El Sol (Madrid), 3 de marzo de 1932
No es para bien expresada, lector amigo, la emoción que me embargó al leer en la mañana del pasado sábado, y en estas mismas columnas, el relato del incidente de la interrupción pedernosa que desde la tribuna pública, popular, lanzó a la Cámara un pobre mozo “desdichado” ―así se le llamaba aquí―. Es seguro que de haber sido testigo de ella no me habría producido apenas impresión, pues el suceso careció de importancia exterior. Y no fui testigo porque yo había abandonado el escenario poco antes de la escena para ir a sermonear a otros mozos ―estos estudiantes de Medicina― en el anfiteatro de San Carlos.
La ruidosa interrupción de piedra ―ruido de cidriera rota― en nada alteró la marcha de los debates. Y el hecho, que ni a desacato llega ―por la parte alícuota que me toque no me siento desacatado―, no temo que vaya a caer en la jurisdicción de la ley de Defensa de la República, que es otra ley de Jurisdicciones, como la de antaño. Todo se reducirá, espero, a que se le ponga en cura al desdichado mozo. Desdichado, sin dicha, pues que sin esperanza; desesperado, que él se dijo.
El incidente no fue más que una insignificante, pero significativa, nota marginal, una acotación parentética, como (aplausos), (sensación), (expectación), etc. etc. Todo en la representación parlamentaria y dentro de su propia escenografía.
Pero ¿por qué me emocionó tanto el relato? Como os dije, lectores amigos, en mi último comentario, el de los delfines, en estos días me están subiendo a flor de conciencia recuerdos de mi mocedad de Madrid, de cuando yo tenía la edad que hoy tiene el interruptor de la piedra. Y lo que llegó hasta conmoverme fue esto que leí aquí:
“Parece que interrogado sobre su filiación, declaró que era un desesperado, un solitario, sin familia. “No tengo ―parece que dijo― ni padre, ni nadie, ni nación, ni patria; no tengo más que diez y nueve años.”
¡Un desesperado! ¡Qué voz tan íntima, tan entrañadamente española! Tanto, que en la forma desperado pasó, como siesta, pronunciamiento, junta, torero y otras, a otros idiomas europeos cultos. Y hay en francés un hermosísimo soneto de Gerardo de Nerval con esa voz española por título.
Un desesperado y un solitario. ¿No son acaso una y la misma cosa? Un desesperado es un desesperanzado, uno que ha perdido durante la espera la esperanza. “El que espera desespera”, dice nuestro hondo dicho decidero. ¿Sabe esperar la actual mocedad española? “No tengo patria; no tengo más que diez y nueve años.” ¡Más que…!
“No tengo más que diez y nueve años…! También yo, lector, los tuve y los sigo teniendo. Y me vuelven aquellos, cuando no tenía más. Aunque sí, sí, pues a mis diez y nueve años había cobrado ya siglos de tradición española. Siglos que me consolaba de la soledad aneja a esa edad agorera. Porque la mocedad de diez y nueve años suele ser una soledad. La soledad suele ser la patria de un mozo de diez y nueve años en el ámbito del interruptor con pedrada. “¡Juventud, primavera de la vida!” Pero, ¡ay primaveras españolas con semanas de pasión! El dulzor de España es el otoño, cuando los álamos, los chopos, los negrillos y los frutales se revisten de oro y de llama, los colores de su enseña. Los frutos de primavera suelen ser agrios. Frutos de destiempo y desazón.
Me puse a imaginarme el hondo estado de ánimo de ese pobre mozo, solitario y desesperado, que quería asomarse a la historia nacional y patria, él, sin nación, ni patria y con sólo sus diez y nueve años de soledad. ¿Comunista? Un solitario desesperado no puede ser comunista, porque la comunidad excluye la solitariedad, y el comunismo es esperanza. No, la enfermedad ―enfermo es lo mismo que civilizado― de ese mozo es otra. Es una enfermedad típicamente española. Y él, el enfermo, uno de tantos. ¡Y tantos!
El mozo solitario y desesperanzado lanzó un canto rodado a destiempo, y no más que para provocar una desazón. (Des-esperado…, des-tiempo…, des-sazón…, ¡qué intraductibles estas voces tan nuestras!) Quiso irrumpir en la pequeña historia cotidiana, gacetillesca, interrumpiéndola con pedrada. Que es un modo de continuar la historia. Que si hay, según dice la Gramática oficiosa, conjunciones disyuntivas, hay interrupciones continuativas. Los que ahogan la historia no son los interuptores ni los rebeldes, sino que son los neutros, los apolíticos, los de “¡no me hable usted de la guerra!”, o “¡no me hable usted del Estatuto!”, o “¡no me hable usted de la cuestión religiosa!”, aquellos sobre que cayó el terrible anatema del Dante, el gran desdeñoso, el de: “no hablemos de ellos, sino mira y pasa”. Esos, los retraídos, los huidos, los emigrados, los callados. Su retraimiento, su huida, su retiro, su abstención, su silencio son peores que la peor pedrea.
¿Llegaremos a comprender el íntimo estado de ánimo ―de ánimo o de desánimo― de esta mocedad de diecinueve, que tiene por patria la soledad? Y ese desánimo de la desesperación ¿no llegará a hacer desalmados? Es trágico ese momento de la vida, y más en esta nuestra tierra y en este nuestro tiempo. La juventud se nos rebela. ¿Que no sabe lo que quiere? ¿Y nosotros, sus padres, queremos lo que sabemos? ¿Y sabremos asomarnos al brocal de esas almas doloridas? ¡Ay nuestra pasada mocedad española, compañeros del 98! Y ¡ay la España de la mocedad del 1931, la que ya desespera de la República!
Este mozo huraño y melancólico ―un ejemplar― sí que es un jabato de ley. Un ejemplar, digo. ¿Anormal? ¿Y cuál la norma? ¿Cuál la norma de esta juventud que nos empuja a la jubilación, sin júbilo, que se nos viene encima? ¿Cuál la norma? Y jabato… Pero dejemos para otro día la definición del jabalí.
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