El Sol (Madrid), 13 de diciembre de 1931
En el Canto del Pico, en Torrelodones, en la morada del conde de las Almenas, entre Madrid y las serranías castellanas. Y desde allí, contemplándola fundirse en el campo, se cobra sentido de que Madrid, que está a 600 metros sobre el nivel del Mediterráneo, es también cima; que toda Castilla es cumbre, y algunas de sus ciudades, tal Ávila, dechado del castillo interior de Santa Teresa de Jesús, bien encumbradas; que Castilla y con ella Madrid, pujan al cielo. Que de noche baja a acostarse en ella. Cuando, ya anochecido, volvíamos acá, sobre los reverberos madrileños brillaban las constelaciones, el Carro, la Bocina, la Silla de la Reina, el Carro Triunfante ―o sea Orión―, llevando a las Tres Marías, y a ras de tierra, junto al farol de un auto lejano, Sirio silencioso y como si eterno.
Allí, en el Canto del Pico, las encinas casadas a los berruecos, tan de las entrañas rocosas de la tierra las unas como los otros, y envueltos en la misma luz que reviste los follajes y los peñascos. Y paisaje, celaje y paisanaje, todo en uno, castellanos. Que allí se remansa y eterniza la Historia, no la que pasa, sino la que se queda y enraíza en peña humana.
Y en torno, ciñendo al campo roquero, las sierras. Gredos; allende, Castilla la Vieja, leonesa, la del Duero y el Cid, y aquende, la Nueva, manchega, la del Tajo y Don Quijote. Y Guadarrama y la sombra del marqués de Santillana. Levántanse las sierras como bastiones contra el cielo. ¿Contra? Sí, contra, porque el cielo ―así lo dice la Sagrada Escritura― padece fuerza, y a la fuerza se entra en él por la poterna de la fe reconquistadora. Creeríase que detrás de aquellos bastiones turquinos no hay nada más, ya puesto el sol, que el velo dorado del infinito antes de que empiecen a nacer las estrellas.
A lo lejos, Madrid… “Madrid, castillo famoso / que al rey moro alivia el miedo...” Al rey moro puede ser; pero, ¿a los reyes de España, no ya reyes castellanos? ¿A los reyes que, acabada la reconquista contra la morisma, empiezan la Contra-Reforma? Madrid dejó de ser castillo, y talado el madroño en que se apoyaba el oso ―¿el de D. Favila?―, se hizo palacio. Castilla fue la de los castillos, la de los castillos roqueros hechos con las entrañas de ella; Castilla castellana, de castillos y no de palacios, no palaciega ni palaciana. El Palacio Real, borbónico ya, no es un castillo; castillos eran los de D. Álvaro de Luna; castillo era el de la Mola de Medina la del Campo. Castillo es ―hasta etimológicamente― un pequeño castro, un campamento chico. No le cabe a uno figurarse al pie de un castillo al conde-duque de Olivares, y si Velázquez le pintó sobre fondo de campo castellano, madrileño, esto no es más que decoración ―espléndida decoración velazqueña―, cono no eran más que decorativas las cruces pegadizas que brillaban sobre las pecheras de palaciegos y cortesanos. Y el Palacio Real de Madrid, ¿alivió el miedo a los Borbones palaciegos? ¿Poner puertas al campo? Sí, como la monumental Puerta de Alcalá, la de Carlos III, escénica y académicamente decorativa ―tal un fondo de Velázquez, el aposentador regio―, pero que no ha cerrado nada.
Con Carlos V se acaban los reyes castellanos, que ni aún él, debelador de los comuneros de Castilla, lo fue en rigor. Su hijo, covachuelista, se encierra a morir en el Escorial, que no es ni castillo ni todavía palacio, sino monasterio; no torre de templarios belicosos, sino convento de Comunidad de jerónimos pacíficos para el esplendor del culto litúrgico. Siguen los reyes sedentarios, Austrias y Borbones, más cortesanos que sus cortesanos mismos, más palaciegos que sus propios palaciegos. Su único roce y toque con el campo, la caza, de costumbre, pero caza cortesana, de etiqueta y casi de liturgia. Y así llegó a agonizar la realeza, ya no castellana, aunque acaso chulesca, entre las encinas del Pardo. Entre esas encinas graves del Pardo rindió su alma Alfonso XII, gimiendo: “¡Qué conflicto, qué conflicto!” De escolta de su última agonía, Cánovas del Castillo y Mateo Sagasta.
Desde el Canto del Pico se columbran ruinas de algún castillo, y se puede soñar a ojos abiertos y bajo el cielo la ruina de la Castilla castellana, la de los castillos medievales. Pero quedan los berruecos, quedan las encinas, como con raíces jugosas aquellos, berroqueñas ellas. Y quedan las sierras, tronos y altares.; tronos y altares de un pueblo que siempre, a sabiendas o no, puja al cielo. Que si apoyándose en un credo religioso, cuajado y remachado ya, se puede tratar de domeñar a un pueblo necropolíticamente, cabe con una biopolítica ―que es cosmopolítica― esforzarse en dar vida a un credo religioso nacional que haga que el consuelo de haber nacido sea para los españoles haber nacido en España, de España y para España y su Dios. Las encinas, al pie de los berruecos, cantera antaño para sillares de castillos, me parecían cruces, cruces de leño arraigado en roca, cruces vivas y hojosas de un cristianismo ibérico y aboriginal. Y volví a soñar en seguir soñando una España eterna e infinita, y en fuerza de soñarla hacerla, que es milagro de fe.
Y allí, en la morada del Canto del Pico, de Torrelodones, sin agonía, en tránsito indoloroso y raudo, al pie de una escalera de sillares, al ir a pasar de la casa al campo abierto y peñascoso, del recinto hogareño al aire suelto, salió de esta vida a la de siempre D. Antonio Maura. Cerca de siete años después, el último Borbón, tirador de pichones, cortesano y palaciego, chulo, mas no castellano, tenía que dejar, a regañadientes, su Palacio Real y salirse de nuestra Castilla española, de nuestra España de nuevo reconquistada.
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