Ahora (Madrid), 28 de abril de 1936
Aquí llega el primer hombre de nombradía nacional a quien conocí y traté al empezar a escribir a mis dieciocho años, mi paisano el poeta don Antonio de Trueba (Antón el de los Cantares) y le oigo que me pregunta malicioso y tartamudeando: “Diga usted, Miguel, ¿ese Gote, Guete o como se diga, tenía tanto talento como dice Menéndez Pelayo?” Y evocado así se me presenta don Marcelino, de quien fui alumno oficial en el curso de 1883 a 84 y que presidió, el 91, el tribunal que me dio cátedra y de que formó parte don Juan Valera. Y éste, ciego ya, empeñándose, años después, en su casa, mientras bebía coñac a lentos sorbitos, en convertirme al culto de la grandeza poética de Quintana con aquello de que escribió sus cantos con un órgano corporal que la decencia me impide especificar. Y de la Universidad se me viene Ortí y Lara dando con el índice en la mesa con esa: “¡esta es la cosa!”, Y aquellas oposiciones en que me amisté con Ganivet y éste en la horchatería. Y envuelto en los recuerdos universitarios de mi Madrid, aquel caserón de Astrarena, en la red de San Luis —hoy en ruinas—, entre Fuencarral y Hortaleza, donde me alojé primero, en 1880, en una de sus bohardillas, y donde más tarde, acabada mi carrera y juez yo, a mi vez, de oposiciones, acudía a una tertulia de la Sociedad de Autores. Y de allí me vienen Núñez de Arce, correcto y tiesecito, de quien nada recuerdo de lo que le hube oído, y Fernández Villegas (“Zeda”), melancólico, y Vicente Colorado, bilioso, y otros. Y Núñez de Arce me trae a Campoamor, a quien veo —y apenas oigo— muriéndose de frío, entre mantas y almohadas, en un sillón de su gabinete, hecho un horno. Y en la nubecilla de escritores, Pereda, confesándome aquí, a orillas del Tormes, que no le gustaba el campo. Y Galdós, en el banquete que nos dieron a él, a Cavia y a mí —cuestión de censura— y en que di las gracias por los tres, pues ellos ni podían ya hacerlo. Y Echegaray, acurrucado, como un gato en acecho, en una butaca de la Cacharrería del Ateneo y que al decirme que montaba en bicicleta, a sus años, por ser el medio de locomoción más individualista, le dije: “No, don José; el medio de locomoción individualista es ir solo, a pie, descalzo, escotero y por donde no hay camino”. Y al verle me pesa de aquella injusta protesta contra un homenaje que se le rindió y que firmé el primero. Y doña Emilia, discutiendo conmigo y a tomar notas para meter expresiones mías —¡y qué fielmente!— en Los tres arcos de Cirilo. Y Sellés, tan serio, y Taboada, tan por fuera jocoso.
Luego los catalanes. Mi Maragall, en su casa, y cuando al oír la campanilla del Viático en la calle, nos asomamos al mirador, y Eduardo Marquina me dijo luego: “¿No ha notado que vaciló en si arrodillarse?” Y yo: “Si lo hubiera notado lo habría hecho yo”. Y Rusiñol, durmiendo a pierna suelta, sobre un banco de tercera, en nuestro viaje a Italia, en 1917, y entrando en Venecia por el Canal Grande, una noche de luna llena y sin más luz que ésta en ella. Y luego los portugueses. Guerra Junqueiro, en Barca d'Alva, dándome una comida vegetariana, adobada por aceite de una lata de sardinas, al pie de un retrato de Tolstoi, o en otro de nuestras muchas entrevistas. Y Ramalho Ortigão, encantado de presenciar en el claustro de San Esteban, aquí, una procesión de blancos dominicos. Y luego los americanos. Rubén Darío, que viene a una casa de huéspedes, a ofrecerme la colaboración en La Nación, de Buenos Aires. Y Amado Nervo, disertando sobre la experiencia ultramundana en su casita de la plaza de Oriente, frente al Palacio Real, con el telescopio al lado. Y de esa plaza me viene mi paisano el poeta Ramón de Basterra, a leerme el manuscrito de La obra de Trajano, poco antes de su primer ataque de la locura que acabó con él. Y otros escritores a quienes apenas si entreví y conversé con ellos de paso: Eusebio Blasco, Ramos Carrión, Vital Aza, Ferrari… Clarín no se me presenta, pues aunque crucé cartas con él, jamás le vi ni nos hablamos. Y de los franceses, en París. Richepin, ya muy viejo, diciéndoseme turanio, gitano y vasco. Y el gran escultor Bourdelle, que se murió sin hacerme, como quería, un busto, pidiéndome que le hiciese figurillas plegadas en papel y preguntándome si las hacía a plan previo o a lo que saliera, y yo, que de las dos maneras.
Y luego los políticos, con quienes tuve poco trato. Canalejas, a quien no le oí discurso —antes de habérseme hecho diputado constituyente sólo una vez pisé el Congreso—, preguntándome en su casa —un sábado santo— qué podría hacerse en Instrucción Pública, y yo: “Meter en cintura a S. M. el Catedrático”. Pablo Iglesias, sin vista para el paisaje del campo, hablándome, carretera de Zamora arriba, de su afición al teatro. Don Francisco Silvela, en su casa, desahogándoseme en amargas reflexiones de desesperado. Simarro, presidiendo mi sonada conferencia de la Zarzuela, y Luis Bello, que al salir de ella me decía que había yo perdido la ocasión de haberme hecho con un partido. A lo que yo: “¡Jamás pensé en eso!” Salmerón, reprochándome solemnemente, en su despacho, mi pesimismo a cuenta de un artículo que publiqué en La Democracia, la suya, que dirigió Altamira. Sánchez Guerra, en Bayona, desterrado yo por no plegarme a la dictadura Primo de Rivera, mi víctima.
Luego se me retrae la nube acá, a Salamanca. Dorado Montero recitando a Leopardi, a quien se sabía de memoria; el obispo P. Cámara, con su ademán y su voz elegantes, quejándose de los integristas, entre ellos don Enrique Gil Robles, con quien contendí en claustros universitarios. José María Gabriel y Galán, el poeta charro, a quien di a conocer a Pereda y a otros muchos antes que el obispo lo conociera.
Y se me presenta Costa, sollozando al final de un discurso aquí, en Salamanca. Y Cajal aconsejándome que no trabajase tanto para poder ahorrar vida. Y tantos otros. Y el fantasma más fresco, así como el más viejo, el de Trueba, el de Valle Inclán, acariciándose la larga barba blanca en el pasillo del Ateneo. Y don Francisco Giner en su gabinete, al pie del retrato del salmantino Ventura Ruiz Aguilera. Y Cossío, en su lecho de quietud, encendiéndonos mutuamente en liberalismo. Y todos ellos, y muchos más confundidos unos con otros, sin más lazo de unión que la muerte unificadora y purificadora, formando una masa. Y haciéndoles coro y corro los otros, los más íntimos, los más familiares, los innominados para el público, los de más dentro, los más míos. ¡Y en lo hondo... ella! Y me vi, fuera de mí, entre ellos, que me llevaban consigo, en otro mundo fantasmático.
Al despertar un momento vuelvo a coger los diarios y me digo: “También estos que me fastidian tanto serán consagrados. Algunos en mi memoria; yo antes en la de los más de ellos”. Y de nuevo me arropa la manta de la paz del sueño. Y viene otra procesión y en ella otros que no se quejan de que no les advirtiera antes, pues en los muertos se mueren los celos y las envidias de la vida. Que ya no hay posteridad para ellos, sino anterioridad para nosotros, los que nos hemos de morir. ¡Y qué anterioridad! Diríase que se nos fue hace siglos ese que se nos murió ayer no más, y que aquel que se nos murió hace siglos se nos fue no más que ayer. Nubes, nubes, nubes. Y niebla. Tal la historia.
Y allá va esta hoja. ¿A perderse en la mar del olvido?
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