El Sol (Madrid), 14 de octubre de 1931
Desde la cama, lector. Postrado en ella por una de esas que llaman indisposiciones, a ratos pesadas. Es lo que se dice estar malucho. Y qué tierno diminutivo éste de malucho, casi vasco, diminutivo de malo, enfermo, no de malo moral. Se está, no se es malucho. Y estas indisposiciones suelen ser convalescencias, en que se ven las cosas a una nueva luz y como de alba. La mía, mi indisposición, lector, es una convalescencia de las últimas sesiones de la Cámara. ¡Cámara! ¡Qué nombre!
Y aquí en el lecho, no recibiendo del mundo exterior más que ruidos de la calle. El fragor de esta estrepitosa Gran Vía. Vocerío de pregoneros de periódicos, bocinas de “autos”, barullo de camiones. ¿Y eso es la calle? Y el hombre de ella, de la calle, ¿qué es? No ciertamente el del hogar. El otro día en la Cámara dijo un diputado que hablaba en nombre del hombre de la calle, queriendo acaso hacer de la Cámara una Cámara de la calle. Y Pérez de Ayala, que estaba a mi lado, me dijo: “No de la mía.” A lo que yo: “Toda calle tiene dos aceras.” Y además el hombre que vive en una cualquiera de las casas de la calle, en su hogar callejero, y se calla, ¿no opina? ¿O es que el hombre de la calle es el hombre del arroyo? Acaso sin hogar.
Pero hay también el hombre de los campos, el hombre del campo. Y en el campo, en las aldeas, no hay propiamente calles ni tienen éstas aceras. Los hogares campesinos se agrupan por lo regular en derredor a una humilde iglesia que alberga a un humilde Cristo, y en ellos habitan hombres rebeldes y resignados. Resignados, sí, pero a la vez rebeldes. Rebeldes cuando el viento de la rebeldía les sopla; rebeldes a la renta y al fisco y a las regulaciones puramente civiles o humanas; pero resignados a la mano del Señor, que hace llover lo mismo sobre los buenos que sobre los malos; resignados al destino, que es divino. Y a estos hombres de los campos, hambrientos de tierra y de justicia, no les llegan esas irresignaciones ―irresignaciones más que rebeldías― que agitan a los hombres del arroyo. Si un día se alzan contra sus exprimidores esos hombres de los campos, no te choque, lector, que lleven enarbolado el Cristo de su iglesia. De su iglesia popular, esto es, laica.
En todas estas cosas meditaba, o más bien soñaba, mientras la indisposición, que es convalescencia, me iba purgando de ciertos dejos. E iba, en examen de conciencia, repasando mi vida histórica toda, la vida que he dedicado a meditar, a soñar, a mi España y a su Señor, que es mi Señor, que es, lector, Nuestro Señor. Y ¡qué bien se sueña aquí, en el lecho! Porque en la calle le rompen a uno el sueño. Los callejeros, aunque parezcan sonámbulos, no sueñan. Y meditaba, aquí, mientras mi nombre anda llevado y traído en lenguas, meditaba en la íntima unidad de mi vida en comunión con mi España y con su Señor. Mientras traen y llevan mi nombre.
¡El nombre! El nombre es la esencia humana de cada cosa. Un objeto cualquiera natural, una roca, un árbol, un río, un monte, un lago, un animal, se hace humano, se humaniza y hasta se domestica cuando un hombre en una lengua cualquiera humana le pone nombre. Adán se adueñó, según el Génesis, de los animales todos, poniéndoles nombres. Y es por esto por lo que los hombres luchamos más por nombres que por cosas, ya que cosa sin nombre no es humana. Por nombres y por motes.
¿Y mi nombre, mi esencia humana? Jacob luchó toda una noche desde la puesta del sol hasta el rayar del alba con un ángel, esto es, un mensajero del Señor, y no le pedía perdón ni paz, que bien los necesitaba, sino que le pedía su nombre. “¡Dime tu nombre!”, tal era la conjosa pregunta de Jacob. Y yo repasaba aquí, en el lecho, y en ensueños de insomnio de convalescencia, mi vida histórica, pública, y veía la unidad, la continuidad de ella. Y como durante toda ella no he hecho sino luchar con el ángel, con un arcángel del Señor, preguntándole: “¡Dime tu nombre!” Y soñaba ahora, en ensueños de indispuesto, de malucho convaleciente, que ese nombre, que el nombre del arcángel con quien he estado en lucha, era mi mismo nombre, era el nombre que por gracia divina llevo, era el nombre de Miguel, que, declarado, quiere decir: “¿Quién como Dios?”
Los ruidos de la calle han cesado en el momento en que escribo estas líneas; el hombre de la calle parece andar por otras calles. Y hay hombres de la calle que están peleando contra nombres. No le preguntan al que creen su enemigo cómo se llama; no le dicen: “¡Dime tu nombre!”, sino que creen saberlo. Y ellos, que se han puesto un mote, un apodo, vociferan para permanecer fieles al mote. Pero el mote no es sino caricatura del nombre, peor aún, simulación de nombre. El mote es al nombre lo que el mono es al hombre. Ni es nombre, designación de la esencia humana de una cosa, el que un lorito le da. El nombre que pronuncia un lorito no quiere decir nada, porque el lorito nada quiere decir.
Y aquí dejo, con la incoherencia de ensueños de malucho, estas divagaciones nominales sobre mi nombre, tan claro en España, de Miguel, “¿Quién como Dios?”
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