El Sol (Madrid), 22 de octubre de 1931
En el folleto Los jesuitas de España: sus obras actuales, que ellos mismos, los jesuitas, han hecho publicar para defenderse ―tan mal como suelen hacerlo―, citan entre los suyos ―“los nuestros” es su expresión estereotipada― como a “impulsores de la cultura” al P. Mendive, “sutilísimo filósofo y teólogo e invencible controversista”. Tuve que conocer ―tener que, ¡terrible cosa!― gran parte de la obra del “sutilísimo” P. Mendive, S. J., y hasta tuve que preparar a un alumno por alguno de sus tratados, entre otros el de Psicología. Y aprendí cosas bien peregrinas en él. Entre otras, que los nervios no pueden vibrar, porque para ello sería menester que estuviesen sujetos por los dos extremos y tirantes. Así como una cuerda de guitarra o de violín. Concepto ―o seudoconcepto― de la vibración que no es de ciencia física, ¡claro!, sino más bien metafísico o acaso teológico. Teológico jesuítico, por supuesto. ¡Lo que me burlaba yo entonces ―hace más de cuarenta años― de esas y otras ideas ―¿ideas?― del “sutilísimo filósofo y teólogo e invencible controversista”! No menos que de las peregrinas teorías lingüísticas y filológicas del P. Fidel Fita, infatigable camelista y uno de los que más disparates han dicho del vascuence al tratar el gerundense de la España primitiva. Sin contar la ristra de despropósitos que metió en la parte etimológica de la edición decimotercia del Diccionario de la Academia Española de la Lengua. Pero ahora tenemos que volver a la imaginación ―más bien que concepción― mendiviana de las vibraciones. Y más cuando esto de vibración y vibrar está de moda en el sector que se llama izquierdista. ¡Las veces que hemos oído hablar, con unción antijesuítica, de vibración ciudadana!
Sí, me era fácil reírme, allá en mis mocedades, de la imagen mendiviana de la vibración de los nervios; pero ahora voy volviendo a esa primaria interpretación. No ya los nervios, pero el espíritu público español, la opinión pública, está vibrando ―no sabemos si longitudinal o transversalmente o de otro modo―, y si está vibrando es porque el espíritu público español está hoy sujeto por los dos extremos y tirante o tenso. Sujeto por los dos extremos, por los que llamamos “extremos”, y tirante. Porque la tirantez del actual espíritu público español es evidente. A la cuerda espiritual de nuestro pueblo no le dejan aflojarse y descansar. Y he llegado a pensar si es que no hay una mano invisible y soberana, la del Cristo Rey de los jesuitas ―que apenas tiene que ver con el Jesús del Evangelio, que huyó para que las turbas no le hiciesen rey―, o la del Gran Arquitecto del Universo ―que no pasa de contratista―; una mano que maneja un gran arco de violín o tañe con sus dedos en esa cuerda pública vibratoria. Y los extremos no la sueltan.
El folleto Los jesuitas en España es algo lamentable, lamentabilísimo. Todo lleno de argumentos, si es que así puede llamárseles, estadísticos, cuantitativos y no cualitativos, de argumentos catalógicos, o sea de catálogo. Diríase que el mérito de un publicista es la prolijidad. Y saben, sin embargo, los jesuitas, que un pequeño librito, ligero, suelto, ágil, como las Provinciales, del formidable Pascal, puede caer sobre un Instituto con más peso que una serie de ingentes mamotretas de historia exhaustiva. Como, por ejemplo, los ocho ponderosos volúmenes de la Historia de la Compañía de Jesús en la asistencia de España ―me los he leído los ocho―, del P. Antonio Astrain, que constituyen, ciertamente, un trabajo muy bueno. Porque de todo lo que de los actuales jesuitas españoles conozco, es lo único que se salva. No es una obra que vibra, pero sí que enseña, y, a pesar de su extensión, de muy amena y sustanciosa lectura. La “Vida de San Ignacio” que hay en ella es excelente, y sin las mentecatadas gonzaguescas de la hagiografía edificativa.
Aunque ¡claro!, para amenidad eutrapélica, está mejor el librito de Novelistas buenos y malos, del P. Pablo Ladrón de Guevara, también de los “nuestros” ―quiero decir de los suyos―, que supera al Bertoldo. Y esto nos trae como de mano a aquel llamado antaño “áureo libro”, El liberalismo es pecado, del presbítero, no jesuita, Sardá y Salvany, hoy injustamente olvidado. ¡Contribuyó tanto al actual triunfo de Luzbel! Pero de este librito El liberalismo es pecado ―¡qué hallazgo el del título!― hay ahora mucho que decir. ¡Y aquello de que ser liberal es peor que ser asesino o adúltero!… ¡Pobres liberales!
¡Pobres liberales! Y qué papel están haciendo en esa cuerda tirante del espíritu público español de hoy, cuerda sujeta por los dos extremos. In medio virtus, en el medio está la virtud, se dijo. Y ese pecado de liberalismo, entre los dos extremos que sujetan al espíritu vibratorio, resulta ya una virtud. ¡A qué tiempos hemos llegado, Señor!
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