domingo, 6 de mayo de 2018

Don Estanislao Figueras

Ahora (Madrid), 8 de mayo de 1936

No hay que darle vueltas; todo el problema se reduce, en el fondo, a un problema lingüístico, de expresión. Y una de las graves dolencias mentales colectivas —nacionales o populares— corresponde a lo que en los individuos se llama “afasia”. No encuentran la palabra que ha de señalar lo que quieren decir, y no hay modo de que se entiendan unos con otros. Llaman cosas distintas con el mismo nombre, y con distintos nombres, a una misma cosa. Lo que se complica en el caso, harto frecuente, de traducir un texto extranjero conociendo peor aún que la lengua de que se traduce la lengua a que se traduce, la propia del traductor. Tal, por ejemplo, en la actual Constitución de la República española, la del 9 de diciembre de 1931; Constitución de papel o de bolsillo, prodigio de indefinición y de indefiniciones. Veámosla, en parte siquiera, para proseguir otro día, que hay tela cortada.

La ringlera de las categorías políticas o civiles, en orden concéntrico, parece ser éste: Nación-Estado-Régimen-Constitución. Nación o Pueblo es categoría histórica —en rigor, indefinible—, que se siente, mas no se define. Envuelve, ciñe y abarca al Estado. ¿Estado? He oído contar que hace años, como se estuviese rezando el rosario en Santiago de la Puebla —de esta provincia de Salamanca—, al decir el párroco: “Un Padrenuestro por las necesidades de la Iglesia y del Estado”, el alcalde, que asistía al rezo, interrumpió con un: “¡No, eso no; que el Estado son ellos!” ¿Tenía razón el alcalde, aunque él, como tal alcalde, fuese uno de ellos? Porque “ellos” quería decir los que ejercían el llamado Poder. El Estado es los que mandan. Y viene el Régimen.

El Régimen —término misterioso— puede ser monárquico, republicano o hasta el del comunismo libertario, especie de círculo cuadrado. ¿Republicano? ¿Monárquico? Aquí encaja aquella aguda definición del formidable conde José de Maistre al decir: “Propiamente hablando, todos los gobiernos son monarquías, que no difieren sino en que el monarca sea vitalicio o temporal, hereditario o electivo, individuo o corporación.” (O clase.)

Ahora, por vía de digresión regresiva, un poco de historia republicana española. La primera República no llegó aquí a durar once meses —del 11 de febrero del 73 al 3 de enero del 74— ni se debió, en rigor, a cambio de régimen, sino a que al renunciar don Amadeo de Saboya, el rey caballero, al trono electivo dio paso a la presidencia de don Estanislao Figueras. ¡Y qué hombre! ¡Qué mal apreciado! Cuatro de los once escasos meses que duró aquella aventura ejerció don Estanislao la doble presidencia: la de la República y la del Poder ejecutivo —que nada pudo ejecutar—, y el 11 de junio huyó al extranjero con un: “¡Ahí queda eso!” Huyó de la España del “¡que bailen!”, del cantonalismo y de la anarquía popular. Los seis meses y veintitrés días de República restante se devoraron a tres presidentes: Pi y Margall, Salmerón y Castelar, hasta que el 3 de enero de 1874, el general Pavía disolvió el Parlamento... soberano. ¿Soberano? Pero de las tres fechas significativas: 11 de febrero de 1873, renuncia de don Amadeo; 11 de junio de 1873, escape de Figueras, y 3 de enero de 1874, liquidación de la soberanía constitucional parlamentaria —el monarca era el Parlamento—, la más significativa fue la del escape de don Estanislao. Todo un símbolo y acaso todo un modelo.

Y ahora veamos: ¿es el régimen —llamémosle republicano, monárquico o como plazca— el que hace al Estado o es éste el que hace a aquél? Intríngulis derivado de la afasía popular epidémica. Nuestra —es decir, la de “ellos”, los del susodicho alcalde— mirífica Constitución de bolsillo, en su artículo 1.°, parrafito tercero, empieza diciéndonos que “la República constituye un Estado...” Pero ¿es la República la que constituye un Estado o es el Estado el que se constituye en República? ¡Lío que ni el de la juridicidad! Debido a la afasía de los traductores constitucionales.

Y llegamos a la cuarta categoría de la ringlera: a la Constitución. “¡Constitución o muerte / será nuestra divisa; / si algún traidor la pisa, / la muerte sufrirá!” Así cantaban nuestros cándidos liberales de Riego. Pero ¿pisarla? Como no se llame así a intentar reformarla... Mas la Constitución misma, en su último artículo —“in articulo mortis”—, habla de su propia reforma. Lo que no impide que “ellos”, los de “nuestra República” —la de ellos—, la declaren provisoriamente irreformable y hasta inciten una revolución para atajar la reforma.

El librillo es sagrado. El mismo conde de Maistre decía: “Ciertos indios dicen que la Tierra descansa sobre un gran elefante; y si se les pregunta sobre qué se apoya el elefante, responden que sobre una gran tortuga. Hasta aquí todo va bien, y la Tierra no corre el menor riesgo; pero si se les urge y se les pregunta todavía cuál es el sostén de la gran tortuga, se callan y la dejan en el aire. La teología protestante se parece enteramente a esta física indiana; apoya la salvación sobre la fe y la fe sobre el libro. En cuanto al libro, es la gran tortuga.”

¿La teología protestante? Y ¿ qué diremos de la demología constitucional, mil veces más enrevesada que la teología escolástica, sea protestante, católica o copta? La nación —y la civilización, que es el orden con ella— se apoya sobre el librillo de la Constitución..., un galápago. Al que hay que dejarle que vaya a su paso y se recoja en su caparazón.

Muchas veces se han quejado los pedagogos laicistas —lo que no quiere decir laicos— de que se empezara en las escuelas primarias por enseñar de carretilla a los niños el Catecismo de la Doctrina Cristiana —Astete o Ripalda—, que son incapaces de entender. Y, en efecto, los niños, a la edad en que se les infusan los misterios de la Trinidad, de la Encarnación del Verbo, de la Transustanciación eucarística y otros así son incapaces de entenderlos. Como tampoco entienden los misterios gramaticales del Epítome académico. Pero sustitúyanse unos y otros, los teológicos y los gramaticales, con los del librillo constitucional —el galápago— y ¡Dios nos asista! En algunas escuelas, después de haberse proscrito por los pedagogos el uso de carteles, parece que se han fijado algunos con misteriosos artículos del galápago. ¡Y habrá que ver cómo a los pobres párvulos —de cuerpo y normales—, a los que acaso se les haga alzar el puño, les explican lo que es República, lo que es democracia y lo que es trabajador de toda clase, adultos —y más bien adolescentes— de cuerpo, pero más párvulos (y no normalmente) de mente, que les eduquen! Sacarán la sesera lingüística más cerrada que el puño enhiesto.

“El castellano es el idioma oficial de la República”, dice el artículo 4.° de la Constitución; pero no es el idioma de la Constitución misma, del librillo o galápago. Y menos mal que el Estado, con excelente acuerdo, se propone editar y repartir por las escuelas ediciones oficiales de nuestros clásicos, los de “ellos” y de los otros. La triaca junto al veneno del galápago y de sus sacerdotes. Que la afasía es veneno. Y el galápago empieza ya a ser fetiche mágico —hay que oír, si no, a los técnicos parlamentarios—, y si algún traidor le pisa la cola... ¡Pura superstición demológica! Y... ¿fue acaso supersticioso don Estanislao Figueras, el que tuvo que escapar? Los técnicos dicen que él habría sido el único incapacitado para meterse a reformar. ¿Reformista? Jamás. Y como no pudo reformar, pues, se escapó.

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