El Sol (Madrid), 20 de noviembre de 1931
He ido a refugiarme al Museo de Historia Natural, a refugiarme de la actualidad política en la contemplación de esa que llamamos historia natural ―¿artificial la otra?― y que siempre me he resistido, a pesar del transformismo, a considerarla como tal historia. Prefiero la biografía y la geografía a la biología y la geología, y doy en pensar si no ha de suceder a esa huera sociología una sociografía, aunque no habrá de ser sino la historia humana.
Y allí, en ese Museo… Y, a propósito, me han contado que una vez que entró allí un picador cordobés exclamó ante el toro de Veragua: “¡Esto sí que es Museo, y no aquel del Prado!” Pues bien: allí me puse a contemplar el esqueleto del Diplodoco, anterior al hombre, aun al que pintó en las cuevas de Altamira aquel bisonte al que se tragó el león de España. En el antiguo museo, hace años, reinaba como antediluviano el megaterio, hoy desmontado. ¡Pero este diplodoco, este colosal reptil fósil, carbonizado! Sus enormes patazas y su costillaje parecer no servir más que para sostener el espinazo, rosario, de sus vértebras, cuentas, que rematan en el “gloria-patri” de su calavera de microcéfalo. Diríase un enorme rosario tendido, abatido, arrastrado: da el aire de una monstruosa debilidad, de una colosalidad inerme y como si rezase… ¿qué? Y pensando en los aeroplanos gigantes, en los tanques, en los submarinos, en todos los artilugios de la moderna maquinaria, me decía: “¿Novedades? Lo más nuevo sería que uno de estos gigantescos monstruos paleontológicos resucitase y se viniera sobre nosotros, acaso aquel pterodáctilo que volaría sobre el lago que fue la actual cuenca del Duero.” Y luego: “Dios ―¡siempre Dios!― nos enseñaron que creó el mundo para el hombre. Entonces, ¿para qué hizo y deshizo estos monstruos antes de heñir del barro al hombre? ¿Acaso para que ahora, contemplando sus osamentas, nos alcemos a más altas y nos zahondemos a más hondas consideraciones? Y estos desenterrados esqueletos de monstruos, ¿no se ponen también a contemplarnos? ¡Contemplar! Con-templar es juntarse en el mismo templo, en el Universo como templo de la conciencia universal y eterna. Este esqueleto, este recuerdo del Diplodoco, es ya una leyenda, es un poema, es una criatura espiritual. ¿Y no son acaso lo mismo otras formas, otras instituciones que han pasado por nuestra historia, no ya la natural, sino la humana? Napoleón, al pie de las Pirámides, otro Diplodoco, dijo a su ejército: “¡Desde esa altura cuarenta siglos os contemplan!” Y desde este “gloria-patri” del enorme rosario de cuentas carbonizadas de Diplodoco ―otra Pirámide―, ¿cuántas decenas, tal vez centenas de milenios nos contemplan? Sólo a Napoleón, ahijado de Rousseau y de la Revolución Francesa, podía habérsele ocurrido aquello. Se lo inspiraron los siglos que posaban en su corazón.
¿Cuál fue la finalidad divina de la Revolución Francesa, por ejemplo? (Y ejemplo rima con templo.) ¿Es que la gran Revolución mejoró la suerte de los hombres, nos dejó más libertad, más igualdad, más fraternidad, más seguridad, más civilización? ¿Vivimos mejor que vivieron los que la provocaron? No; lo eterno que esa Revolución nos ha dejado es su leyenda, su osamenta espiritual. Ya lo dijo Homero: “Los dioses traman y cumplen la perdición de los mortales para que haya cantar para los venideros.” Y qué se yo… acaso aquella guerra civil de que fui, de niño, testigo, no me ha dejado sino su leyenda, su visión, su esqueleto espiritual, que traté de fijar en una novela histórica, mi primicia en las letras patrias. Porque la leyenda no es una envoltura, un pellejo, sino un cogollo, un esqueleto; la leyenda nos da descarnada ―y desencarnada―, no ya desnuda, la realidad histórica perenne, no ya la la mentirosa y documental de la actualidad pasajera. La leyenda es una revelación; la leyenda es la potencialidad. ¿Qué nos importa la pobre carne palpitante del que fue actual Diplodoco cuando, antes del hombre, se alimentaba acaso de algas marinas?
Y he aquí por qué mientras otros se afanan por remachar esta llamada revolución republicana española actual, yo me afano por ir preparando su leyenda, su osamenta espiritual futura; he aquí por qué me esfuerzo en descarnarla ―y desencarnarla― más que desnudarla, en quitarle toda la carnaza y la grasa y la pringue y la cotena de su pobre actualidad política pasajera. Quitarle su actualidad política pasajera a ver si descubrimos su potencialidad cósmica permanente.
Salí del Museo de Historia Natural con la visión del esqueleto del Diplodoco clavada en el hondón, en el poso de mi ánimo, y preguntándome por qué y para qué hizo Dios, el Dios de nuestro Catecismo escolar, el mundo para el hombre. ¿Y para qué el hombre y su historia toda? Salí imaginándome que el esqueleto del Diplodoco enjaulado ―o mejor: “enmuseado”― pregunta con el “gloria-patri” de su calavera también: “¿Para qué?” Que es lo mismo que preguntar: “¿Por qué?” Y una voz íntima ―¿mía?, ¿suya?― me decía que en el principio fue, en el Templo de la Conciencia que es el Universo, el Verbo, y que en el fin no será más que el Verbo, y que cuando creemos con-templar a Dios, es que Dios nos está con-templando, en el mismo templo, en la misma conciencia que nosotros. Y todo esto me consolaba de la mezquindad de mi pobre menester político pasajero.
Y ahora vayamos a leer lo que sobre la Política de Dios y gobierno de Cristo Nuestro Señor nos dejó escrito aquel nuestro gran satírico y ascético ―dos términos mutuamente convertibles, pues la sátira es ascética, y la ascética y hasta la ascesis son satíricas― Don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas, señor de la Torre de Juan Abad, desentrañador y descarnador de nuestro romance y de nuestra picardía ―romance picaresco y picardía romancesca, si no romántica―, el de las despiadadas burlas, el desollador de la España de los validos, la que crecía como los agujeros crecen, el montador de esqueletos que todavía con sus muecas nos contemplan cuando los contemplamos.
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