viernes, 11 de mayo de 2018

Trabajadores de toda clase

Ahora (Madrid), 5 de junio de 1936

¡Las veces que nos hemos referido a aquella teórica ocurrencia del articulo primero de nuestra pedagógica y sociológica Constitución de que “España es una República democrática de trabajadores de toda clase”! ¿Teórica? Teórica, si, pues de ella no se deduce nada en el orden práctico. Mas como teoría merece examen. El sociólogo que metió lo de “trabajadores”, sin la posterior coletilla “de toda clase”, lo hizo por sugestiones nada nacionales y en rigor para servir a la dependencia de España respecto a un pueblo extranjero. Advirtióse el peligro y se añadió lo “de toda clase” para dejar lo de “trabajadores” en una mera vacuidad. Porque ¿quién no es trabajador de alguna clase? Lo son no ya los empecatados burgueses y los capitalistas, sino todos los que cumplen el trabajo de vivir, aunque sea a costa ajena.

Desde que se constitucionalizó eso de “trabajadores”, la denominación —y no más que denominación— ha hecho fortuna. Un día tenemos los “trabajadores de la Enseñanza”; otro, los “trabajadores del arte”. Esperamos ver que los recaudadores de contribuciones se constituyan —constitucionalmente— en “trabajadores del Fisco”; los guardias de Asalto, en “trabajadores de la represión”. Y así todos los demás. Todo el que ejerce una función ejerce un trabajo. Y hasta el vago, el holgazán. ¡Pues no es poco trabajo el de holgar! Antes de ahora he contado cómo un amigo mío me decía que la malquerencia que ciertos hombres laboriosos guardan al vago es porque éste es el fiscal del que trabaja. “¿Ve usted —me decía— ese vago que se pasa las horas muertas día a día dando vueltas aquí, en la plaza? Pues el confitero ese no le puede ver porque es quien se detiene a diario ante su escaparate y puede decir: Esos pasteles llevan ahí, los mismos, más de ocho días. El vago vigila e inspecciona al no vago.” Y es que el vago trabaja de ojo.

No sé si los mendigos —los de profesión y vocación y aun de herencia, no los otros, los ocasionales— estarán o no sindicados, pero podrían estarlo como “trabajadores de la mendicancia (manganza), mendicidad o pordiosería”. Que es también un trabajo como otro cualquiera. Pues, ¡menudo trabajo que es el de mendigar o pordiosear! ¡Difícil función para ejercerla con eficacia y dignidad! Y no en vano se instituyeron en la Edad Media Órdenes religiosas mendicantes. Y en relación con esto ahora empieza a constituirse —constitucionalmente también— otra clase de trabajadores, cual es la de los trabajadores del paro. Que trabajan para mantener y propagar el paro a pretexto de acabar con él. Es la orden de los parados. Que en rigor no se asocian, sino se amontonan.

En cierta ocasión le preguntaban a un amigo mío, hombre cultísimo y gran amigo de la lectura y de asistir a teatros y espectáculos públicos, si no escribía, y respondió: “No, yo leo, porque hace falta quien lea para que haya quien escriba”. “¿Luego usted no es productor, no produce?”, le dijeron. Y replicó: “Sí, señor, soy productor; produzco consumo”. Y esto de considerarse el consumidor como productor de consumo es un concepto económico muy arraigado en los trabajadores del paro. Así como en los trabajadores del descanso.

A las veces, lo de no trabajar es una especie de obligación. He sido durante años, y lo soy ahora, como rector de la Universidad, patrono de un asilo de ancianos fundado para que éstos descansen o huelguen. Por razones de higiene se recomendó a los pobres asilados, sin obligarles a ello, ¡claro!, que los que se sintiesen con fuerzas y ganas trabajasen algo, por vía de recreo, en una huerta del asilo. Algunos lo hicieron y hasta un antiguo carpintero pidió que se le diera un banco de carpintería. Pero he aquí que el administrador del asilo me vino un día a que fuese a cortar una especie de pequeña revolución que había suscitado entre los ancianos asilados uno de ellos diciendo que su “obligación” (así) era holgar y no trabajar, que para eso se fundó el asilo, y que el que sintiera ganas de trabajar tenía el deber de solidaridad y compañerismo de aguantárselas y no ir a poner la ceniza en la frente a los compañeros y como a hacerlos de menos. La teoría, inútil es decirlo, me cayó en gracia. Era una teoría verdaderamente revolucionaria.

¡Trabajo! ¡Trabajo! ¿Y qué no es trabajo? Trabajo es velar y se vela para dormir. Trabajo es vivir y se vive para morirse. Que no es que se muera por haber vivido, sino que se vive para morir. Trabajo es —por agradable que sea— el engendrar hijos y se los engendra para morirse uno. Que dar la vida es perderla. Y esta es doctrina fisiológica y biológica de largo desarrollo. La hermandad del Amor y de la Muerte es tema fecundísimo de poesía y de filosofía. Que ha inspirado, entre otros, el hermosísimo canto de Leopardi Amore e Morte.

¿Qué no es trabajo? Hasta el asistir a un espectáculo. ¿Y por qué no han de formarse ligas de “trabajadores” de ver los toros, o partidos de pelota o de fútbol, o piezas de teatro? O de trabajadores radio-escuchas. Productores de consumo también.

Y tú —me dirá algún lector malicioso—, trabajador ¿de qué “clase”? Y yo le contestaré con aquello de mi excelso maestro y tocayo don Miguel de Cervantes Saavedra en el “Prólogo al lector”, de la segunda parte del libro: “Había en Sevilla un loco, que dio en el más gracioso disparate y tema que dio loco en el mundo. Y fue que hizo un cañuto de caña puntiaguda en el fin; y en cogiendo algún perro en la calle o en cualquiera otra parte, con el un pie le cogía el suyo y el otro le alzaba con la mano, y como mejor podía le acomodaba el cañuto en la parte que soplándole, le ponía redondo como una pelota y en teniéndolo de esta suerte le daba dos palmaditas en la barriga, y le soltaba diciendo a los circunstantes (que siempre eran muchos): Pensarán vuesas mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro. ¿Pensarán vuesas mercedes que es poco trabajo hacer un libro?”

Yo también, malicioso lector amigo, te digo con Cervantes que no es poco trabajo hacer un artículo de estos, o con el loco de Sevilla, hinchar un comentario. Y más ahora, en temporada de locura colectiva, en que España está hecha un manicomio suelto. Y en que hasta los loqueros han enloquecido al punto de que hablan de “aplastar” a los locos de locura contraria a la suya —a la de los loqueros—; y “cuando el guardián juega a los naipes ¿qué harán los frailes”? ¡Trágico manicomio! Trágico manicomio en que se llega a la “dementia tremens” de considerar enemigo publico del régimen al que se llame —¡se llame!— fascista. Beligerancia de la insensatez. Trabajadores de la locura.

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