El Sol (Madrid), 1 de noviembre de 1931
En estos días, en derredor del de Difuntos, se viene desde hace años celebrando un acto de culto del catolicismo popular, laico, de España. Acto religioso y artístico. Es la celebración del “misterio” de Don Juan Tenorio. En que lo erótico, lo sexual si se quiere, no es más que una somera envoltura de lo íntimo de él. Porque en el Tenorio de Zorrilla, como en el primitivo del teólogo Tirso de Molina, en el del “si tan largo me lo fiáis...”, lo religioso, lo “misterioso”, sigue siendo lo entrañado, lo que atrae al público. ¿O es que no dice nada que sea precisamente al conmemorar los Difuntos, y junto a ellos a Todos los Santos, cuando se evoque a Don Juan? Don Juan comulga con los difuntos.
La fiesta de Difuntos, de las benditas ánimas del Purgatorio, es el núcleo de la religión popular, laica, española. Tanto o más que la Navidad o la Pascua. No hay mentecatada mayor que sostener que lo del Purgatorio lo inventó la clerecía para lucrarse con ello. Lo inventó, esto es, lo creó el pueblo; el pueblo que quiere comulgar con sus antepasados, que quiere poder hacer algo en su sufragio. Y si los cree irrevocablemente condenados o salvados, ¿qué puede valerles? ¿Y es que hay nada más popular, más laico, que ese culto a los muertos inmortales, sobre todo en las regiones más célticas de Iberia? Un gallego, un portugués, un asturiano podrán dejar de creer en Dios ―o creer que dejan de creerlo―, pero no en las benditas ánimas. Y ven, sobre todo en ciertas noches, pasar la estantigua, la “huestia”, la santa compaña, la fantasmática procesión de sus difuntos. Y este culto, probablemente anterior al cristianismo, persiste en éste y persistirá cuando este cristianismo popular, laico, español, se cuele en la religión comunista que le suceda, como en nuestro cristianismo se coló el paganismo. Paganismo de pagano, hombre del pago, campesino, aldeano. Y el hombre del pago, que no es el de la supuesta calle, seguirá creyendo en las almas errantes de los que hicieron la tierra que le hace, la tierra que labra. Las raíces de sus antepasados se hunden en su alma terrenal y terrosa.
Pero dejemos ahora esto para volver a ello y detengámonos en otra revelación misteriosa, religiosa, del “misterio” de Don Juan Tenorio. Es cuando éste dice, conmoviendo al pueblo, a su feligresía, más que con sus arrullos de seductor, aquello de: “Llamé al cielo y no me oyó, / y pues sus puertas me cierra, / de mis pasos en la tierra / responda el cielo y no yo.” Misteriosa arrogancia de desesperado a la antigua española, que plantea las responsabilidades del cielo, esto es, de Dios. Porque el cielo es aquí Dios.
Corre por ahí un dicho latino que dice: “Quos Deus vult perdere dementat prius”, “aquellos a quienes Dios quiere perder, los entontece antes”, en que otros ponen en vez de “Deus”, Dios, Júpiter. Pero el texto primitivo, griego, que lo es de un fragmento de Eurípides, no dice ni Dios ni Júpiter ―o sea Zeus―, sino que dice “el cielo”. Aquellos a quienes el cielo quiere perder entontece o enloquece primero. ¿Y no ha de recordarnos esto aquel relato del libro bíblico del Éxodo (del cap. VII en adelante) de cómo Jehová endureció primero el corazón del Faraón para que no accediera a las súplicas de Moisés y de Aarón en favor de los israelitas, y castigarle luego enviando sobre Egipto las siete plagas? ¡Divina diablura ésta de Jehová! Que me trae a la memoria aquella exclamación del hijo de un amigo mío que, al explicarle su madre lo que quería decir una estampa del Purgatorio, exclamó: “¡Pero qué cosas que tie Dios!...” En este muchachito, casi un niño, alentaba ya la misteriosa religiosidad popular española, la de Don Juan Tenorio.
Siente el pueblo toda la agorera misteriosidad del cielo, del que dijo el poeta culto que ni es cielo ni es azul. Pero es que el poeta, Argensola, se refería al cielo azul que todos “vemos”, y el cielo de Don Juan Tenorio, el de la piadosa impiedad paganocristiana de nuestro pueblo no es el cielo que se ve, sino el que se siente, el que ha de responder de nuestros pasos en la tierra. ¿Ver? ¡Bah! Cuando los racionalistas combaten la fe, que es, según el Catecismo, “creer lo que no vimos”, no se dan cuenta de que razón es creer lo que vemos. Argensola fingía ―¡literato al cabo!― no creer en el cielo azul que todos vemos; pero el pueblo ―poeta, verdadero poeta ante todo― cree en el cielo, no siempre azul, que siente, en ese cielo por el que desfila en procesión misteriosa la santa compaña; en ese cielo en que es una realidad la estatua del comendador.
¿Quién ha dicho que es irreligioso, que es incrédulo, el pueblo que acude, ritualmente, cada año a la representación del misterio de Don Juan Tenorio? Y ahora va a decirse misteriosamente, íntimamente, subconcientemente, que del último paso que ha dado el pueblo español, de este paso de un régimen a otro, de esto que llaman revolución, ha de responder el cielo. Todas las otras responsabilidades ―o irresponsabilidades― le tienen sin cuidado ni cuita. El pueblo de Don Juan Tenorio, el de Segismundo, el de Don Álvaro, el pueblo pagano y cristiano ―es decir, católico―, el del eterno Purgatorio, cree en el cielo, en ese cielo que unas veces le estraga con la sequía sus cosechas y otras se las arrasa con pedriscos o se las inunda con avenidas. Y cree en ese cielo para descargarse de responsabilidad. Y esta creencia no se la arrancaréis con pedantescas racionalidades pedagógicas. Declarad en el papel que no hay religión del Estado; pero la hay nacional, y es la del pueblo que vive de misteriosidades, y por ellas. “De mis pasos en la tierra responda el cielo, no yo.”
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