Ahora (Madrid), 24 de abril de 1936
Se ha contado más de una vez la tragedia del autor que navegaba llevando su tesoro: las hojas de una obra —poema, novela, historia, lo que fuese— a la que acaso dedicó largos desvelos en largo tiempo y que en un naufragio vio, desesperado, que se le esparcían esas hojas sobre las olas de la mar. ¡Y no poder agarrarse a ellas como a tablas de salvación! Ni poder luego rehacerlas, revivirlas. La historia recuerda casos de éstos. Y alguno que hizo luego la incurable desdicha del autor y tal vez provocó su suicidio. Pero hay acaso otra tragedia, más frecuente, menos espectacular y más callada, y es la de aquel —autor o no— a quien una galerna del mar social de las pasiones, generalmente políticas —las que se dicen así— le arrebata sus memorias del pasado, de su íntima historia y le pela el alma.
¡Ay del que, lejos durante años del toque cotidiano con el hogar de su niñez, de su mocedad y acaso de su madurez, vuelve a verlo y se encuentra con que ya no lo conoce! ¡Qué hondo destierro! Encuéntrase en el hogar de sus muertos. Y quiero trascribir aquí lo que escribí al encontrarme, no hace mucho, al morírseme la hermana mayor, con un cuadrito que ella guardaba y en que había rizos de las cabelleras de mis hermanos todos cuando niños, y entre ellos, uno mío, de mis cinco o seis años. Y fue esto: “Este rizo ¿es un recuerdo / o es todo recuerdo un rizo?; / ¿es un sueño o un hechizo? / En tal encuentro me pierdo. / Siendo niño, la tijera / maternal (¡tiempo que pasa!) / me lo cortó y en la casa / quedó, ¡reliquia agorera! / ¡Fue mío!, dice mi mente; / ¿mío?; ¡si no lo era yo...!; / todo esto ya se pasó...; / ¡si me quedara el presente...! / Es la reliquia de un muerto, / náufrago en mar insondable; / ¡qué misterio inabordable / el que me aguarda en el puerto! / Este rizo es una garra / que me desgarra en pedazos; / ¡madre, llévame en tus brazos / hasta trasponer la barra!”
Quisiera uno recogerse a ratos para rehacerse su alma propia, atar el hilo —deshilvanado a trechos— de su vida para revivirse; pero la avenida —en catarata tal vez— de los sucesos históricos diarios, de la revolución de cada día, le rompen el recogimiento, le confunden en la memoria las memorias y no hay manera ni de meditar ni de recordar. Y como uno no es cartujo, no ve, ni muerto, al que fue. O se siente, a cierta edad —¡edad muy incierta!—, encorvado de alma como esos árboles de las costas azotadas de contino por temporales marinos, a que se les ve encorvados.
Propónese uno cada día no salir apenas de casa, o tal vez ni de su despacho, gabinete, cuarto o alcoba, para ir ordenando su pasado, revisando su vida; pero le tira la tertulia del café o del casino y se va allá a oír los comentarios —siempre los mismos y uniformes— a los sucesos del día, al último asesinato o a la última sesión de Cortes o a los recientes acuerdos de los partidos políticos, que son sucesos parejos. O toma uno los diarios del día y, ¡Dios mío, qué terrible fatiga! ¡Qué cansado todo ello! Las mismas firmas —no hombres— al pie de las mismas cosas, dichas del mismo modo. Y se acaba por perder el sentimiento y el sentido de la memoria histórica o comunal de la Historia, no del relato de ella. Y se pierden esos sentimiento y sentido por falta de lo que ha dado en llamarse la cuarta dimensión del espacio temporal. O, si se quiere, del tiempo espacial. No longitud o largura, ni latitud o anchura, ni profundidad u hondura, sino holgura, huelgo o aliento; vida en tiempo eterno. No visión a lo largo, ni a lo ancho, ni a lo hondo, sino sentimiento; mejor: entrañamiento, a huelgo, a respiración. No conocer lo que pasa, sino contemplar lo que pasa y vuelve, lo que se queda. Y lo que se queda es la esencia de la sustancia de lo que pasó. Y así uno se ahoga en el espacio desnudo y no más que espacial.
Hojas que se nos van, ahornagadas, amarillenta o rojizas, secas, como las de los álamos de la ribera en otoño, o a perderse en el río o a formar mantillo que abrigue el pie del árbol y abone su venidero follaje de primavera. Y deja uno, desalentado, sin huelgo, esas hojas cotidianas de la Prensa, las echa de lado y, mirando al techo del cuarto —no al del cielo—, se pone a soñar despierto. ¿Despierto? Y ve pasar, sellada y consagrada por la muerte, la Santa Compaña. O la estantigua.
Es la Santa Compaña —o la estantigua, o sea hueste antigua— la procesión de los muertos, de los de cada uno, que pasan en ciertos días y a ciertas horas —de noche sobre todo— por el espacio, bajo el firmamento. Y pasan como aquellas dantescas nubes de almas que cruzan los ámbitos de la Divina Comedia, cada alma con su gesto, con su voz, con su sollozo o con su risa. Y pasan sin fila ni orden cronológicos, contemporáneos todos —o coeternales— en la muerte, confundidos unos con otros. Así veo yo muchas noches, echados al suelo junto a la cama los diarios del día, desfilar ante mi memoria las procesiones de los fantasmas de aquellos a quienes conocí y traté en mi vida y a quien la muerte me los ha consagrado: mis santas compañas. Unos, amigos o enemigos, privados, sin nombre en la historia nacional, en la memoria comunal, y que son, en parte, los más míos, los más pedazos de mi alma. Y otros, los que he conocido y tratado y que dejaron algún nombre en nuestra historia. Y que se me presentan en algún momento preciso de nuestro mutuo trato con algún ademán o alguna frase.
Y junto a ellos, en los bordes de las nubes de almas, aquellos extraños misteriosos transeúntes con los que me crucé en fortuitos encuentros, al pasear ellos sus solitarias locuras —ya me había una vez prevenido de ello Galdós— por los caminos del mundo y a los que cuento por muertos. Y todos ellos, sin jerarquías ni edades, apelotonados en densa nube, que es como una sola alma comunal, fuera de tiempo. En una nube cuyos contornos se diluyen en confines.
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