Ahora (Madrid), 12 de mayo de 1936
A la vista, a la audiencia y hasta al toque de estallidos populares de locura comunal, que recuerdan ciertas epidémicas enfermedades mentales de la Edad Media, vuelve uno la atención al pavoroso problema de la relación entre la conciencia colectiva y la individual. Y se pregunta si los individuos que forman la masa afectada por el morbo mental son realmente individuos, si tienen conciencia personal. Triste síntoma de grave dolencia popular la que en épocas pasadas atribuía a los judíos envenenamiento de fuentes o aplicación de unturas y que hace un siglo llevó aquí, en España, a la matanza de frailes por la acusación de que envenenaban las fuentes. Y pensando en ello se pone uno a reflexionar sobre el trágico hundimiento de la conciencia individual, del buen sentido propio humano, en lo que se llama el sentido común. Y en el ahogo del hombre en la humanidad.
Pensando en esto, en cómo se encuentra desamparada y sin asidero de salud cualquier alma conciente de sí misma en este suelo social, que no es firme asiento de roca, sino movedizo tremedal, pensando en esto he venido —según mi costumbre— a fijarme en un dicho muy corriente, cual es el de que “por el hilo se saca el ovillo”. Y escudriñándolo he venido a parar en si no cabría también decir que “por el ovillo se saca el hilo”.
Entiendo aquí —metafóricamente, se entiende— por ovillo la madeja social, el complejo de creencias, costumbres, instituciones y demás cosas colectivas, y por hilo, la vida individual, la vida interior —y hasta íntima— de cada miembro vivo del ovillo. Y me vengo a preguntar qué sentido —y con el sentido, qué sentimiento— de su propia vida individual puede cobrar en este tremedal de la sociedad de hoy una pobre alma perdida que se pregunta su propio destino, su propia finalidad.
En un precioso ensayo del ruso Wladimiro Astrow leo esto: “La Prensa soviética no gusta hablar de estas cosas; pero rompe aquí y allá el espeso muro de la censura el grito de las almas por aire libre. La Komsomolskaja Prawda informa de íntimas confidencias y quejas de la juventud obrera sobre el vacío y desamparo de su vida “¿Qué importa que tenga ya diecisiete años y que se me llame ya una moza? —dice la obrera Schura Waldajewa—; lo que se me debería explicar es lo que me falta; yo no lo sé. Los jóvenes creen que yo soy brutal y esquiva. Puede ser; pero lo que yo sé es que mi carácter es malo. Pero ¿de dónde viene esto? Si lo supiera, podría corregirme. ¿Cursos políticos? Sí, asisto a ellos. ¿Qué sea el socialismo? Lo sé; se ha tratado la cuestión. Es que se reparta no según las necesidades, sino según las capacidades. Lo que yo quisiera saber es para qué vivimos propiamente. Ahora vamos al trabajo, volvemos a casa, vamos a reuniones o lo que sea. ¿Y después? ¿A qué todo esto?”
¡Pobre Schura Waldajewa, a la que nadie, según parece, le da a conocer la finalidad del trabajo, la finalidad de su vida misma, el sentido de ésta! ¡Pobre trabajadora de la clase que sea a quien no saben explicarle la finalidad, el sentido de la clase de su trabajo! A sus abuelos les explicaban que el trabajo era un castigo a un cierto pecado original; pero a ella, a esa pobre moza, no aciertan a explicarle qué sea, moralmente, el trabajo. ¡Y cuidado que se está fraguando una mitología y hasta una mística del trabajo!
En el artículo 48 de nuestra mirífica Constitución de una República democrática de trabajadores de toda clase, artículo que es un monumento de vacuidad y de galimatías pedagógicos —y sabido es que de todas las vacuidades, la más vacua es la pedagógica—, se dice, entre otras cosas, que la “enseñanza será laica, hará del trabajo el eje de su actividad metodológica y se inspirará en ideales de solidaridad humana”. Todo lo cual, bien examinado, no quiere decir nada concreto y claro ¡Eje de la actividad metodológica! Cualquier pobre hombre sencillo del régimen eterno podría haberse figurado que el trabajo de enseñar y el de aprender a hablar bien, a leer, a escribir, a contar, a conocer las cosas de que se vive, era suficiente eje de actividad metodológica, aunque aquel pobre hombre sencillo no entendiera qué es eso de la actividad metodológica. En cuanto a lo de laica...
Muchas veces he dicho sobre ello y tendré aún que decir. Lo de laico es un término completamente indefinido, aunque parezca otra cosa. ¿No confesional?, se dirá. Pero el laicismo que aquí se predica es confesional. Ni puede ser de otro modo, pues a una confesión no se la combate sino con otra confesión. ¡Enseñanza neutral! ¿Neutral? Si uno tiene que confiar la crianza de un hijo a una nodriza, ¡trabajo le mando si va a buscar una con leche neutral, esterilizada o pasteurizada! La leche de la nodriza —como la de la madre— lleva el dejo de los humores de ella. Y así, un maestro o maestra cualquiera, si es persona, que tiene sus creencias y sus increencias, su confesión, su visión y su sentimiento del mundo. Ahora, ¡si ha de limitarse a administrar el biberón pedagógico y metodológico...! Que tampoco es neutral.
A la pobre Schura Waldajewa no han logrado darle conciencia de la finalidad del trabajo, y con esto de la finalidad de su vida, aquellos inhumanos pedantes, trabajadores de la actividad metodológica, que recuerdan al inmortal maestro de escuela de la novela de Dickens Hardtimes. El de “¡hechos, hechos, hechos!” ¿Materialismo histórico? Sí; cuando revienta un tumor en esta sociedad emponzoñada, lo que sale es materia. Lo que el pueblo no sofisticado llama aquí, en España, materia, esto es, pus. ¿Qué otra cosa sino materia es lo que sale de esos reventones de locura colectiva? Pus y sangraza.
Claro está que todo esto que vengo diciendo aquí —y lo que ha de seguir al mismo hilo, pues hay tela cortada— en mi lector, individual, y yo, a solas, por así decirlo, no lo diría ante un público, y al efecto he renunciado a conferencias públicas, al menos en España. No, no voy a exponerme a que me regüelden interrupciones, ya que no a que me espurrien materia. Mi actividad metodológica no llega a eso. Harta tristeza le infunde a uno la lectura de esos debates parlamentarios, que también son reventones de locura colectiva. Porque ¿hay quién lea sin pena esos diálogos de cominería, y de “más eres tú”, y de “vosotros lo provocasteis”, y de “¿qué pasaba entonces?”, y lo por el estilo? Disputas de corral. Y a eso habrá quien llame ¡“exigir responsabilidades”! Mas en nada se diferencia de denunciar envenenamientos de fuentes, unturas de morbos o reparto de pastillas.
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