El Sol (Madrid), 8 de octubre de 1931
Hay cosas ―”cosas” mejor que “asuntos”― a que hay que volver siempre. O mejor, que no se puede dejar nunca. Y una de ellas es la que se llama religión del Estado, cosa distinta, como ya os he dicho, lectores, de la religión de Estado. Y ahora, a repetirme.
Como un día dijera en las Cortes actuales un diputado que la religión es un freno para las pasiones, fue recibida esta frase con fuertes murmullos y alguna interrupción por parte de la Cámara. Y es que, dicho así, escuetamente, fue entendido en su significación más trivial ―de trivio o plazuela―, como si la religión fuese la católica apostólica romana de un pobre fraile que describe las calderas de Pedro Botero, una religión de policía de seguridad. Pero, tomada la religión, una cualquiera verdadera religión, en su hondo ser, el de un ideal trascendente que nos consuela de haber nacido dándonos una finalidad, una misión, para después de nuestra muerte, es claro que nos refrena de las malas pasiones. Y llevada a la política, hecha política la religión, nos refrena de la mala pasión política que es el apetito desordenado de poder. El mero político, el político irreligioso, el que no es más que un técnico de la política, el que todo lo endereza a apoderarse del Poder público, a mandar, éste ni es político en el noble, en el religioso sentido de la palabra. Y es en cambio político, el que no sacrifica la política al conseguimiento del Poder, y sabe que desde fuera de él se gobierna a un pueblo con autoridad. Que es más que poder.
¿Política? Política, ya lo sabemos, viene de “polis”, ciudad. Y dejando para otra vez el explicaros la diferencia que siento entre la política, de “polis”, ciudad, la cósmica, de “cosmos”, mundo, paso a decir que la ciudad a que la política sentida y concebida y ejercida religiosamente se contrae, es la que llamó San Agustín, el latino africano, la Ciudad de Dios, y la misma a que el Cristo llamaba el reino de Dios. La ciudad de Dios, esto es, la república de Dios, o el reino de Dios, que es lo mismo.
Y cuando Nicodemo, el fariseo, fue de noche y a hurtadillas a ver al Cristo buscando un maestro, éste, el divino Maestro, le dijo: “En verdad te digo que si algo no naciese de nuevo no puede ver el reino de Dios,” Y el fariseo le preguntó cómo se puede renacer sin volver al seno materno, y Jesús respondió: “En verdad te digo que si no naciese uno de agua y de espíritu no puede entrar en el reino de Dios.” Y le habló luego de la voz del espíritu, porque el espíritu es palabra. ¡Pobre fariseo! Fariseo quería decir hombre separado ―separatista, si queréis―, hombre de secta, de partido. Los fariseos eran, ante todo, sectarios, partidarios, con su disciplina, sus santos y señas y su liturgia. Y el pobre fariseo tardó en comprender lo de renacer de agua y de espíritu.
¡De agua! Lo que se habla aquí ahora de política hidráulica, de esa política que consiste en encauzar y almacenar agua, ya para saltos de ella que muevan turbinas, ya para embalsar pantanos de riego. Y esto lo comprende el fariseo. Como comprende que se encauce espíritu, opinión pública, que mueva turbinas revolucionarias ―lo que él, el fariseo, entiende por revolución―; pero no comprende tan bien que se embalse espíritu, que se remanse tradición, para regar con ésta a las almas sedientas de religiosidad. El fariseo, el hombre de partido, puso a Jesús, al maestro de autoridad, en manos de Pilatos, del pretor, del hombre de poder, para que lo crucificase y le titulase, en la cabecera de la cruz, rey. Rey del reino que no es de este mundo, rey de la Ciudad de Dios.
¡La ciudad de Dios! ¡El santo nombre de Dios! El 20 de abril de 1653, Oliverio Cromwell, el puritano, el político religioso, después de una violenta requisitoria contra el Parlamento, del que formaba parte, acabó diciéndole: “In the name of God…, go!” (¡En el nombre de Dios…, largo!) Y los largó de allí a los políticos irreligiosos, a los fariseos del poder, a los que no sabían refrenar el apetito de éste, de poder, a los que no querían o no podían saber lo que es un “gobernalle”. Que en aquellos tiempos que eran de navegación a vela, el gobernante, el piloto, tenía que saber contar con el viento, que es soplo, que es espíritu, y que, como le decía Jesús a Nicodemo, el Maestro al Fariseo: “El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va.” Y ¿es que saben nuestros fariseos, nuestros hombres de partido, hacia donde sopla el viento que les llevó a sus puestos? ¿Se dan siempre clara cuenta de los virajes de ese viento? ¿Es que se fían de la ventolera de un momento de agitación?
Bien está aprovecharse del sato de espíritu revolucionario; pero hay el pantano ―pantano, sí, pero pantano vivo― de donde sale el riego para las almas sedientas de finalidad política y religiosa, de religión política. Y ¡ay si el dique de ese espíritu remansado, embalsado, se rompe un día! Los fariseos, con su estrecha concepción sectaria y de partido, podrán no verlo; pero el cataclismo ―cataclismo quiere decir inundación o diluvio― es inminente.
Ya sé que fariseo ha venido a tomar una significación distinta de la que aquí le damos; pero ésta es la auténtica, la aboriginaria. El fariseo se preocupa del poder, no de la autoridad; el fariseo quiere mandar ―y explotar el mando―, no propiamente gobernar, y al fariseo suele llegar a estorbarle la religión en la política. Y es que la suya no es propiamente política, no siendo religiosa.
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