sábado, 3 de junio de 2017

Entre encinas castellanas

El Sol (Madrid), 11 de julio de 1931

Hace poco, con motivo de la campaña electoral a que mi historia me empujó, fui algunas veces, soslayando a los hombres, a cruzar campos por entre estas matriarcales encinas castellanas. Matriarcales, velazqueñas y quijotescas. Llevando siempre en el hondón de mi memoria la visión de una tarde en que al ponerse el sol contemplé plantado al pie de una encina un toro tan berroqueño como ella, y detrás, de fondo, frisando en el ocaso, el oleaje dorado de un trigal.

¡La encina! ¡Símbolo y emblema secular del alma de esta tierra! “Robusta” la llamó Don Quijote, es decir, robliza, y es, de hecho, hermana del roble, el árbol santo de Guernica, el de las libertades vascas, que extendía su fruto por el mundo todo. La encina, árbol que parece de roca, de berrueco, dura, prieta, inmoble al viento, de oscuro follaje perenne. Negra ―ilice nera— la llamó Carducci al cantar a las fuentes del Clitumno, y al maldecir al sauce llorón ―piangente salcio— al “desmayo”, “amor de los tiempos humildes”. Estas robustas matriarcales encinas castellanas, de secular medro, que van siendo sustituidas, ¡lástima!, por esos pinos quejumbrosos ―¡queixumes dos pinos!— y resinosos. Estas encinas que esconden recatadamente su flor, la candela, y dejan escabullir —o sea escascabullir, o salirse del cascabullo o cascabillo, del dedal— la bellota —“su dulce y sazonado fruto”, que dijo Don Quijote, para que se ceben cochinos en la montanera. Cochinos que mantendrán a los hombres. Y entre estas “robustas encinas” los “valientes alcornoques”, que alguna vez se casan con ellas y dan el curioso y rarísimo mesto, un mixto o mestizo de unas y de otros.

De las entrañas de la encina, de lo que se llama su corazón —corazón de encina—, del íntimo leño rojo de sus ramas gruesas, forjan los charros dulzainas. Sacan un rollo, lo perforan a lo largo con un asador en brasa y le ponen luego los agujeros para puntearla. Y así resultan melodiosas las rojas entrañas de la encina en que toca el dulzainero aires de la tierra castellana.

Por estas tierras, por estas dehesas, anduvimos, caballeros andantes, hace unos años llevando una campaña agraria, quijotesca, no electoral, hablándoles a los labriegos y gañanes de que de poco sirve dejarles las manos libres para el contrato de trabajo si con las cercas de los cotos se les ponen grillos a los pies. Y hemos podido ver al cabo de años el fruto de aquellas nuestras predicaciones. ¿Sólo de aquellas? Alguien nos precedió: un profeta mítico y místico. Que al recorrer ahora de nuevo estos campos he recordado otra predicación, una predicación propiamente comunista, al pie de una encina castellana, predicación de hace tres siglos y cuarto. Fue de Don Quijote, el gran comunero.

En el capítulo XI de la primera parte del libro se nos cuenta cómo el caballero, habiendo tomado “un puñado de bellotas en la mano y mirándolas atentamente, soltó la voz” a razones… comunistas. Fue cuando entonó aquella “arenga” de: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados...”, y lo de que entonces se ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío”, pues eran en aquella santa edad todas las cosas comunes”, y todo lo demás, que podemos, como los cabreros que lo oyeron, volverlo a oír, leyéndolo del libro los que no se lo sepan ya de coro. “Larga arenga”, que, según el malicioso Cervantes, “se pudiera muy bien excusar” Don Quijote, y a la que aquél, el historiador, llamó “inútil razonamiento”. Pero yo, el comentarista, al comentar la “arenga” en mi Vida de Don Quijote y Sancho hace ya más de un siglo, sostuve, como hoy sostengo, que no fue inútil el razonamiento comunista del caballero y que les llegó al fondo del alma a los cabreros, que, aunque al pronto parezcan no entender, entienden al cabo, y que hay que hablarles como se habla a Dios, del hondo del corazón, y en la lengua en que se habla uno a sí mismo a solas y en silencio. La música de las palabras resonará en las mentes de los cabreros —dije y digo— mejor que en la mente de los bachilleres al arte de Sansón Carrasco. En aquel mi comentario expresé mi fe en el poder de la palabra pura, mi fe en Don Quijote, “dando al aire de que respiraban todos reposadas palabras vibrantes de una voz llena de amor y de esperanza”.

Y he vuelto a oír, he vuelto a oír entre las matriarcales encinas castellanas, surgiendo de sus melodiosas entrañas, la voz de Don Quijote, y he vuelto encontrar a sus cabreros. Y sigue sonando la dulzaina castellana, sólo que ahora suena son de lucha entrañable.

Días antes de emprender esta campaña me paseaba por otro encinar, el del Pardo, a las puertas de la Villa y Corte del Oso y del Madroño. Y me acordaba de la agonía del penúltimo Borbón de España, de Alfonso XII, que soñando en el hijo —¿hijo o hija?— que le iba a nacer estertoreaba entre las encinas del Pardo: “¡qué conflicto!, ¡qué conflicto!” Y no sé si en aquel Pardo hubo o no pacto. Y luego, últimamente, entre esas mismas tristes encinas languidecía, ajándose, el nieto y heredero del Restaurador. Y ahora que va por fin a abrirse al pueblo la dehesa del Pardo, podrán ir los españoles a escuchar lo que dicen las matriarcales y entrañadamente melodiosas encinas quijotescas a los pinos, los robles, los sauces, las hayas, los olivos, los avellanos, los algarrobos y los demás hijos de la roca ibérica.

¡Milenarias encinas castellanas a que riegan ramas del Duero y del Tajo, que Dios bendiga vuestro canto quijotesco, canto que me ha sido dado oír mientras miraba el oleaje dorado de la mies a espera de la hoz segadora!

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