Ahora (Madrid), 26 de mayo de 1936
Que el ánima en pena de Quevedo
me acorra en este trance dificultoso.
Hay revoluciones épicas, líricas y dramáticas. Las épicas son propiamente guerras civiles, ordenadas. Tales, entre otras, las de la independencia nacional de un pueblo. Las líricas son las que cumple un individuo en ciencia, en arte, en política, en religión. No caben en teatro. Así, el monodiálogo de Don Quijote y Sancho, que no entra en tablado; su escenario es el universo. Ni el hidalgo ni su escudero son personas teatrales. En cuanto a las revoluciones dramáticas —trágicas o cómicas—, rarísima vez son verdaderas revoluciones. Aunque sus actores no sepan renunciar a la infantil ingenuidad de llamarse revolucionarios. Veamos.
Nuestro pueblo español, sobre todo el del centro de España, es uno de los más teatrales, de los más aficionados al teatro. Y a las corridas de toros, novilladas y capeas, que es otro teatro. ¡Pero de verdad! ¿De qué verdad? Como antaño en una corrida increpara a un espada el gran actor dramático Isidoro Máiquez, aquél, el matador, se volvió a decirle: “¡Señor Miquis, que aquí se muere de veras!” Y a la hora de enfrentarse el matador con la fiera le llaman los aficionados la hora de la verdad. Verdad teatral también. Y esta teatralidad, de tablado escénico o de coso de sangre y arena, ha dado tono y hasta sentido a nuestra vida política. Y a sus revoluciones dramáticas —trágicas o cómicas—, cruentas o incruentas.
Una vez, hallándome en un banquete político de Romanones en una vecina capital de provincia, se levantó a brindar el cacique provincial —un buen cacique—, y al oírle pregunté al que tenía a mi lado: “Dígame: éste, de joven, representó en teatros caseros, ¿no?” “¡Exacto!”, me contestó. Los de la revolución —¡tan teatral!— de 1868 se formaron en esos teatros. Aquí conocí a uno de aquellos revolucionarios, a quien se le llamaba Lanuza por haberse distinguido haciendo de protagonista en La capilla de Lanuza. ¡Y había que verle cruzar, en Lanuza, la plaza Mayor! Y, por otra parte, entre nuestros actuales políticos de partidos revolucionarios hay más de uno a quien le ha tentado el teatro y ha llevado a escena algún drama sociológico en que juega el “genio de la especie” y que no cuajó por su modo serrinoso de expresarse. ¡Qué mala musa es la sociología beocia y hepática!
En las revoluciones dramáticas —o mejor, teatrales—, las conspiraciones juegan un gran papel. (Papel, ¿eh?; no hay que confundirse.) Hay aquello de: “¡A las tres es el movimiento!”, cuchicheado al oído. Y hay las contraseñas y los viajes de exploración. De que algo sabe algún alto gobernante de hoy. Y luego vienen los “actos” con sus “escenas”, en el sentido teatral. Que a las veces llegan a la susomentada “verdad” de los aficionados. Así, a ésta que dan en llamar revolución precedió la loa de Jaca, en que rindieron sus vidas dos generosos y entusiastas actores. Y actores revolucionarios de verdad, quijotescos, líricos.
Llega otro acto dramático revolucionario y se prepara una escena de todo aparato. ¿Y el papel? ¿Estuvo bien ensayado? Creemos, dígase lo que se diga, que las masas, el coro general, no se sabían el papel. Ni conocían el drama. No tenían sentido de la función. Pero allí estaban para dárselo los “reglas”. El “regla” le llaman en los lugares de esta provincia de Salamanca al apuntador, al que desde su escondrijo —concha o garita— sopla a los actores lo que tienen que hacer y que decir. Mas en estas revoluciones teatrales suele suceder que los actores se olviden del papel o no lo sepan y, sin hacer caso al “regla”, se metan a embutir “morcillas” —lo que en la jerga de teatro se llama así—. Sin que sirva que el “regla” les diga: “¡No, no es así; que no es así!”, y les llame al orden, ¡Y qué morcillas!
Porque aquí el morcilleo teatral puede ser de otro género, de un género de “verdad”, de mondongo. Esto es, de matanza. De esa matanza que las comadres rurales dicen que es el arreglo de la casa. Sólo que matanza de hombres, de actores. Y allá anda el pobre “regla” aterrado y sin saber cómo acabará aquello. Porque él, el “regla”, conspirador dramático, no sabe cómo arreglárselas en el arreglo de la casa, en el mondongueo. Pero he aquí que el público, al cabo, al acabar la función, se entusiasma con el arreglo de la casa y empieza, educado en corridas de toros, a pedir: “¡Caballeros!, caballeros!”, como otras veces pedía: “¡Caballos!, caballos!”, y hace salir a los actores a recibir palmas en el tablado por no haberse limitado al papel, y en seguida tenemos a los “reglas”, que se estuvieron agazapaditos en sus conchas, que se suben al tablado a participar de la ovación. Salen como diciendo: “¡Nosotros dirigimos el mondongueo!” Y hasta predican que hay que representar la función “con hiel”. ¡Así! Predican la revolución de verdad.
¿Pasó la romántica loa pre-revolucionaria de Jaca dejando rastro de generosa sangre, en cierto íntimo sentido —que ahora y aquí no he de explayar— redentora, y pasó sin sus “reglas” y su papel? Y luego, en la revolución ya reglada y empapelada —la Constitución es un papel—, vino el acto trágico de Asturias, y el cómico de Barcelona, y hasta el sainete madrileño. Con sus “castañeros picados” y todo. Y por debajo de la función reglada, con su programa, está la acción, la terrible acción, del coro que no obedece a corifeos, que no oye a los “reglas” ni los entiende; está la acción desencadenada. La de los que creen que el arreglo de la casa está en la matanza. ¿Que no estamos preparados para la revolución? Es que la verdadera revolución no es sino preparación. O educación. Educarse para la libertad es hacerse libre. Y los que así —acaso harto sarcásticamente— nos burlamos de la supuesta revolución, somos los que cultivamos la revolución de verdad. Que es la de decir la verdad, que no reconoce partido. “La verdad os hará libres”, quedó escrito. ¡Y cómo descansa uno cuando ha dado su verdad! Lo sabía Quevedo, el de las feroces burlas.
¿Que mezclamos lo verdaderamente trágico con lo no más que cómico y con lo sainetesco? ¿Que este jugar con los dos sentidos del morcilleo es algo repelente? Lo repelente es este representar y no presentar la revolución; lo repelente es este funcionar —¡funcionar!— de revolucionarios; lo repelente es una llamada revolución, dramática y teatral —aunque a las veces sangrienta—, en que no se presiente ni un aliento épico de verdadera guerra civil, de independencia nacional, ni un aliento lírico, quijotesco, de revolución ideal. De revolución de ideas. Porque aquí, hoy, no cabe hablar de ideología revolucionaria. Nuestros funcionarios de la revolución dramática carecen de verdaderas ideas. Basta leer su código. Y sus pésimas traducciones.
¿Que este bosquejo es amargo? Son los “reglas” y los funcionarios de la revolución los que nos amargan la vida.
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