Ahora (Madrid), 28 de junio de 1936
A mi buen amigo José María de Cossío,
erudito investigador de tauromaquia.
“Que un sang impur abreuve nos sillons de la Marselle.”
Nunca logró interesarme la fiesta llamada nacional, la de las corridas de toros. Aunque sí me interesó, pero no como espectáculo de arte, sino como persistencia de un terrible culto de una religión pagana y casi prehistórica. Acaso de los tiempos del bisonte de Allamira. Un sacrificio propiciatorio a no sé qué divinidad que pide sangre. Divinidad de la estirpe de aquel terrible dios de la guerra, mejicano, Huitzilipotzli, a quien nuestros cronistas de Indias le llamaron Huichilobos. Y que vuelve, en cierto modo, a renovar la vieja tradición de popular barbarie, o mejor que barbarie, salvajería.
¿Fiesta nacional o popular? Las dos cosas. Nacional, cuando el espectáculo toma un cierto carácter oficial. Como en las corridas regias antaño y en las de aparato, presididas por una autoridad gubernativa. Esta es la fiesta celebrada, investigada y estudiada por revisteros, eruditos y hasta filósofos de la tauromaquia. Pero junto a ella persiste la otra, la fiesta popular, la de las capeas de los pueblos, fiesta sin cuadrillas contratadas —algún torerillo parado que se echa al ruedo como espontáneo— y en que el mocerío aldeano se da el placer de hostigar a mansalva al novillo, de acosarle para ver correr su sangre, de satisfacer así un instinto, en cierto modo religioso, de sombría religión. Y hay que confesar que sin este aspecto, el popular, que es el primitivo y originario, no cabe explicar el otro, el de la fiesta nacional.
¿Qué es lo que le ha dado su carácter oficial, litúrgico, propiamente eclesiástico —aquí es el Estado el que hace de Iglesia— a ese sombrío culto a una divinidad de sangre? Porque el carácter oficial es lo que a muchos nos acongoja. Cuando unos obreros, declarándose en huelga, se niegan a trabajar, hasta en un servicio público, corren los riesgos de su actitud, pero no se le ocurre a ninguna autoridad llevarles al campo de su trabajo a que trabajen a la fuerza. Y, sin embargo, hemos visto recientemente que a unos toreros que se negaron a torear se les llevó por la fuerza pública a la plaza de toros a que lo hicieran a la fuerza. Colmo de barbarie gubernativa. ¿Y para evitar qué? El que unos bárbaros que llevaban un cartel con un “¡Queremos corrida!” hiciesen cualquier barbaridad —quemar la plaza o agredir a los pobres toreros huelguistas—; ¿y quién les convence a esos bárbaros, con su dementalidad córnea de aficionados castizos? ¿Es que no se han visto sangrientos motines cuando a un villorrio se le ha negado la autorización para una capea? ¡Ah, es que se atentaba a la libertad de un milenario culto de sangre!
Y ahora ha venido el pleito entre los toreros mejicanos, los del dios Huichilobos, y los ibéricos, los del bisonte de Allamira. No es cosa de entrar en el aspecto legal de esta concurrencia. Es aquí lo de menos. Lo que el público —la “afición”, la trágica afición— pide es que le dejen saciar su sed... de sangre propiciatoria. Se ha visto a un pobre torero ibérico ofrecerse a un verdadero suicidio, sin arte alguno, no más que para probar que podía competir con los toreros de Huichilobos. ¿Es que, en el fondo, los castizos aficionados no siguen de plaza en plaza a un diestro de instinto suicida, a un mártir de esa sombría religión de sangre, en la esperanza de verle despanzurrar por un toro y verter sangre y poder decir: “Yo lo vi”? ¿Y no está la autoridad para aplacar esa religión salvaje de los aficionados e impedir así que se den éstos en hacerse ellos mismos sacrificadores? ¿No hay esa frase terrible de: “¡Vamos, que habrá hule!”? ¿Y es que no se ha oído en un match de boxeo gritar a una... señorita —no mujer—, dirigiéndose a uno de los luchadores: “¡Mátale!”, y con los ojos, y no sólo los ojos, retemblándole? Sin que se supiera si quería ver muerto al que la enloquecía. Sadismo puro. Que explica, por otra parte, no pocos suicidios mutuos en que la pareja de enamorados mezcla sus sangres. Y entretanto, pan y toros. Pan empapado y sangraza. Como en el Méjico precolombino el dios de la guerra, Huitzilipotzli —Huichilobos— se apacentaba de sangre humeante de sacrificios humanos.
Pensando en todo esto me han venido a las mientes las luchas de gladiadores, pobres esclavos como los que sublevó Espartaco, que satisfacían la sed de visión de sangre del populacho de Roma, y se me ha ocurrido si no cabría convertir a unos y otros toreros, a los ibéricos —los del bisonte— y a los aztecas —los de Huichilobos— en gladiadores y llevarles a la plaza a que luchasen en ella unos con| otros, como en Roma los gladiadores. Lo que se parecería mucho a la caza de unos obreros, por otros, que se está convirtiendo en fiesta popular y, además, nacional. ¿Qué le importaría al aficionado castizo, sin pedanterías pseudo-artísticas, que les matase a los toreros en competencia un toro o que se matasen ellos unos a otros? La finalidad sería la misma. Los del cartel “¡Queremos corrida!”, lo que en realidad quieren decir es: “Queremos ver correr sangre”. Y no sólo sangre de toro o de caballo, sino sangre humana. Tal es el verdadero fondo del problema.
El pleito de los toreros ha puesto de manifiesto, para quien sepa ver en su verdadero y trágico fondo, todo lo que hay en el fondo trágico de la fiesta popular y nacional. ¿Fanatismo? Sí. El fanatismo que llevaba a presenciar autos de fe y ejecuciones de reos. Fanatismo religioso, pero no de la religión cristiana católica o protestante u otra religión histórica apoyada —como pretexto— en uno u otro credo teológico, no; sino fanatismo de una religión prehistórica, de un culto de sacrificios humanos. Y ahora que aquí, en España, se exacerba el culto a la matanza —sin otra ideología—, vienen a ponérnoslo más en claro los toreros de una y de otra banda. Es como en la Roma imperial del circo de los gladiadores. Y que sigan investigando los eruditos tauromáquicos. Hasta que lleguen a los tenebrosos abismos de la afición.
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