El Sol (Madrid), 10 de enero de 1932
El documento que han dirigido a los fieles católicos españoles los obispos de España lo es muy detenidamente pensado y redactado con singular ecuanimidad. Y tienen, sin duda, justicia los obispos cuando protestan contra las limitaciones que se ponen a las Asociaciones religiosas y al derecho de manifestarse los fieles en procesiones religiosas, a la libertad de enseñanza, a que se pueda subvencionar a toda Asociación excepto a las religiosas, y otras protestas así. Como la de que con el hipócrita pretexto del cuarto voto de los jesuitas ―”en lo que tenga de realidad” dice muy bien el episcopado― se pretenda disolver la Compañía de Jesús, la creación española más universal, y sea cual fuere el juicio que ella nos merezca y sin reunir siquiera los argumentos jurídicos que para disolverla reunieron los consejeros del piadosísimo rey Carlos III, consejeros que eran todo menos sectarios.
El manifiesto episcopal es algo sereno, respetuoso y grave. Y con él inician sus firmantes una “misión” que es muy otra cosa que aquella “cruzada” ―¡término agorero!― que preconizó este mismo episcopado en aquel otro —lamentable— documento con que se abrió, a estímulo de D. Alfonso, la llamada Gran Campaña Social, que él mismo tuvo que atajar. El cambio de los tiempos les ha enseñado a los prelados de la Iglesia Católica Romana de España a ver más claro, aunque no del todo.
La equivocación del episcopado al dirigirse a “la conciencia cristiana del país” estriba, en efecto, en no darse entera cuenta del estado de esta conciencia. Que a la Iglesia Católica Romana pertenezca “la mayoría de los españoles” es una afirmación tan insustancial como la de decir que en tal día España dejó de ser católica. Porque no es lícito contar, para este recuento ―casi apernamiento― de conciencias, como fieles a todos los bautizados bajo la fe del litúrgico “¡volo!” del padrino. Católicos de nacimiento, como republicanos de nacimiento ―o de toda la vida―, no son más que inconcientes cuando no se han hecho luego ellos un credo. Lo que ha producido la situación congojosa y apurada en que hoy se encuentra el catolicismo ortodoxo oficial de España es que sus directores no se daban cuenta de su fuerza ―o mejor, de su debilidad― y procedían a base de esa equivocación. Y ahora comprenderán todo lo desatinado que fue desatarse contra el liberalismo ―que era pecado― cuando es en este pecado, en el del liberalismo, en el que tendrán que buscar su principal apoyo de la parte de fuera.
Hay, por otra parte, en ese documento un párrafo muy significativo, y es aquel que dice: “Ni faltan hombres poco avisados que creen resuelta la crisis religiosa, pensando que con preceptos legales se ha amortizado a Dios y a la Religión en la vida española, y declarando que el catolicismo les es simplemente indiferente.” Porque, en efecto, ningún español con sentido histórico —es decir, avisado— puede decir que le sea indiferente el catolicismo, sentencia tan insustancial, y a la vez insincera, como la de declarar que una nación deje de ser católica por virtud de un sufragio.
A este comentador, por su parte, no le es indiferente ni el catolicismo ni ningún otro credo religioso, anti-religioso, científico, artístico o político. Y si de algo se ha preocupado uno es de escudriñar cuál sea el verdadero sentimiento religioso español. Y le sorprende con qué descuidada ligereza se ponen los unos a declarar que el pueblo español ni es creyente ni siquiera religioso —que se puede serlo sin apenas creencias— y los otros a declarar lo contrario. ¡So… sociólogos!
Llegan días de prueba y de depuración acaso, para la Iglesia Católica Romana de España, días en que tendrá que renunciar a insensatas “cruzadas” para dedicarse a su “misión” propia, que es, en su máxima parte, obra de españolidad. Y los que sentimos la religiosidad española, sean cuales fueren nuestras íntimas creencias o descreencias, no podemos menos que consentir en esa obra de confortamiento de la unidad patria. Que lo de unidad católica, esto es: universal, tiene un sentido más hondo que el que le da la ortodoxia romana. Ni depende de un credo dogmático ortodoxo. Hasta los dudadores profesionales —avistando a las veces la desesperanza, y hasta la desesperación— ponemos sobra toda duda y sobre toda negación la necesidad espiritual de una unidad de anhelo, que querer a Dios sobre todas las cosas es querer Dios sobre todo. Y otro día os comentaré este nuevo lema: “Somnia Dei per hispanos”. Que también es sueño la vida eterna.
Y en cuanto a los jesuitas, su error —¡uno de tantos!— ha sido el de creerse, fiándose de la leyenda que les han hecho sus poco avisados adversarios sistemáticos, con una fuerza y arraigo de que carecen. “¿Jesuita y se ahorca? ¡Su cuenta le tendrá!” —decían los otros ingenuos hermanitos —los del triángulo―, y con ello los ingenuos jesuitas se dieron a ahorcarse creyendo que les traía cuenta. Aquel folleto que en propia defensa publicaron y que comentamos en estas mismas columnas prueba cuán equivocados se hallan respecto a su crédito, a su influencia y a su obra los sucesores —degenerados— de aquellos dos máximos espíritus vascos que fueron Íñigo de Loyola y Francisco Xavier. Los de hoy apenas si cuentan algo en la cultura española. Es la persecución con que se les amenaza —otra inútil y absurda ley de Defensa de la República— lo que les empieza a dar alguna importancia.
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