El Sol (Madrid), 26 de noviembre de 1931
Aquí, en esta Salamanca, acostada vera del Tormes, que la breza bajando de Gredos, espinazo de España, aquí, a digerir, a cocer sensaciones de Cuenca encrespada entre las hoces del Júcar y el Huécar, que bajan de la cordillera ibérica, costillar de la Península. ¡Dos tipos hermanos, pero tan diferentes estas dos tierras castellanas! Cuelgan las viviendas de Cuenca sobre las hondonadas de ambos ríos, y es como sí la ciudad fuese borbotón de los entresijos de la sierra ibérica; casas desentrañadas y entrañables que se asoman a la sima. Y todo, el caserío y el terreno, paisaje natural. Y espiritual. Rocas barroqueñas —y barrocas— que semejan murallas, como almenadas, tal vez embozadas en yedra; un castillo interior, de las entrañas de la tierra madre, aun más que en Ávila de Santa Teresa. Huesos, piel y vello de arbolillos desmedrados, no; como en Salamanca, jugosa tierra mollar.
Y toda esta convulsión en que se apelotona Cuenca no fue plutónica, de terremoto, sino obra del agua lenta y tozuda, la que cala y corroe y descarna la tierra y la hiñe y conforma. Así la tradición, liquida también, surca y corroe, y labra y talla, y tortura hondas hoces en el lecho rocoso de un pueblo. Y hasta inquisitorialmente, como lo probó y comprobó Cuenca en su historia.
Se abrazan y conyugan Júcar y Huécar al pie de la iglesia mayor que ha bendecido tantos desemboques mutuos de vidas de almas oscuras. “Nuestras vidas son los ríos, / que van a dar en la mar, / que es el morir...”, cantó el del Carrión, y a morir se han ido, mejidos sus caudales, vidas aparejadas en costumbre. Se conocieron acaso en aquel parque provinciano, enjaulado, y formaron un hogar. Mezclada a la neblina de las hoces contemplé la humareda de los hogares ciudadanos. En las márgenes de los dos ríos, chopos y álamos encendidos, como cirios, en rojor otoñal. ¡Y qué vidas! Aguardando todos los días, desde la mañana, al mañana eterno; aguardándolo, que no esperándolo. Vida no de esperanza, mas ni aun de espera, sino de aguarde. Y de aguante. “Posada del rincón” todo, y no tan sólo la que así se llama y empapelada su estancia con números de semanarios gráficos de actualidades pasajeras. En un rincón de una hondonada, los cipreses de las Angustias, arrimados al respaldar de la roca, junto al abandonado convento donde no hace mucho buscaba refugio y sosiego el cardenal Segura, primado de España.
¡Qué vidas! Alguna vez, a siglos, una sacudida histórica; ya es Alfonso VIII, que en 1177 arranca la ciudad a la morisma; ya es otro Alfonso, de Borbón y Este, aún vivo, hermano del pretendiente al trono D. Carlos, que con su María de las Nieves, la doña Blanca de la blanca boina, cuya leyenda oí, de niño, nacer, y los que en 1874, pareja moza, entran, con su hueste de facciosos carlistas, a saco en la misma Cuenca. Dos aniversarios: el 21 de septiembre y el 15 de julio, que se agregan al aro de las festividades litúrgicas, con el día de Difuntos, el de Navidad, los de Pasión —procesiones callejeras en que entre encucuruchados penitentes de mascarada chispea la cara lacrimosa de la Virgen Madre—, los de Resurrección; la historia de siempre y que siempre, como el caudal de los ríos, vuelve por las mismas hoces de siempre.
En la catedral, el esplendor recatado de la rejería repujada. Pero mayor intimidad en aquellas rejas caseras que cierran los ventanales de la alta calle de San Pedro, que sube hacia el Castillo, a más de mil metros de altura. En aquellas encumbradas entrañas de la meseta castellana se forjaron aquellos barrotes de cierre como hila la oruga en las suyas las hebras del capullo en que se encierra a dormir sueño de coco antes de ser mariposa. Que así durmieron sus ensueños los hidalgos conquenses, entre rejas, en esa cuenca bivalva y roquera de encantada ciudad.
Flores de este paisaje espiritual aquellos hermanos Valdés, de los primeros y próceres renacentistas reformados españoles. Como agua de los ríos natales habíales labrado el alma el caudal de dos tradiciones: la de la fe y la de la lengua. Para Juan, el del imperecedero Diálogo, lengua la religión en que hablaba a su Dios y de España, y religión su lengua vulgar, a las que dio nuevo aliento y usó la Reforma. Teólogo y filólogo en uno, Valdés —teofilólogo como su maestro Erasmo—, estremecido de entrañada querencia a su nativo romance castellano, y estremecido de piadoso cariño a la fe que les hizo soñar la vida a sus antepasados, de castizo abolengo. Sabía Valdés que creer es hablar con Dios en la lengua viva de la cuna, sin truchimanes medianeros, y en conformidad de incertidumbre.
Así, mientras las viviendas colgadas del caserío de Cuenca, empinándose las unas sobre las otras, miraban con sus ojos huecos, sus luces, a las aguas que van a dar a la mar, de donde brotaron, por el lecho de las hoces, volvía yo mi vista histórica al pasado sendero de los siglos de nuestra inacabable doble reconquista, la de nuestra lengua de hablar con nuestro Señor, el Padre de la España eterna, nuestra fe vulgar y popular, y la de nuestra otra lengua, religión también, nuestro ibérico romance castellano. Y recordaba que cerca de Cuenca, en las márgenes manchegas de la vertiente de su serranía, en llano ya, en Belmonte, vio la luz otro teofilólogo renacentista y escriturario, fray Luis de León, el del legendario “decíamos ayer” —siempre decimos lo que ayer dijimos—, que, libre ya de la Inquisición, que le husmeó hebraizante y acaso marrano, cantó la descansada vida del que huye el mundanal ruido aquí, en esta Salamanca, donde se cansó al cansar a los otros.
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