar, es criar, es hacer criaturas de España, criados de ella.
Hay una muy linda palabra en nuestro castellano aboriginal, palabra hace siglos en desuso y que se lee en el verso 2919 del Poema de myo Cid. Es criazón, que hoy decimos crianza. Que criar es crear y crianza o criazón es creación. El que cría, crea. Y al hombres sin crianza, o de mala crianza, mal criados. Y una política paternal más que pedagógica es poética, o sea criadora, creativa. Y todo lo demás, aunque útil, muy útil y desgraciadamente necesario, es geopolítica, es cosa de clientelas electorales o de reparto de destinillos. Lo que no quiere decir ―¡claro está!, lo repito― que entre tantos políticos y pedagogos o ayos ―que no llegan a los diez mil del Apóstol― no pueda haber algún poeta, algún criador o creador y algún padre, que es lo mismo.
¿Es que a la formación espiritual de España, a su fragua, a su constitución civil ―y tómese este término en su acepción más propia―, contribuyeron los ministros de los reyes y los reyes mismos, los legisladores, más que Cervantes y Calderón y Lope y Quevedo y los dos fray Luises y todos los demás que enseñaron, que acostumbraron a nuestro pueblo a soñarse a sí mismo? Es decir, que le dieron patria. Patria, o sea cuna de ensueños para siempre, y sobre todo del ensueño de una patria, eterna e infinita, sin un último mañana ni un último lindero.
No se cansen, pues, en dispararnos preguntas sobre la actualidad politiquera los entrevisteros y encuesteros; la honda política, que es civilización, está en otra parte. Y tal político que esté de gobierno deja para ella, a su patria, más que sus actos de gobierno, tal obra de espíritu que haga soñar sueños de inquietud y desasosiego acaso, a los que la conozcan. Lo otro, lo que suele llamarse por antonomasia y excepción política, es otra cosa. Y así se da el caso de que se diga de algún criador, poeta, padre del pueblo, que es todo menos político cuando el verdadero político sea él.