El Sol (Madrid), 8 de septiembre de 1931
¡Válganos Él, y qué de formas y fórmulas o formillas de religión de Estado están ya empezando a producirse aquí! Cierto es que el artículo 3.º del proyecto de Constitución que se está discutiendo proclama dogmáticamente ―pura teología― que “no existe religión del Estado” suple: español―; pero no es lo mismo religión del Estado que religión de Estado. Y ésta, republicana por supuesto, empieza a surtir con sus dogmas, con sus mitos, sus ritos, su culto, su liturgia y sus supersticiones ―sobre todo― y hasta sus supercherías. Un día que un ingenuo diputado neófito se descuidó en decir que hay que marchar por el camino real, oyó murmullos que le obligaron a rectificarse y corregir: “Bueno, por el camino republicano”. Y se oye en la tanda de ruegos y preguntas, ruegos que son rogativas y aún letanías al Estado óptimo, máximo y providente. Estado… federal por de contado, aunque éste de federal es un adjetivo mágico y místico en que al preguntarles a los fieles qué quiere decir, han de tener que contestar: “Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; juristas tiene el santo padre Estado que os sabrán responder.” Porque esta nueva fe republicana es fe implícita o de carbonero. Aparte, claro está, de los republicanos conscientes, parados o no.
Quedamos fuera de todo esto los republicanos no mágicos, ni míticos, ni dogmáticos, los que un amigo mío llama accidentalistas para distinguirlos de los consustancialistas. Los que dejamos la religión para Dios y la política para el Estado. ¡Y cómo nos acongoja este nuevo culto verboso y supersticioso, este nominalismo escolástico con que se quiere llenar un vacío de ideas y de sentimientos realmente republicanos!
En una porción de ciudades, villas y lugares ha entrado el furor de cambiar los nombres de las calles. Se le quita a Carlos V, por ejemplo, para sustituirle con cualquier héroe de última hora, y aun menos mal cuando la calle lleva nombre de persona que vivió. Porque estaría bien que en casi todos los lugares hubiese calles de Cervantes ―”calle de Cervantes (D. Miguel)”, así había en Agreda―, de Calderón, de Cisneros, de Santa Teresa, de Fray Luis, de Íñigo de Loyola, de Goya, de Velázquez… y de Simón Bolívar, José Rizal y José Martí, sin contar con las de los mártires de nuestras contiendas civiles por la libertad del liberalismo más o menos republicano. Los nombres abstractos son ya otra cosa. Plaza de la Constitución fue muy usado, y acaso veamos plazuela de las Cortes Constituyentes de 1931. ¡Pero lo que ha ocurrido hace poco en Arenas de San Pedro…! Había allí una calle con el espléndido nombre de calle de la Triste Condesa ―era así, “la triste condesa”, como se firmaba y afirmaba la viuda de D. Álvaro de Luna―, y lo han cambiado por el de “calle de la Libertad”. A ver si por uno de esos frecuentes casos de conjugación lingüística llega a llamarse “calle de la Triste Libertad”.
Y cuando no lo sabemos de cierto, suponemos que aumentará ahora el prurito o cosquilleo de registrar civilmente ―que no es bautizar― a las niñas con nombres significativos y litúrgicos de religión de Estado. Y en vez de aquellos castizos nombres de Tránsito, Angustias, Dolores, Socorro, Amparo, Remedios, Consuelo y otros así, se les ponga los de Democracia, Libertad, Igualdad, Constitución, Comprensión, Cordialidad, Armonía o… Federación. Y podría llegar a darse una Federación Gojeaskoetxea y Puigderajols, que llegase con el tiempo, después de premio de belleza de verbena, a estrella de cine, bajo el nombre de Federachu o Federeta, y con gorro frigio, o sea “chano” o barretina. Y que cantara un himno tricolor con letra autonómica.
Sabemos que a muchos que se regodean con Voltaire les parecerá todo esto hasta impío; pero estamos convencidos de que las formas supersticiosas que toma el culto republicano de esa religión de Estado no hacen sino perjudicar al puro sentimiento de España. Y queremos creer que si se oye este nombre, España, mucho menos que es el República, es porque se le estima algo inefable, como los hebreos sustituían el nombre inefable de Yahwé por el de Jehová. Un gran predicador anglicano, Robertson, predicó un magnífico sermón sobre aquellos pueblos ―tenía muy en cuenta al español― que tienen por cualquier motivo y para cualquier emergencia, el santo nombre de Dios en los labios de la boca, no en los del corazón, que también los tiene. Y por mi parte me dispondría a predicar contra los que abusaren de este nombre de España si se abusare de él.
Y aquí el lector podrá argüirme que soy yo uno de los que más usan de él, así como del de Dios, frisando acaso alguna vez en el abuso. Y como humildemente me reconozco culpable de ello, doy ahora aquí un “a Dios” a estas amenidades con que he tirado a aflojar un poco la cuerda de ordinario, sobrado tirante de estos mis comentarios.
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