Ahora (Madrid), 20 de mayo de 1936
Se pone la tarde. Me llega del Poniente una campanada eclesiástica, fundida con el lejano ladrido de un perro. ¡Cuánto han ladrado los perros a las campanas! Pienso en que voy a pensar y en qué voy a pensar. Pensar en paz, pero no en la paz. El cielo está en el horizonte ponentino recocido. ¿Pensar en la paz? ¿Y cómo con el eco y el resón de las lecturas de los diarios de la mañana, del triste desayuno informativo? Noticias crudas, no filtradas, reducidas a titulares casi. Porque lo que sigue a esas titulares, a la letra gorda, es como aquella letra menuda de los libros de texto escolares, “lo que no se da”, que decíamos; nombres y señas y número de los muertos y de los matadores. Todo ello crónica como de cronicones medievales y no historias. Y de vez en cuando, los claros de la censura, uno de los más claros e indicativos síntomas del entontecimiento progresivo de los que mandan. “El cielo entontece primero a los que quiere perder”, dice el fragmento de Eurípides. ¡Y luego esas abrumadoras notas gráficas! Aquí está ese retrato del que habla en un mitin ante un micrófono, con la boca en o y el brazo en alto. ¿Pronunció, acaso, el discurso —o lo que fuere, pues lo que es discurrir...— para salir así en la hoja? Pero hay que pensar —es el oficio— para que piensen otros. ¡Y si llegáramos a pensamiento común!...
Y con todo eso de la abrumadora información escrita y gráfica, el recuerdo de las miradas agresivas de aquellos mozalbetes con los que uno se cruzó en la calle al ir a recogerse a casa. ¡La calle! ¡Tener que vivir en ella! Porque no a todos les es dado, como a nuestro Juan Ramón, embozarse en soledad sonora o buscar la humanizadora sociedad de inocentes animalitos irracionales, que, por serlo, no pueden enloquecer. Hay días y lugares, horas y sitios, en que el ambiente de la calle lo es de una indolencia salvaje. Las gentes sin conocerse, y por lo mismo, se miran como en desafío. Y hasta a los pobres niños —¡a los pobres niños!— los están criando en mala crianza. Mal criados acaso por mal nacidos, a descontento de sus padres.
Esa insolencia salvaje es hija de enfermedad colectiva, de locura comunal. Decía el pobre Nietzsche, el torturado soñador de “la vuelta eterna”, que el enfermo apetece lo que agrava y exacerba su enfermedad. Así, en los pueblos que cuando se empobrecen les entran locas ganas de destruir su riqueza. Y de ir repartiendo, y con el reparto acrecentando su pobreza.
Se pone la tarde, y encerrado en mi cuarto cojo con la mirada el recocido celaje del horizonte ponentino. Según va cerrándose la tarde en la noche y van abriéndose —naciendo— en el cielo las estrellas, se me va abriendo el ánimo a la llegada del sueño. De un sueño estrellado y Dios quiera que celeste. En que olvide la monotonía del escándalo y de la rutina de la estupidez colectiva. Recuesto al fin la cabeza en la almohada consultora y me dispongo a trasnochar el pensamiento, que tanta íntima fuerza cobra de la inconciencia. A ver si así logra uno hacer la crónica historia, o leyenda, que es lo mismo. Mientras dura el sueño, ¡qué palabras eternas nos dicta el silencio al oído del corazón! Son ellos, el sueño y el silencio, los que nos remozan a los viejos. ¿Remozar? Nos bautizan —o, mejor, nos rebautizan— en el mar sagrado de la inconciente vida prenatal. El antes del comienzo nos revela el después del acabamiento. Y el alma se nos hincha de lenguaje divino. Decía Leopardi, en su estupendo Cántico del gallo silvestre: “¡Mortales, despertaos! No estáis todavía libres de la vida. Tiempo vendrá en que ninguna fuerza de fuera, ningún intrínseco movimiento, os sacudirá de la quietud del sueño si no que en ella siempre, insaciablemente, reposaréis. Por ahora no os está concedida la muerte; sólo de trecho en trecho se os consiente por algún espacio de tiempo una semejanza de ella. Porque no se podría conservar la vida si no fuese interrumpida a menudo. Demasiado larga falta de sueño breve y caduco, es mal por sí mortífero y causa de sueño eterno. Tal cosa es la vida, que para llevarla es menester de hora en hora, deponiéndola, recoger un poco de aliento y restaurarse con un gusto y como si una porcioncilla de muerte.”
Repensando este pensamiento de Leopardi sobre la almohada consultora, se me viene a las mientes una ocurrencia de William James en su ensayo ¿Merece vivirse la vida?, al comentar la terrible predicación del suicidio, del poeta James Thomson, en su poema La ciudad de la noche terrible. Cita el pragmatista norteamericano pasajes del poeta inglés, y entre ellos éste: “Esta pequeña vida es todo lo que tenemos que aguantar; la santísima paz de la tumba es siempre segura”, y añade Thomson: “Medito estos pensamientos y me consuelan.” Y el pragmatista comenta “Entre tanto, podemos aguardar siempre por veinticuatro horas más, aunque sólo sea para ver lo que cuente del periódico de mañana o lo que nos traiga el próximo cartero.”
¿Lo que cuente el periódico de mañana? Lo mismo que contó el de ayer. Y esto sí que es una pequeña vuelta o revuelta eterna, espejo de la trágica “vuelta eterna” que torturó al pobre Nietzsche —y que era un pensamiento helénico—, como el sueño es espejo de la muerte. Pequeña vuelta o revuelta eterna que es lo que llaman algunos la revolución permanente. ¿Revolución? Motín y no más, con que se entretiene y se mantiene la estupidez comunal, a la que miman los que debieran corregirla. Y la miman mintiendo, que por algo se dijo: “Miente más que la Gaceta”. Mintiendo y creyendo, o más bien queriendo hacer creer que cuando llegue el último incendio se apagará con mangas de riego de tanques.
¿Que mañana será otro día? Mañana será el mismo día, el día del siglo. Y no faltará quien diga que todo esto lo traen los enemigos del régimen. Que es lo que se les ocurre a los mandones que piensan que hay ocasiones en que deben estar ciegos y sordos durante cuarenta y ocho horas. ¡Pobres hombres, que no saben conciliar un sueño de paz! ¡Y pobre pueblo!
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