Ahora (Madrid), 17 de abril de 1936
“¡Santo Dios! ¡Santo Dios! ¡Se han desencadenado las potencias todas infernales!” —me dijo con un énfasis inconcientemente cómico y llevándose las manos al caletre. (En él, de ordinario, testuz.) Me le quedé mirando un rato, y le repuse: “¿Infernales? ¡Mas bien limbales!” Y él: “¿Y qué es eso?” Con cierto recelo de que estuviese por dentro riéndome de él, pues es de los recelosos. Y yo: “¿Usted sabe lo que es el limbo?” A esto se me amoscó, y: “No estoy seguro, pero en fin, como usted lo ha de saber mejor que yo...” Me sonreí con lástima y le dije: “¿Quiere usted que empecemos por una pequeña excursión lingüística?” Y él: “Muy bien; nos vendrá bien a los dos y usted se lucirá, sin duda”. Resultó que él no sabía del limbo sino aquel lugar mítico a donde le habían enseñado que van las ánimas de los pobres niños inocentes que se mueren sin bautismo.
Limbo le dije que es —como el lector sabe conmigo— lo mismo que margen, borde y en casos: umbral. En el juego de pelota a ble —o ple— con frontón, limbos se llaman a las líneas que en el frontón y en el suelo marcan la falta. Aquí, en Salamanca, he oído llamarle, por los chicos, a esas líneas “imbos”, quitándole la ele del artículo. En italiano, “lembo” es borde, margen u orilla, Y luego pasé a decirle cómo las potencias limbales son las marginales, las de los bordes u orillas, las de los extremos. “Hay —le dije— potencias celestiales, o del cielo; potencias infernales, o del infierno; potencias purgatoriales, o del purgatorio, y potenciéis limbales, o del limbo.” Y él entonces: “Bueno, pero ese limbo, margen o borde, ese del juego de pelota a ble...” Le interrumpí: “A ese limbo del juego de pelota a ble también se le llama escás, aunque el diccionario oficial no lo registre”. Y él: “Bueno, ¿pero ese limbo qué tiene que ver con el de nuestro catecismo?” “Pues tiene que ver —le dije— en que las ánimas de esos niños inocentes e inconcientes duermen, sin ensueños, en el borde de la historia, al margen de ella.” “¿Entonces?” —me preguntó ya algo intrigado y ya sin hinchazón.
Entonces que es terrible la potencia de los que viven al margen de la historia, de los que no tienen clara conciencia de ella, de los que se alimentan de gestos, ademanes, contraseñas, gritos, y... camelos. De los que, siguiendo lo del famoso pasaje del catecismo jesuítico —y aunque sean del otro bando, del contrario, o mejor del otro extremo, margen o limbo— dicen: “Eso no me lo preguntéis a mí que soy ignorante, doctores —y quien dice doctores dice jefes o caudillos— tiene mi comunión o partido, que os sabrán responder”. Una vez iba yo por una calle de Madrid y pasó una chiquillería dando chillidos, a la que se acercó otro chiquillo preguntando: “¿Qué es lo que hay que gritar?” “Deporte político” —me dijo uno que me acompañaba—. Y yo: “¡Transporte, no!” Y él: “¿Pues?” Y yo: “Porque no transportan idea ninguna, ya que no las tienen, ni saben lo que se dicen”.
Potencias limbales, sí; terribles potencias de inconciencia. Cortejan a unas cosas que oyen y no entienden, y como no logran entenderlas, poseerlas, no son para ellos ideas. Y como a cortejar se le llama en caló “camelar”, esas cosas que oyen y no logran entender no son para ellos más que lo que decimos “camelos”. ¡Terribles camelos a las veces! Y luego hay pobres hombres, resentidos o fracasados, que se dejan arrastrar de la potencia limbal de esos inconcientes. En el un limbo, margen o extremo o en el otro. Porque es cosa fatídica lo de acercarse y no llegar.
Porque esto de que unas sedicentes juventudes —en parte lo son, sin duda— estén atosigando con tósigo de tontería furiosa a España, desde sus márgenes o limbos, se debe a que se sirven de ellas algunos que nunca tuvieron juventud alguna porque se les abortó. Y en esta trágica lucha de las generaciones —mucho más trágica que la lucha de clases— se otea una verdadera disolución mental —y por lo tanto moral— colectiva, una disolución intelectual no ya de la opinión, sino del espíritu, del ánimo público. Alguien dirá que una disolución es una resolución, que disolver un problema es resolverlo. Y, en efecto, muerto el perro se acabó la rabia. Pero..., ¿qué es lo que no se acaba al cabo?
Y lo más grave, lo irreparable acaso —es mi cantilena—, es la disolución mental, la demencia, que nutre al espíritu público con camelos, con vagas fórmulas faltas de contenido ideal. En moral, en política, en economía, se prendan los del limbo de cosas que equivalen a lo que en literatura se llamó el “dadaísmo”. Y se ponen a decir, y lo que es peor, a hacer tonterías catastróficas. O si se quiere revolucionarias, que catástrofe quiere decir revolución. ¿Tonterías? Sí, tonterías que algunos llamarían “reprobables”. Porque recientemente hemos oído calificar de “reprobables” a crímenes repugnantes cuando se decía que el móvil era social. O sea insocial. ¿Tonterías? Sí, hemos oído calificar de tonterías, más o menos reprobables, las quemas de iglesias y conventos. Y hasta de cadáveres desenterrados. Dándose el caso de que los incendiarios, los petroleros, que dejaban los templos hechos una “lástima” —no más que lástima—, no eran de los represados antes, no eran de los que fueron oprimidos, no eran de los que podían alegar una venganza. Y que los más vandálicos de esos sucesos sucedieron, en general, en lugares que no habían sido previamente castigados por una represión... ¿reprobable también? Porque la reprobabilidad tiene dos caras, y apunta a los dos extremos o limbos. La barbarie contrarrevolucionaria no es menor ni mejor barbarie que la otra, y a la inversa. Es la misma barbarie.
Los dos limbos son un solo y mismo limbo. Que ya nos lo dice al decir que los extremos, los limbos, se tocan, el refrán. La tontería, la demencia disolutiva, es la misma.
¡Potencias limbales! ¡Qué mal suena esto! Ya lo sé. Pero tampoco sé inventar otra expresión... más elegante. Porque lo que se suele llamar —abusivamente, de cierto— elegancia, se me resiste tanto y aun más que la tontería. ¿Aunque no serán una sola y misma cosa, la una tontería ingenua, grosera o en bruto, y la otra tontería sutil y refinada? ¿Cuál es preferible? ¿Sobre todo en un pueblo al que se le llama impresionable queriendo decir presionable? ¿Y no serán acaso consustanciales con los limbos —con uno y otro— tales o cuales tonterías, ya en bruto —en rústica—, ya encuadernadas en elegante pasta? Pero... ¡atrás!, que volver a aquello de las consustancialidades no es ya más que insustancialidad. Y mitología. Que para ésta basta con cielo, infierno, purgatorio y limbo.
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