El Sol (Madrid), 26 de agosto de 1931
¿Guerra civil? Sí, guerra civil, aunque incruenta, y por esto más íntimamente trágica. Guerra más que civil, que habría dicho aquel cordobés prehispánico que fue nuestro Lucano. Guerra intestina familiar, doméstica, no pocas veces. ¿Recuerda el lector aquellos estertores del Imperio hispánico en América, cuando los hijos de los criollos de padres peninsulares despreciaban y hasta insultaban en casa a estos ―y más si las madres son criollas― y los vejaban con motes? Pues a esto estamos volviendo. Hay algún pobrecito Pérez que ve su nombre reducido a una P y aun a menos de eso. Hay ya tragedias familiares que son mucho más trágicas que una guerra civil de sangre corpórea.
¿Que de esto no se debe hablar? ¿Que herimos sentimientos? Hay que herir sentimientos para despertar sentidos. Hay que herir el sentimiento ―resentimiento más bien― de la particularidad para despertar el sentido de la universalidad. Y ahora que los pedagogos nos empiezan a hablar tanto de la escuela única, hay que hablar de la patria única. De la patria única española. Española universal.
¡Ay! Cuántas veces en estos días de trágica guerra intestina, más que civil, hemos recordado aquellos versos, que más de una vez hemos comentado, de Hernando de Acuña, el poeta del Emperador Carlos V:
una grey, un pastor solo en el suelo,
un monarca, un Imperio y una espada.
Que traducidos en republicano para los perezosos mentales del republicanismo mítico y mágico dicen: “¡Un poder, una ley y un ejército!” Un poder ―“arquía”―, uno solo ―“monos”―, ejercido por un pueblo, por un solo pueblo soberano. No por varios pueblos. La soberanía no se fracciona. No caben co-soberanías populares. Los pueblos, así, en plural, son buenos para el “folklore” ―dejémoslo en inglés―, para el amigo “Azorín”. Y una ley, que es un Imperio. Y una espada, un ejército. No miqueletes, ni miñones, ni somatenes, ni guardias cívicas locales o regionales. Ni siquiera policías particulares. Lo que facilitó las guerras civiles cruentas de nuestro siglo pasado fue que en su verdadero foco no había servicio militar obligatorio para España, que mis paisanos no servían al Rey.
“¡Un monarca, un Imperio y una espada!” ¿Y ahora? Ahora una cruz, una cruz sola para todos. Al final de su espléndido poema “Patria” nos presentaba Guerra Junqueiro ―¡lo que le viví y lo que le recuerdo!― a Portugal crucificado, y en la cabecera de su cruz, este letrero fatídico: “¡Portugal, Rey de Oriente!” ¿Y España? Quién sabe… ―¡sólo Dios lo sabe!―, quien sabe si será crucificada en el leño, en la tabla de una Constitución, y en su cabecera este I. N. R. I.: “España, Reina destronada de ambos mundos.” Y así como este I. N. R. I. del Cristo estaba en tres lenguas, en hebreo, en latín y en griego (Juan, XIX, 20), así este de España será también para más inri, trilingüe. En las lenguas que dividieron a los padres de los hijos, a los hermanos de los hermanos, en las lenguas de los sentimientos y resentimientos particulares y no en la lengua española del sentido universal, imperial, del sentido de la personalidad integral. Cosa terrible cuando Robinsón defiende su islote a tiros de espingarda contra la invasión de los que cree piratas del océano.
Al Cristo le crucificaron por antipatriota, lo hemos dicho y explicado con textos muchas veces. Por antipatriota y por incomprensivo. El de “dad al César lo que es del César”, suprema fórmula cristiana del imperialismo gibelino, no era un pactista. Ni lo era aquel enclenque judío de Tarso, aquel apóstol de los gentiles que evangelizó en su griego roto, aquel Pablo, el Saulo de Damasco, que se erguía ante los pretores diciendo: “¡Soy ciudadano romano!” Ni podría serlo de otro adjetivo. Que no había ciudadanos judíos. El fariseo ni el escriba no eran ciudadanos. La ciudad era del César, de un solo poder, de un solo imperio. La realeza de Herodes no lo era de ciudadanía.
Guerra más que civil y peor que cruenta, guerra intestina, guerra doméstica. Y hay que abrir los ojos y el corazón a ella. Y se oye: “¡Crucifícala! ¡Crucifícala!” ¿Nos salvará de ella un pacto? La convivencia no se pacta. No es cosa jurídica.
¡Ah!, sí. ¿Que hay cosas que se deben callar? Pues bien, ¡no! Lo que hay que decir son las cosas que se dice que no deben decirse. Oportuna e inoportunamente, que decía el enclenque judío de Tarso. Y hay que hablar de la guerra civil vigente. Y guerra, ¿para qué? ¿Para sacudirse de alguna opresión, de alguna esclavitud? Hombre o pueblo que se está quejando de su esclavitud es que se siente con alma de esclavo. Como todo resentido que padece manía persecutoria. Mas de esto, otra vez.
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