Ahora (Madrid), 26 de junio de 1936
Hoy no voy a hablaros desde aquí, habituales lectores míos, de don Estanislao Figueras, como lo hice no hace mucho —¿os acordáis?—, sino de don Baldomero Espartero. Pero tanto monta. Que si éste, don Baldomero, no huyó como aquél, don Estanislao, del Poder supremo del Estado, dejándolo en desamparo, fue echado de él, nada menos que de la Regencia del reino, y ya recordaremos cómo y por qué. Mas antes he de recordaros, mis habituales lectores, aquel otro
Comentario que publiqué aquí mismo, en el número del 14 de diciembre de 1932, al comentar el interesantísimo libro de nuestro Romanones
Espartero, el general del pueblo, hoy tan de actualidad como entonces y como todo lo que Romanones escribe y dice. Titulé a mi Comentario aquel: “¡Ay mi jardín, mi jardín!”, frase entrañada del general —duque de la Victoria— a su chiquita, a su mujer, en carta escrita en vísperas de su victoria de Luchana, la que preparó el abrazo de Vergara. Que también don Baldomero tuvo su “jardín”. Y dije en aquel mi Comentario al libro de Romanones que en aquel “¡ay mi jardín, mi jardín!” se le fue al general del pueblo “toda el alma de manchego casero y quijotesco, todo aquello por lo que su generación le consideró como salvador de la Patria”. Hasta que le desconsideró.
¡Riego y Espartero! He aquí dos símbolos del liberalismo doceañista, el de nuestro siglo XIX. Cada uno de ellos tuvo su himno, aunque el de Riego ha sobrevivido al de Espartero, y no por su superioridad artística. Espartero no fue un pobre exaltado como Riego, sino un hombre cauto, bastante astuto y a quien, además, le ayudó la suerte. Soldado en Ayacucho, cuando el reino de España perdió realmente la América continental; vencedor de los carlistas en Luchana —junto a mi Bilbao— y acabador de la guerra civil con el abrazo de Vergara. Y luego, ídolo de los liberales progresistas, que arrojaron de la Regencia del reino a la viuda de Femando VII, doña María Cristina de Borbón, madre de Isabel II, y después señora de Muñoz, elevado a duque de Riánsares.
El bagaje ideológico de don Baldomero era escaso y muy sencillo. Acaso se cifraba en aquel su famoso: “Cúmplase la voluntad nacional.” Porque el general del pueblo tenía de todo menos de pedante ni de definidor. No se sabe que disertara sobre la autenticidad, la esencialidad ni la sustancialidad de su constitucionalismo monárquico y liberal. En cuanto a escribir, no escribió mucho, y lo mejor de ello, sin duda, sus cartas a su mujer. Aunque Romanones nos hizo saber que había escrito hasta un soneto, que revela “la sencillez de su espíritu”, a la reina gobernadora, doña María Cristina, de la que el conde nos deja vislumbrar que anduvo algo enamorado. Y que los sonetos revelan sencillez de espíritu puede asegurároslo este comentador aquí.
El general del pueblo acabó echando de la Regencia del reino a la reina madre y sustituyéndola en ella. Pues así fue, ya que en las Cortes de 1841 fue elegido regente don Baldomero Espartero por 179 votos contra cinco por la reina Cristina, 103 por Argüelles, uno el conde de Almodóvar y uno el brigadier García Vicente. La votación no fue muy lucida, y se la debió el general no a los dos partidos constitucionales ni siquiera al progresista, sino a una fracción de éste. Verdad es que sin coaliciones. Y así fue cómo don Baldomero pudo retirarse a la Regencia del reino, de la que antes de cumplir su mandato fue echado, a su vez, al grito de: “¡Fuera Espartero!”, en 1843, y huyó a Cádiz; de Cádiz, a Lisboa; de Lisboa, a El Havre, donde se unió con su chiquita, y de allí, a Londres. Luego volvió a su España, pero para retirarse a Logroño, con ella, a cultivar su jardín. Arrojado del Poder supremo, se anticipó la declaración de mayoría de edad de Isabel II, que juró el 10 de noviembre de 1843. Y a la que quedó rendido y obligado el que había sido su regente.
Pero ¿cuál fue la causa íntima de aquella deposición violenta del regente? Parece ser que se la predijo y se la explicó su antecesora en el cargo, la reina regente, doña María Cristina, al decirle que así como a ella se la echaba por no haber sido regente de todos los españoles, y ni siquiera de todos los dinásticos de su hija —llamados “cristinos” frente a los carlistas—, sino de una parte de ellos, así se le echaría a él, al general del pueblo, al progresista, por entrar a ser regente de un partido. Claro está que entonces el regente, el de “¡cúmplase la voluntad nacional!” —la de hacerle a él regente—, no puso topes ni a lo que hoy llamaríamos derecha e izquierda, ni en los carlistas o absolutistas, de un lado, ni, de otro lado, en los republicanos, que éstos no los había entonces. Ni aparecieron con alguna valía hasta después de la revolución de septiembre de 1868 y el subsiguiente fugaz reinado de don Amadeo de Saboya. Y es de recordar que cuando se iba a restaurar la monarquía —aunque no la borbónica—, Prim ofreció la corona a don Baldomero, que, ¡es claro!, enamorado de su jardín, la rehusó. Aunque no la hubiese obtenido, pues ni sus más fieles le querían ya para rey. Era demasiado.
Don Baldomero cayó de la Regencia porque no pudo —o acaso, lo que es peor, no supo— ser regente de todos los españoles, monárquicos o no. Y eso que ni a él ni a ninguno de sus secuaces se le ocurrió la insensatez de declararse “beligerante” en la guerra civil que continuaba latente, ni de hablar de “aplastar” a los adversarios, aunque sí, en cierto modo, de ligarse a pactos que coartasen la obligada neutralidad del Poder supremo en las luchas civiles de los partidos. Pero al general le llevó a la Regencia un partido político, y así le salió ello. Y así le costó a España, supeditando el régimen a lo que se llamaba —y se llama— política y es otra cosa. Política de partido, que es antipatriótico inspirar, y menos dirigir, desde una Regencia.
Véase, pues, cómo si don Estanislao Figueras tuvo que huir de España por no poder atajar la anarquía que la devoraba, y que acabó con aquella apenas si añoja República de 1873, a don Baldomero Espartero hubo que echarle porque el general del pueblo no supo, no quiso o no pudo serlo de todo el pueblo. ¡De todo el pueblo! No supo, no quiso o no pudo, o no le dejaron ser de todo el pueblo, con su frente, y su coronilla, y su pecho, y su espalda, y sus dos costados. Que el vencedor de Luchana y el del abrazo de Vergara no estaba llamado a hacer otra España. Ni, en rigor, se proponía tal cosa el manchego de su jardín. Era más discreto que como para eso. No concibió así la “política” el general del pueblo, que al decir: “Cúmplase la voluntad nacional” no pretendía interpretarla él. Ni menos conocerla mejor que otros.