El Sol (Madrid), 2 de enero de 1932
Tiene usted razón, mucha razón, en lo que me dice usted en su anónimo, desconocido lector; ése como otros comentarios lo escribí para usted, expresamente para usted, hombre de su casa y no de la calle, solitario y no miembro de una muchedumbre de reunión pública. Sí, tiene usted razón; a las veces quiero hacer de esto no tribuna, no púlpito, sino gabinetes de confidencias, confesionario. ¿Monólogos? ¡Ah!, no, sino diálogos, diálogos con lectores como usted, pues oigo en mí, dentro de mí, como usted me responde ―no sólo me contesta― y me corresponde. ¡Nos conocemos tan bien!…
Cuando ha empezado a difundirse eso del radio, he pensado alguna vez en poder utilizarlo para dirigirme, no a una masa, no a un montón de unos miles de personas formando lo que se lama un público, sino a cada uno de ellos, tomado separadamente, en su hogar, aislado de los otros y libre del sentimiento rebañego de la muchedumbre. Es decir, no en un mitín. (Y entre paréntesis he de decirle que un amigo mío, rimador de sonetos, propone que el vocablo inglés “meeting” lo demos por “metingue”, que tiene la ventaja de rimar con pringue y con potingue, sin contar extingue). Seguro de que así haría más y mejor opinión o conciencia pública.
Lo sé, sí, lo sé,; sé que se toma muchas veces por neutro al ciudadano solitario, al hombre de su casa, que con actos oscuros, cotidianos, contribuye al curso de la historia. Y sé cuán lejos de la neutralidad se halla esa solitariedad. Basta recordar aquellas maravillosas elecciones municipales del 12 de abril, que tanto sorprendieron a los que no creen más que en el hombre bullanguero de la calle, en el hombre muchedumbroso. Y sé que esos hombres desconocidos son los que nos han traído el cambio. ¿Y ahora? Fue después proclamada y aclamada la República; pero muy luego se acalló el clamor, y hoy lo que se oye es cierto reclamo de una Dios sabrá qué revolución, pues no lo saben los que la declaman. Y con ustedes, los solitarios, nadie apenas cuenta. Nadie cuenta con su solitariedad, que no es precisamente soledad, pues no es la soledad del desierto la solitariedad de un monasterio, de un convento de “monachos”, monjes o solitarios. ¿Y no tiene España mucho de un monasterio laico?
Tiene usted también razón en lo que me dice comentando lo que me dice comentando lo que dije en Málaga acerca de la comunión de los héroes en la historia perdurable en comparación con el dogma católico romano de la comunión de los santos en la vida perdurable. Hay en la historia que se hace en el tiempo, pero queda hecha en la eternidad de la idea, una comunión de los héroes, los más de los cuales son anónimos y desconocidos. Hablaba yo en Málaga de Torrijos, y decía que vivió y obró en una tradición, en la tradición liberal, constitucional, que viene desde los Comuneros de Villalar hasta los conjurados de Jaca; desde Padilla, Bravo y Maldonado hasta Galán y García Hernández, y pude haber añadido que así como el fusilamiento de Torrijos por orden de Fernando VII contribuyó a determinar el cambio político ocurrido a la muerte del déspota, así el fusilamiento de los de Jaca por orden del biznieto suyo fue lo que más contribuyó a la caída de éste. Y así como hay una comunión de los héroes, los más anónimos, en la historia ya hecha y eternizada, hay una comunión de los solitarios, de los ciudadanos de su casa, en la historia que se está haciendo, que se está eternizando.
Ha sido, señor mío, mi fe ―mi fe y mi esperanza― en esa comunidad silenciosa y desparramada de ciudadanos solitarios que no forman partido, que no se matriculan o enmadrigueran en ningún Comité, lo que me ha hecho prever con claridad el curso que habría de tomar nuestra historia española. Es lo que en el destierro fronterizo me hacía confiar en la eficacia de las voces que daba, pues no eran murallas rocosas de Jericó lo que había que abatir, sino bambalinas de papel de una Corte desmantelada. Confié en la mocedad estudiantil, en la juventud escolar; confié en los hombres que, como usted, mi desconocido lector, no se apuntan en ningún partido, pero no por eso se escabullen de la historia. Y tienen justicia los que aseguran que ellos nos han traído esto.
Usted, señor mío, y los hombres como usted que me rinden la confianza de oírme cuando dialogo conmigo mismo, no me han pedido nunca que les recomiende para cargo alguno, no me piden sino con su atento silencio, con su silenciosa atención ―dispénseme el giro― que les ayude a rumiar la historia que nos va quedando. Y sé que me perdonará que insista tanto en esto de la historia, que es mi estribillo favorito.
Profesor de historia e historiador fue aquel inolvidable Emilio Castelar, cuya frente broncínea suelo ver brillar al sol de Castilla cuando paso por el paseo de la Castellana, y veo erguida su diestra en ademán más profético que oratorio, aquel repúblico del 3 de enero de 1874, el que luego, en la Restauración, formuló el posibilismo que es el historicismo, y con ello preparó al pueblo español para el último cambio de postura constitucional.
¿Derecha? ¿Izquierda? Sé que usted, mi desconocido lector solitario, no es ni diestro ni zurdo, sino maniego. Y sé que usted no busca programas, sino informaciones. Y que le ayuden a sentirse y consentirse en España.
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