El Sol (Madrid), 27 de diciembre de 1931
Cuando se está uno recogido a acurrucado en el viejo hogar, que va apagándose, de los recuerdos olvidados, tiritando en siesta de imaginación, oye que de pronto se la cortan con un “¡Pero qué joven está usted, D. Miguel!”, y piensa que estar joven no es serlo. “Pero ese que así me la cortó, ¿quién es? ¿Cómo se llama? Ah, sí; su apellido empieza con pe; a ver: pa, pe, pi, po, pu, pla, para, pri...¿Pardo? ¿Prado?… No sale… ¿Dónde y cómo le conocí? ¿Me conoce él? ¿Quién es? Ah, sí; uno de esos mozos que van por ahí diciendo y rediciendo ―¡son tan redichos!― que hemos dado un salto archisecular, que ésta es una España nueva, otra generación, otro siglo.”
Siglo, séculum, quería decir en su origen propiamente generación. Los siglos, sécula, que se seguían eran las generaciones. Y ellas formaban una seguida, una cuerda continua, aunque formada de varias hebras que se cortaban. Mas como no todas en un punto, de aquí la continuidad secular y seglar. ¿O es que se rompía alguna vez la seguida? ¿Es que hay solución de continuidad histórica? ¿O es que los hombres representativos, los que dan nombre a una generación, a un siglo, se dan, como dicen por aquí en tierra salmantina los charros que se dan las desgracias, por ventregadas? Así lo proclaman esos que se entregan a la sociología. Pero la historia, que se ríe de tales casilleros, se calla a tal propósito.
El presente comentador, uno de esos a quienes nos encasillan en la generación del 98, tenía entonces, en 1898, cuando el desastre de Santiago de Cuba, en las postrimerías de la Regencia, treinta y cuatro años. ¿Qué edad tienen los de este siglo, los de esta generación que llamarán la de 1931 o la de la República? ¿Qué edad tienen estos que niegan la edad que fue?
“Empieza otra generación, otro siglo ―nos dicen―, un siglo redondamente seglar y un siglo en que ya no cabe dormir.” ¡Con que nos quepa soñar! Porque nos dicen los sabihondos que durmiendo, en el sueño, reposa el corazón, aunque sueñe el seso. Pero hay pesadillas… Y hay reposos de muerte, descansos en paz última, en terrible paz civil, cuando se rompe la seguida. Aunque si el grano no muere, no echa raíces, ni prende en tierra, ni se reproduce.
Ahora viene ―¡vaya por Dios!― un siglo estrechamente seglar, secularizado, en el que se van a arrancar los últimos rastrojos de la que D. Marcelino llamó la democracia frailuna española, en el que vamos a entrar por el camino laico, esto es, lego, y pedagógico. Ahora vamos, o mejor, van ellos, a vulgarizar el arte y la ciencia seglares. Y sólo a algunos melancólicos soñadores al amor del fogón, que va apagándose, de los viejos recuerdos olvidados, se les puede ocurrir que vulgarizar resulte avulgarar, achabacanar. ¡Es tan duro tener que resignarse a tener que salirse del siglo para volver al claustro materno de la tierra!
¡Pedagogía y demagogía! (Acentúese así, en la i, como en pedagogía, porque demagogia ha venido a querer decir muy otra cosa.) ¡Pedagogía y demagogía! O como dijo aquel Joaquín Costa ―¿también del 98?―: escuela y despensa. O también política escolar y política hidráulica. O como decían los otros: “¡Pan y catecismo!” A lo que algún seglar contestó con lo de “¡Carne y ciencia!” Política escolar y política hidráulica, o dicho de otro modo: saltos de saber y saltos de agua.
¡Ah! Pero es que en la política hidráulica entran los saltos de agua, las cascadas; pero entran también los pantanos, los remansos de agua. Y junto a los saltos de saber, ¿es que no hay también remansos de saber? ¿Y, sobre todo, amparos de consuelo? Y esa pedagogía demagógica y seglar, ¿no va acaso a dejar que se quede en seco el gran remanso de nuestro tradicional consuelo?
Así, junto a los rescoldos de los viejos recuerdos olvidados, se abriga uno con nombres, con nombres que son almas de las cosas. Y el comentador se refugia en esta lengua maravillosa en que por profesión se recrea, en esta lengua que remansó Cervantes, y que batieron con sus arabescos Góngora y con sus grecas Quevedo. Y en ella repite en arcaísmo: “Santificado sea el tu nombre.” Porque esto de el tu nombre es un arcaísmo, como lo es lo de: “venga a nos el tu reino”, que hoy diríamos “que nos venga tu reino”… Pues todavía rezamos el padrenuestro en un romance de siglos, de generaciones atrás, en un romance no seglar, sino claustral.
Pero temo atollarme en una meditación que amaga hacérseme abismática. Acaso en nosotros los del 98 resucitaron los de 1836, como en estos de ahora los de 1868. ¿Resucitaremos en los de 1970? Que así se siguen las generaciones, se revezan los siglos y reviven en los nietos los abuelos.
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