El Sol (Madrid), 16 de septiembre de 1931
Se me dice por algunos que me ponga más al tenor ―al modo como de tienen― de los más de mis lectores y que no abuse de lo que llaman mi lirismo. ¿Lirismo? Quieren, sin duda, que en vez de tañer el comentador en lo que a ellos se les antoja una lira, taña en una guitarra o en una bandurria. ¡Y lo que son las palabras! Guitarra viene de la misma raíz que citara; la bandurria se tañe con púa, a la que en griego llamaban “plectro “, y “estro” no quería decir sino tábano, que así como éste saca de sí al ternero, así el estro o tábano poético saca de sí y arrebata al poeta. Por cuanto si en vez de de decir que tocado uno por el estro empuñó el plectro para cantar al son de la cítara, decimos que, picado por el tábano, se puso a rascar con la púa la bandurria, no haremos sino traducir al romance el idioma lírico y académico. ¿Quieren esos descontentos que toque así la bandurria? Pues no lo entenderían mejor. Y, sobre todo, que no me propongo hablar para bachilleres, sino para cabreros, como Nuestro Señor Don Quijote, pues sé que estos atienden a la música aunque no recojan la letra. Y sé de buenos, de nobles, de sencillos cabreros que siguen estos mis comentarios, y con ellos se reconfortan en su sueño de España.
Lo peor son las traducciones; lo peor es cuando algunos bachilleres sansoncarrasqueños se ponen a traducir en lo que ellos estiman lengua cabreril, popular, corriente, estas mis endechas quijotescas, ¡y me hacen decir cada cosa! Por algo les temo tanto a las entrevistas, y aun más a las indiscretas versiones de lo que le han oído a uno al paso, en cualquier pasillo. ¡Pobre Quevedo! ¡Y qué mascarón le echaron encima los truchimanes! ¡Y qué de frases se las cuelgan a uno que jamás pensó en ellas! Y ¿por qué así? Ya lo decía el gran Sarmiento, el argentino, cuando le preguntaban por qué se le atribuían tantos dicharachos mordaces: “¡Bah, siempre se presta al rico!” Y pudo añadir a esta su otra frase: “Debo decirlo con la modestia que me caracteriza.” Pero, en fin, Dios perdone a los entrevisteros y entre-escuchas. Y… ¿rectificarlos? ¿Para qué? Es darle cuerda para nuevas tergiversaciones. Porque no le es posible al comentador hablarles en su lengua de lugares comunes manidos y de tópicos de matriculación y alistamiento.
No, por España, no, que no se pongan para uso de supuestos cabreros a traducirme esos bachilleres de la política a lo Sansón Carrasco, el que venció en Barcelona a Don Quijote; que no me traduzcan. Que me dejen hablar a los cabreros desde el pie de una encina castellana. Porque sé que hay quienes siguen la música de éstos mis comentarios, a los que van poniendo no su letra, sino su espíritu. Y sé que los entienden muchas veces mejor que yo mismo que les hablo al son que el Espíritu me sopla.
Y hablo a cabreros, no a carboneros, los de la fe implícita. ¿Recordáis el caso? Es el de aquel carbonero de quien nos cuentan, creo que el Tostado, que al preguntarle su credo respondía: “Lo que cree y enseña la Santa Madre Iglesia”, y al repreguntarle qué es lo que ésta cree y enseña, el carbonero: “Lo que creo yo”. Y de esto no lo sacaban. Que es lo de: “Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante”…, y lo que sigue en el Catecismo del padre Astete, S. J. Hablo, pues, a cabreros que no son, gracias a Dios, ni de derecha ni de izquierda, ni monárquicos, ni republicanos, ni progresistas ni reaccionarios, ni anarquistas ni socialistas, sino que son honradamente universales. Porque nadie más universal y comprensivo que un cabrero de verdad. El carbonero, en cambio, está matriculado, o sea, enmadriguerado en algún partido, secta o cotarro; el carbonero está afiliado a cualquier grupo con cabecilla y disciplina correspondientes. Y así el carbonero no necesita de que se le traduzca lo que se le diga, pues con “eso no me lo preguntéis…, doctores tiene mi capilla que os sabrán responder”, sale del paso. ¿Es que no hemos oído hablar de la ortodoxia pimargalliana? ¡Y que es difícil salir del paso! Sobre todo, en los pasillos donde los entre-escuchas van a escamotearle a uno ascuas para arrimarlas a sus sardinas arenques. Y luego todo se arregla con aquel tan socorrido estribillo de los badulaques: ¡Bah! Paradojas…, contradicciones!”…
¿Y si ahora les explicara aquí el comentador a sus cabreros lo que quiere decir paradoja? Pero no, que ellos lo saben sin creer saberlo, y los carboneros no pueden llegar a saberlo sin desmadriguerarse. Los cabreros saben que verdadera y honda paradoja fue que un bachiller resentido y resentimental, Sansón Carrasco, al derribar en Barcelona a Don Quijote hubiese preparado su última y definitiva victoria, aquella en que quedaron confundidos todos los bachilleres y los carboneros todos, y saben que la publicación del Evangelio de Don Quijote fue el orden político un hecho de más alcance que el levantamiento, por ejemplo, de las Comunidades de Castilla contra la camarilla de Carlos Quinto, levantamiento de que apenas se enteraron los cabreros.
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