Ahora (Madrid), 15 de marzo de 1935
Muy señora mía —pues no cabe mayor señorío que el de los lectores ni mayor señoría que la de las lectoras sobre un escritor que espiritualmente vive de ellos y de ellas—: Me pide usted que le diga algo a propósito de lo que el protagonista de mi “vieja comedia nueva” —así la he llamado— El
Hermano Juan o el mundo es teatro, el que se dice ser la última encarnación de Don Juan Tenorio, les dice al casar a Elvira e Inés con sus prometidos cuando él se dispone a morir... teatralmente, de que cuando tengan hija la llamen castizamente “Dolores, Angustias, Tránsito, Perpetua, Soledad, Cruz, Remedios, Consuelo o Socorro..., es decir, si los tiempos no piden que la llaméis Libertad, Igualdad, Fraternidad, Justicia o... Acracia”. Y él el pobre Hermano Juan —¡pobre Don Juan!—, se presenta como padrino —o “madrino” mejor, o “nodrizo”—, ya difunto, de las pobres niñas venideras. Algo así como un patrono, pues el santo patrono o la santa patrona, aquel o aquella cuyo nombre nos impusieron en la pila, no aparece sino como un padrino o madrina celestial. Y este padrinazgo o patronazgo ejerce una señorial influencia sobre la suerte y la vida del sacado de pila.
No hace falta encarecer el dominio del nombre propio sobre el destino de una persona, y más de un personaje. Juan Wolfgang de Goethe, en su autobiografía —
Poesía y verdad—, al hablar de bromas que se permitían algunos con su nombre —el de familia o apellido que diríamos—, nos dice que no es el nombre propio de una persona algo así como una capa que uno se cuelga y a la que se puede dar tirones y desgarrar, sino como un traje bien ajustado y basta como la piel misma con que se ha ido creciendo. Y aún hay más, y es que suele el hombre sentirse obligado al nombre que le impusieron y lleva. Cuando no le pesa, que sucede a menudo. Y si el nombre pesa sobre uno, pesa sobre los que con él le llaman. Y si se ha dicho que el que la nariz de Cleopatra hubiese sido más o menos larga habría cambiado el curso de la Historia, cabe decir con igual fundamento —sea el que fuere— que habría cambiado con el curso de la vida de un personaje histórico el de la Historia si ese personaje se hubiera llamado de otro modo que como se llamó. Cuántas veces no se dice una persona: “¡Mira que te llamas así!”
Y viniendo a lo de los nombres de mujeres entre nosotros, he de decirle, señora mía, que cuando estaba yo en París producía efecto en ciertas señoras el traducirles los nombres de mujer significativos entre nosotros. Pues es sabido que el número de nombres propios femeninos es en Francia mucho más limitado que entre nosotros y que hay unos pocos que se repiten. Figúrese lo que sentirían cuando les traducía Dolores, Angustias, Socorro, Remedios, Tránsito —o sea, Muerte—, Tormento, Amparo, Consuelo, Exaltación, Soledad... y tantos más así. Una señora hispanista que conocía el Quijote me habló de aquello de poner un nombre “alto, sonoro y significativo”, cuando ella creía que el nombre de pila no debe tener significado común concreto, sino ser dulce, —como Dulcinea, aunque aquí entra lo significativo— y armonioso o eufónico. “Pero, señora —le decía yo—, y sí uno al decir a su mujer ¡vida mía! O ¡alma mía! emplea su nombre propio, ya que Vida y Alma lo son”.
Fíjese que entre nosotros, los más de los nombres propios expresivos de cualidades elevadas son femeninos. Y son nombres sustantivos. Llamarse Prudencia o Constancia no es como llamarse Prudente o Constante. Por lo cual se hizo Prudencio y Constancio. ¡Qué diferencia de llamarse Clemencia a llamarse Clemente! Esos nombres propios femeninos son sustantivos, de sustancias, de ideas madres. Consuenan con la maternidad, sustancia histórica —espiritual— de la mujer. Llamarse Clemencia, verbigracia, no es como llamarse Clementina. Y algo de esto de ideas madres tienen ciertos nombres propios femeninos que celebran una “matria” —no patria chica—, nombres geográficos o toponímicos expresivos de alguna localidad o santuario donde se da culto a una advocación de Nuestra Señora. Así, Pilar, Covadonga, Guadalupe, Montserrat, Begoña, Nuria, Atocha… y tantos más así. Entre ellos, algunos que no son propiamente españoles, como Loreto, Saleta, Lourdes y otros. También estos nombres expresan algo así como ideas madres. No me acuerdo ahora de ningún nombre propio de varón de origen así toponímico, el de algún Cristo, por ejemplo. Como no se tome por tal el del apellido de un santo patrono, tal como Asís, Javier —de un nombre vasco, Echaverri, Casanueva, el del Castillo de San Francisco Javier—, Solano, Alcántara y otros por el estilo. Los nombres propios de tierras —montañas o lugares—, de tierra maternal, suelen, por lo común, quedarse para las mujeres, más maternalmente ligadas a la tierra, más “matriotas” que el hombre. Y por ello, más conservadoras.
En cuanto a los nombres propios femeninos insignificativos ―aunque algunas veces altos y sonoros—, oiga usted, señora mía, algunos de los que tengo recogidos no más en la provincia de Palencia. Y son: Onesífora, Teotista, Filiosa, Epafrodita, Olresciencia, Alaramelute, Einumisa, Sinclética... ¿A qué seguir? Y dejo otros que no son del todo insignificativos, como Presbítera, Simplicia, Perseveranda...
Ahora podríamos entrar en las abreviaturas o “pequeños nombres”, como les llaman en Francia, tales como los comunísimos: Lola, Tula, Nati, etc. Recuerdo de una a quien llamaban Rica, y al preguntar yo si era Ricarda, me contestaron que no, sino Enrica, ya que su padre se llamó Enrique. “¿Y por qué no Enriqueta?”, pregunté. Y la madre, algo bachillera, me replicó que no le gustaban esos nombres en -eta. Era de una región en que se masculinizan los nombres de mujeres, los maternos, y hay quienes se llaman Rito, Magdaleno, Margarito, Roso… Y es curioso que si hay nombres de flores entre mujeres, entre hombres no los recuerdo apenas.
¿Curiosidades? A las veces, algo más grave. Que si Goethe reprobaba a los que se permiten frívolamente jugar del vocablo y aun del concepto con los nombres propios de las personas o con sus apellidos, ¿qué diríamos de aquellos padres o padrinos que se divierten en ponerles a sus hijos o ahijados nombres de pila o combinaciones de ellos con el apellido que se presten luego a bromas? El denominar a uno, el llamarle con un nombre u otro, es algo más serio de lo que esos padres o padrinos frívolos se figuran. Por lo cual se explica la preferencia en ciertas familias por los nombres insignificativos para quien no conozca su etimología. Muy a menudo, nombres tradicionales en la familia. Y más si tienen resonancias bíblicas.
Y ahora, elevando el plano, tengo que repetir, señora mía, lo que ya he dicho antes de ahora, y es que a nuestra pregunta de “¿qué es eso?”, se nos responde casi siempre por cómo se le llama. Ser es llamarse —y que le llamen a uno—, y el nombre —otra vez más—, la sustancia espiritual de una cosa. Hasta en política, que suele ser el arte de degradar los nombres al vaciarlos de sentido histórico.
Que usted conserve, señora mía, muchos años su dulce nombre y que lo haga efectivo le desea
Miguel de Unamuno.