Ahora (Madrid), 8 de julio de 1936
Cogí el libro de España y volví a leer aquel capítulo XXIII de su parte segunda, en que se nos cuenta lo que soñó ver Don Quijote en la encantada cueva de Montesinos. Y llegué a cuando éste, Montesinos, presenta a su primo Durandarte el Caballero de la Triste Figura, diciéndole que viene a desencantarlos, después de quinientos años que allí yacían encantados, que no muertos. A lo que, sacudiendo su modorra de cinco siglos... “Y cuando así no sea —respondió el lastimado Durandarte con voz desmayada y baja—, cuando así no sea, ¡oh primo!, digo: paciencia y barajar.” Y volviéndose de lado tornó a su acostumbrado silencio, sin hablar más palabra. Releído lo cual, me di cuenta de cuán por alto pasé todo ese pasaje en mi Vida de Don Quijote y Sancho, publicada por primera vez hace ya treinta y un años, en 1905. No sería ahora lo mismo, pues si bien treinta y un años no son los quinientos en que Durandarte se acostumbró al silencio —santa costumbre, ya para mí, inasequible—, son los bastantes para acostumbrarse al “¡paciencia y barajar!” Y voy a seguir barajando.
En mi otra obra Cómo se hace una novela, publicada en la Argentina, en 1927, en plena dictadura primo-riverana, y hallándome yo desterrado en Hendaya, conté, entre otras experiencias de paciencia y de impaciencia, mis partidas de tute y de mus en el pequeño café hendayés, y allí sí que recordé el “¡paciencia y barajar!” de Durandarte, aunque atribuyéndoselo —tal es mi impaciencia para controlar citas— a Montesinos. Y decía allí: “Y mano y vista prontas al azar que pasa. ¡Paciencia y barajar! Que es lo que hago aquí, en Hendaya, en la frontera, yo con la novela política de mi vida —y con la religiosa—: ¡paciencia y barajar! Tal es el problema.” Y luego contaba cómo me entretenía en hacer solitarios a la baraja, lo que en Francia se llama “patience”...
“Mientras sigo el juego —escribí entonces—, ateniéndome a sus reglas, a sus normas, con la más escrupulosa conciencia normativa, con un vivo sentimiento del deber, de la obediencia a la ley que me he creado —el juego bien jugado es la fuente de la conciencia moral—, mientras sigo el juego es como si una música silenciosa brezara mis meditaciones y la historia que voy viviendo y haciendo. Y mientras manejo reyes, caballos, sotas y ases, pasan en el hondón de mi conciencia y sin yo darme entera cuenta, el rey, sus sayones y ministriles, los obispos y toda la baraja de la farsa de la Dictadura. Y me chapuzo en el juego y juego con el azar. Y si no resulta una jugada vuelvo a mezclar los naipes y a barajarlos, lo que es un placer. Barajar los naipes es algo —en otro plano— como ver romperse las olas de la mar en la arena de la playa. Y ambas cosas nos hablan de la Naturaleza en la Historia, del azar en la libertad. Y no me impaciento si la jugada tarda en resolverse, y no hago trampas. Y ello me enseña a esperar que se resuelva la jugada histórica de mi España, a no impacientarme por su solución, a barajar y tener paciencia en este juego solitario y de paciencia. Los días vienen y se van como vienen y se van las olas de la mar; los hombres vienen y se van —a las veces se van y luego vienen— como vienen y se van los naipes, y este vaivén es la Historia. Allá a lo lejos, sin que yo concientemente lo oiga, resuena en la playa la música de la mar fronteriza. Rompen en ella las olas que han venido lamiendo costa de España. ¡Y qué de cosas me sugieren los cuatro reyes, con sus cuatro sotas, los de espadas, bastos, oros y copas, caudillos de las cuatro filas del orden vencedor! ¡El orden! Paciencia, pues, y barajar!”
Así escribía yo hace diecinueve años en aquella Hendaya, a la que no sé si tendré que volver —también yo, amigo Prieto— a barajar en paciencia, a volver a los solitarios. Aunque, ¿qué más solitarios que estos comentarios que barajo aquí?
Y recordando todo esto y meditando estos recuerdos, he aquí que he leído el Discurso edificante que sobre un pasaje evangélico escribió mi Soeren Kierkegaard, el danés. Comentaba en él aquello del capítulo XXI del Evangelio según Lucas, en que se cuenta lo que Jesús decía del próximo fin del mundo, de la catástrofe y de las señales con que se anunciaría, añadiendo a sus discípulos que no se acongojaran, pues “en vuestra paciencia ganaréis vuestras vidas”. “Vidas” mejor que “almas”. “En vuestra paciencia” y no “con vuestra paciencia”. Y al releer el pasaje evangélico y el hondo comento de Kierkegaard, previendo la catástrofe —quién sabe si el fin de “nuestra” España, de la nuestra—, me dije: “En tu paciencia ganarás tu vida. Y tu alma.” Ya otra vez escribí que “es el fin de la vida hacerse un alma”. A hacérmela, pues, con paciencia y barajando.
Uno de mis más viejos recuerdos es el de cuando allá, en mi Bilbao natal, hace más de sesenta y tres años, iba cada mes a llevar la mesada a mi primer maestro de escuela, a don Higinio, antiguo músico mayor de algún regimiento de los ejércitos de Carlos V el Pretendiente, y él, al recibir el óbolo, en un cuartito que olía a incienso, sacaba de una bolsita una paciencia, una pastita, y nos la daba a los pagadores de la mesada. Y sigo, no mes a mes, sino día a día, comulgando con paciencias como la de mi niñez. Y ahora, barajando. “Patience”, paciencia llaman en francés al solitario; mas también le llaman “réussite”, esto es, éxito o buen resultado. Y sólo con paciencia y barajando se logra éxito. Y si éste no llega, ¿qué más da? Esperándole habrá uno vivido y ganado su alma. Pues hasta el desesperanzado, antes de llegar a desesperación, que aguarde a la esperanza. Dícese que al desganado se le abren las ganas comiendo sin ellas. Y lo de Heráclito: “Hay que esperar para lograr lo inesperable”. No lo inesperado, sino lo inesperable.
Esperemos, pues, aunque sea desesperadamente; tengamos paciencia y hagamos de la paciencia barajando. Y si salvamos nuestra alma, o sea nuestro juego en la Historia, nuestra responsabilidad, no habrán sido baldías ni nuestra barajadura ni nuestra paciencia. Paciencia, pues, y a barajar. No del todo en silencio como Durandarte, sino murmurando entre dientes: “¡Acaso...!” Y los impacientes, o sea los que se creen revolucionarios —¡pobretes!—, a su juego.
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