El Sol (Madrid), 7 de noviembre de 1931
¡Qué descanso ―me decía a mí mismo― el de desentrañar palabras! Imaginábamelo como un juego de niño que destripa un muñeco para ver lo que tiene dentro y a las veces llora cuando no saca más que serrín. Pero… ¿descanso? No, sino nuevo cansancio. Y nueva cuita. Así en un diario poético que llevaba allá, en Hendaya, durante mi destierro fronterizo, encuentro anotado, con fecha de 6 de enero de 1930, esto: “Niño viejo, a mi juguete / al romance castellano / me di a sacarle las tripas / por mejor matar mis años. / Mas de pronto estremecióse / y se me arredró la mano, / pues temblorosas entrañas / vertían sonoro llanto. / Con el hueso de la lengua, / de la tradición, badajo, / miserere, ave María / tañían en bronce sacro. / Martirio del pensamiento, / tirar palabras a garfio, / juguete de niño viejo, / ¡Lenguaje de hueso trágico!” Y después, vuelto ya del destierro, y a las veces enterrado y aterrado en mi patria restituida ―y aun no constituida―, ¡cuántas he vuelto por vía de descanso a ese juego del desentrañamiento de palabras, buscando extrañarme de los hombres! En vano pues encontraba a estos , y lo más íntimo y más hondo, lo más entrañado de ellos, en esas palabras que más que hechas por hombres, fueron ellas, las palabras, las que les hicieron. Que en el principio fue el Verbo, la Palabra, que después encarnó en Hombre, y es el nombre el que le hace al hombre.
Se nos ha dicho a los españoles, y yo lo he repetido muchas veces, que somos el pueblo que más abusa del santo nombre de Dios. Cosa que crispa los nervios a esos puritanos ingleses ―que aun quedan― que evitan pronunciarlo. Y, sin embargo, se dice que la palabra “bigot”, francesa e inglesa, que vale por gazmoño, beato, santurrón, y también fanático, es de origen inglés y deriva de la frase: “by God”, por Dios. Como nuestro pardiez de la expresión francesa “par Dieu”. Mientras entre nosotros el “por Dios” ha dado lugar a esas casticísimas y tan reveladoras palabras de pordiosear, pordioseo, pordiosero y pordiosería, palabras que destilan amargura de siglos, palabras que vierten quejumbroso llanto. Junto a pordiosero, mendigo apenas si quiere decir cosa que valga.
Y de si “por Dios” hemos hecho estos derivados, en cambio de “a Dios” ―que solemos escribir, quitándole su fuerza, adiós― no hemos hecho ni adiosear, ni adioseo, ni adiosero, ni adiosería. El “por Dios” del pordioseo es una demanda, es una súplica, y el “a Dios” suele ser un despido, las más de las veces un rechazo. Cuando a otro se le dice adiós es que se le manda a paseo. La contestación, sin embargo, a la demanda de “una limosna por el amor de Dios” no suele ser “a Dios, hermano”, o sea “a Dios os encomiendo”, sino “¡perdone, hermano!” Otra manera de quitárselo uno de encima. Y esa palabra “limosna” que desde el griego vino rodando a nuestros romances, y que es de la misma raíz de la que usamos en la jaculatoria litúrgica de: “¡Kyrie, eleison!” y “¡Christe, eleison!” ¡Ten compasión de nosotros, señor! “Adiosear” podría ser el modo de despedirle, remitiéndole a Dios, al que nos pordiosea. “Pordiosero, pordiosero, / Dios nos tenga de su mano; / Satán inventó el dinero, / ¡a Dios, y perdone, hermano!” ¿Por qué se me ha ocurrido esta despiadada cuarteta? ¿Por qué me acongoja tanto este pordioseo español?
¡Dios, Dios! Esta es una de las contadísimas palabras que en nuestro romance derivan del nominativo y no del acusativo latino, como es lo corriente. Y ¿por qué? Lo más verosímil es que se deba a que la palabra “Deus”, Dios en nominativo, entraba como sujeto en muchedumbre de frases consagradas, como “Dios nos valga”, “Dios nos asista”, “Dios le ampare”, etc., etc. Y, sobre todo, en todas aquellas en que tratamos de descargarnos en Dios. Y Dios, teológicamente, no es objeto, sino sujeto, es el Sujeto por excelencia, no el término de la acción, sino el principio de ella, o mejor, la acción misma. O el acto puro.
Y pensando, por camino lingüístico, en este Acto Puro y en nuestra impura actualidad, venía a oír el llanto que brotaba de las temblorosas entrañas de ese “por Dios” que rueda a través de nuestros siglos de mendiguez. “¡Por Dios, por Dios, hermano!” Y otras veces el “a Dios” que dirigían a su patria, al desterrarse de ella, los pobres que iban a buscarse la vida en extrañas tierras. Pobres, sí; pero no pobres de solemnidad. Porque los pobres de solemnidad se quedaban aquí, en su patria, pordioseando solemnemente.
¿Conoce el lector expresión más terrible que esa de “pobre de solemnidad”? Sí, esos pobres que sirven en las solemnidades para que los personajes solemnes hagan ostentación de su caridad litúrgica.
¡Ah, y cómo me acuerdo de aquel solemne pobre de oficio que se nos arrimaba embozado en un fantasmático silencio y retirando las manos para mejor pordiosearnos con la húmeda mirada de su menester!
Quería consolarme del triste espectáculo que ofrecen nuestras calles, de la visión de la lacería pordiosera, refugiándome en la tarea de mi oficio; pero los hombres se me venían con las palabras y lloraban en éstas. Lloraba nuestro lenguaje; gemía mi romance castellano. Por ti, Dios mío, ¿cuándo nos dejarás dar el último “a Dios”, el último a Ti, a nuestras miserias?
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