Ahora (Madrid), 7 de junio de 1936
No sé si para apartarme de la actualidad o para encontrar lo eterno de ella por otro camino dejé la prensa del día y me puse a leer las Migajas filosóficas, del gran sentidor danés Soeren Kierkegaard. Y, de pronto, me hirió esta frase, al parecer enigmática: “la novedad del día es el principio de la eternidad”. Y a mí, acostumbrado más aún que a su danés a su íntimo lenguaje espiritual kierkegaardiano, se me presentó al punto todo lo que aquel torturado y torturante espíritu quiso decir con ello.
La novedad del día ea lo verdaderamente nuevo de un día; el hecho que abre una nueva vida que arraiga en lo eterno; una nueva vida de un hombre o de un pueblo; una verdadera revolución. Que siendo verdadera, es una renovación. Porque revolverse —y menos revolcarse— no es, sin más, renovarse. Cabe renovarse quedándose muy quieto y sosegado. Las mudas, por ejemplo, no se hacen con desuellos. La serpiente no se quita la vieja piel mientras no tiene la otra, la renovada, por debajo. Que si hiciera de otro modo tendría recaídas y correría grave riesgo. Y así un pueblo. Al que se supone muchas veces que ha cambiado por dentro y no hubo cambio.
“Renovarse o morir”, se ha dicho. Pero renovarse es, en cierto modo, recrearse, volverse a crear. Y no es poco renovar, recrear, crear un pueblo. ¡El placer de crear! Sí, el placer de crear, pero no se crea con revoluciones. A lo más, son éstas las que hacen —y deshacen— a los hombres que creen hacerlas y dirigirlas, y no ellas a éstos. Los hombres, ¡si lograran comprender el torbellino que les arrastra! ¡Si lograran comprender la novedad del día —que suele etiquetarse con una fecha—, adivinando en ella el principio de eternidad, la renovación histórica! Así dicen que Goethe adivinó en la batalla de Valmy un mundo nuevo. Lo que, seguramente, ni vislumbró el general que mandaba la batalla. Que no quien realiza un hecho prevé su alcance. Ni ve en la novedad eternidad, ni en el día ve principio.
Y ahora, una anécdota. Uno de mis buenos amigos, diputado que fue conmigo en las Constituyentes y habitante en una provincia cercana fue, no hace mucho, a Madrid, y al visitar a su jefe político se lo encontró muy preocupado con el estado de la cosa pública (traducción de República), y en el curso de la conversación le dijo, por vía de adhesión y de alabanza: “pero bueno; en buenas manos está el pandero”. El cual replicó: “¿Pero es que hay pandero?” Y yo, de haber estado presente, habría añadido: “¿pero es que hay manos?” (Mejor que la metáfora del pandero sería la de un torno de alfarero y arcilla para un botijo).
Y tengo que volver a lo de la teatralidad, la representación, y no presentación, de lo que se llama ahora aquí la revolución. Revolución que revuelve muy poco, pero no renueva casi nada. En su aspecto teatral ofrece escenas perdidas sumamente típicas. Hace unos días hubo aquí, en Salamanca, un espectáculo bochornoso de una Sala de Audiencia cercada por una turba de energúmenos dementes que querían linchar a los magistrados, jueces y abogados. Una turba pequeña de chiquillos hasta niños, a los que se les hacía esgrimir el puño —y de tiorras desgreñadas, desdentadas, desaseadas, brujas jubiladas, y una con un cartel que decía: “¡Viva el amor libre!” Y un saco. Que no era ¡claro! del que se le libertó al amor. Y toda esta grotesca mascarada, reto a la decencia pública, protegida por la autoridad. La fuerza pública ordenada a no intervenir sino después de... agresión consumada. Método de orillar conflictos que no tiene desperdicio.
Toda esta selvática representación revolucionaria está acabando de podrir, hasta derretirlos o pulverizarlos, a los famosos burgos podridos. Se les sacó de su costumbre para no darles otra. Y la famosa revolución está arrojando a las ciudades la podredumbre que ya no cabe en los burgos y que se meje con la podredumbre urbana, sobre todo con la arrabalera. Y andan, no ya revolviéndose, sino revolcándose, hombres que viven sin consigo mismos. A la vez que se apresta a defenderse la burguesía proletaria, o proletariado burgués, a que no la den un revolcón.
Crear —o re-crear— un pueblo, hacerlo, renovarlo —como quien hace una ánfora o toca el pandero—; ¡pues ahí es nada la cosa! ¡La cosa publica! ¡Menudo ensayo! Y a empezar por una novedad del día, de tal o cual fecha o con un código de papel —como el “galápago” de que aquí os hablaba hace poco— y como principio de eternidad, o sea de historia. ¡Ah, no, no! Aquella muda no fue muda de verdad. Debajo de la vieja piel no estaba formada la nueva, y no se puede acabar de formar con escaras a la vista. No; no empezó una nueva vida pública en aquella fecha mítica. Ni la renovación de los tejidos, y de los de las entrañas menos, va a eso que llaman ritmo acelerado. No se hace crecer una planta a tirones. Sístole y diástole tiene el corazón; sueño y vela el ánimo ; trabajo y descanso el cuerpo. He oído decir que España ha cambiado radicalmente desde hace cuatro o cinco años. ¡Embuste! Por debajo de las túrdigas de la vieja piel no hay en gran parte todavía más que carne viva o cicatrices sanguinolentas. Y es completa carencia de sentido histórico —o acaso frivolidad— asegurar que tal o cual cosa no puede ya volver. Las recaídas —como los que J. B. Vico llamó “recursos” (en italiano “ricorsi”)— pueden siempre volver. ¡Pues no faltaba más! Ni las revoluciones, ni los revolcones, ni las renovaciones, ni las restauraciones dependen de la voluntad de crear de un hombre. ¿Un poeta de pueblos? ¡Terrible vocación! Y, sobre todo, ¡ojo con los ensayos! Que están bien para el teatro, a telón corrido. Se ensaya la representación de una muerte escénica, de chancitas, y suele muy bien suceder que cuando en la comedia —o farsa—, a telón alzado, toca representarla, la representación se atasca. “A ver hasta dónde se puede llegar” es peligroso lema de ensayos. “Ni una coma más, ni un punto más”, se dice, y como es tan fácil resbalarse en puntos y comas, se va uno en puntos suspensivos. Pues, ¿quién pone puertas al campo? Y esto en un país y una temporada en que no se saben ni paz ni justicia; en que no se goza sabor ni de una ni de otra; en que saben tan mal que no cabe saborearlas. Y estamos hasta la coronilla de ensayos de revolución. Que se va en probaturas.¡Pobre Niña!
Р. D.—Apenas acabado este Comentario me envía Marañón su nuevo libro El conde-duque de Olivares (la pasión de mandar), y antes de ponerme a leerlo me ha herido —es mi modo— la expresión “pasión de mandar”. Que he de relacionar con otras tres; “el placer de mandar”, “el placer de crear” y “la pasión de crear”. Y queda la pasión de entender.
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