El Sol (Madrid), 12 de agosto de 1931
Venimos observando una tendencia, hija de pereza mental revolucionaria, a creer que se solucionan cuestiones no más que con motes. Los de república, republicano, revolución, revolucionario y otros de la misma laya adquieren ya un sentido mítico y hasta mágico. Y junto a ellos, para condenar ciertos hechos, cuando no se encuentra bien a mano la justificación histórica de la condena, basta con achacarlos a la Monarquía, así, sin más. Basta decir de algo que es de origen monárquico para que se dé a entender haberlo dicho todo. ¡Santa simplicidad y bendita pereza!
Pero ¿es que en los siglos de Monarquía española unificada no hubo pueblo español, y este pueblo español no tuvo voluntad, también española, y no la incorporó a la Monarquía con que se daba a sí mismo unidad? Y voluntad muchas veces radical, es decir, de raigambre y de raíces. Voluntad radical española, de raíces y no sólo de follaje, no sólo de hojas, aunque estas sean hojas de papel, de papeletas de voto. Y la voluntad radical, la de raíces, se afirma y sustenta bajo el suelo, en el seno de la tierra oscura que une los que fueron a los que serán, en las entrañas mismas de la nación, de la patria común. Mientras las hojas, que se mecen a todos los vientos, se ajan y pudren pronto, las arrastra el viento del otoño y forman mantillo que va a abonar las raíces que darán otro follaje, otra hojarasca. Pero la hojarasca, a las veces sonora cuando la menea vendaval ―“vent d'aval”, viento de abajo― no es la raigambre soterrada y silenciosa y continua.
¡La voluntad nacional radical! Aquí mismo marcamos una cierta distinción entre la República española y la España republicana. Pues bien; ha habido en siglos una Monarquía española y una España monárquica, voluntaria y radicalmente monárquica, una España que se sentía un poder ―“arquía”―, uno ―“monos”―, esto es, monárquico, y aun aparte del linaje carnal y perecedero que simbolizara ese poder.
En Francia, cuando Luis XIV decía: “El Estado soy yo”, y no se refería a su pobre yo individual, mortal y frágil ―¡y tan frágil!―, sino que quería decir que es Estado era la nación francesa, una y radical. Y cuando la Revolución francesa, francesa, o sea nacional, degolló a su pobre descendiente, el bonachón y fragilísimo Luis XVI, siguió la nación revolucionaria y republicana diciendo: “El Estado soy yo”. Es que sentía su imperio. Y tan le sentía, que trató de sembrar su revolución por todo el mundo, imperialmente. Revolución imperial la francesa, como lo es en el fondo la rusa bolchevique, heredera del imperialismo zarista. Y se asentó y afirmó en la Revolución francesa el Imperio napoleónico; su colmo, el Napoleón, el corso insular que encarnó la nación continental francesa, podía haber dicho: “¡El Estado soy yo!” Y caído luego el Segundo Imperio, con el pobre Napoleón III, vino la tercera República, la actual República monárquica, que con sus actos va diciendo: “¡El Estado soy yo!” Representa a la nación francesa una y radical, la que hunde su raigambre en la tierra común, oscura y silenciosa, sobre que ruedan las hojarascas del sufragio. Y la voluntad popular común sigue subconsciente.
Tuvimos, sí, una Monarquía española, mejor, una realeza que en su forma dinástica se ha hundido, quisiéramos creer que para siempre; pero tuvimos también una España monárquica, que, si no en pie, sigue bajo el pie del árbol, en la tierra materna que guarda a los fueron y a los que serán. Y ésta es la España imperial. Y si sus raíces no se estremecen cada vez que sobre el solar rueda la hojarasca amarillenta y ahornagada a que arrebata el “vent d'aval”, el viento de abajo, es porque la raigambre sabe lo que es y lo que vale el follaje. La España monárquica, es decir ―entendámonos, perezosos de mente―, la del Poder ―“arquía”―, uno ―“monos”―, no era la Monarquía española histórica, como institución jurídica; era la España que sentía su imperio, la España radical. El gran poeta imperial de Roma, Virgilio, cantó: “Italia, Italia, Italia”, y esta estremecida jaculatoria pasó al gran gibelino Dante, y al gran gibelino republicano Mazzini, y al gran gibelino republicano Carducci. Y los güelfos se quedaban de lado rumiando particularidades feudales y podercillos temporales, y distincioncillas escolásticas y eclesiásticas, con dialéctica dialectal.
Y los güelfos en España ―¡España!, ¡España!, ¡España!―, ¿qué harán? Porque no creemos que se les ocurra a los descendientes de los almogávares hacerse de nuevo a la vela, llevando a bordo a un Montaner, a la conquista de un nuevo ducado de Atenas. A encontrarse acaso, allá, en Grecia, con unos chuetas que hablan español de la más grande España, de esta radical ibérica y de sus retoños ultramarinos. ¡España, España, España!
El Estado es España. Y es la Nación. Nación, aunque sin Rey ―gracias a Dios―, monárquica en el sentido que hemos explicado a los perezosos del mito y la magia revolucionaria.
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