El Norte de Castilla (Valladolid), 19 de marzo de 1932
¿Pesimista? ¿Derrotista? Sí, esto es como cuando se habla de Jeremías, el encendido profeta de Israel que le enseñaba a su pueblo cuanto merecía sus aflicciones sin que por eso se diera a llorar. El sentido que alcanza corrientemente el término “jeremiada” es un sentido anti-histórico. Y vengamos a casos.
He leído que Benavente ha dicho: “quién pudiera emigrar...” Pero eso es un modo de decir y quien lo dice, malditas las ganas que de emigrar tiene y precisamente para poder decirlo. Es como aquello otro que se atribuye a don Antonio Cánovas del Castillo, aquello de que “no es español sino el que no puede ser otra cosa”, modo de decir que en boca del restaurador de la dinastía borbónica significaba que él, Cánovas, no quería ser otra cosa que español. Esas duras expresiones brotan de los pechos más patrióticos.
¡Emigrar…! ¿Y para qué? Para sentir saudade —soledad—, morriña de la patria que se dejó. Es mejor sentirla de la patria en que uno se queda y arraiga. Porque hay soledad, hay saudades, de lo que se tiene en torno —o mejor dentro—, se tiene morriña de lo que se posee y toque, se echa de menos lo que se tiene.
Y esto de la saudade —término, como sabéis, portugués para la nostalgia—, me recuerda aquel melancólico soneto que hace más de cuarenta años escribía aquel trágico poeta lusitano que fue Antonio Nobre, aquel soneto que empezaba: “En certo reino, a esquina de Planeta...”, y acababa: “Nada me importas, Paiz, seja meu Amo / o Carlos ou o zé da Th'reza… / Amigos, que desgraça nacer en Portugal!” ¡Qué desgracia nacer en Portugal! Y cómo se regodeaba Nobre en esa desgracia. Como Leopardi, el más hondo y entrañable de todos los poetas pesimistas, el dechado de pesimismo poético —o sea creativo—, se gozaba de que su desesperación —su tedio más bien— fuese italiano. El que nos dejó dicho, y para siempre, en italiano lo de: “Desprecia al poder escondido que para común daño impera, y la infinita vanidad del todo”, se sentía catoniano, lucreciano, romano, y cantaba a Bruto. Era un gran patriota.
No hace mucho que en una revista argentina, Sur, leí en un artículo denso de Jorge Luis Borges que se titulaba “Nuestras imposibilidades” y que era un amargo examen de las fallas del espíritu público de su tierra, esta conclusión: “Hace muchas generaciones que soy argentino; formulo sin alegría estas quejas”. ¿Sin alegría? Sin duda, pero no sin cierta satisfacción. Con la satisfacción de haber cumplido un deber de patria.
Y no creo que haga falta recordar al lector medianamente culto siquiera lo que el Dante, el ardoroso gibelino, le decía a Italia, llamándola burdel (bordello), y el Dante sí que era italiano hacía muchas generaciones. Porque eso de llamarse uno argentino —o español, o italiano, o lo que sea— de “hace muchas generaciones”, es un gran hallazgo de expresión, que supone sentirse en la historia.
Yo he dicho por mi parte alguna vez, y la expresión ha logrado cierta boga, que me duele España. Y cuando a uno le duele su tierra, su patria, le lleva a eso que los ligeros de cascos llaman pesimismo o derrotismo.
No, el pesimismo no es lo peor, ni siquiera lo malo, aunque en otro respecto aparezca pésimo; lo peor es la insensibilidad. Aquel Díaz Quintero que en Cuba, antes de la revolución septembrina, mereció que los españoles incondicionales le llamaran “pillo, traidor laborante, cobarde, insurrecto, canalla, mambí” y que aquí, en la Península, fue la bestia negra, el coco de los católicos, dijo al discutirse en las Constituyentes de 1869 la libertad de cultos, que él no era ni católico, ni protestante, ni budista, ni judío, agregando: “No soy ni siquiera ateo, porque no quiero tener con las religiones positivas ni el contacto de la negación”. A lo cual se le llamaría hoy agnosticismo, si el modo de expresarlo Díaz Quintero no hubiese sido de una abrumadora y tosca vaciedad. Pero así como hay esa posición respecto a la religión, la hay respecto a la patria. Y consiste en desinteresarse de ella.
Porque no, lo grave para el porvenir del alma de la patria no es lo que de ella digan los que se dice que suelen de ella decir mal, lo grave es los que de la patria se desinteresa, los que no la echan de menos, los que no se dan cuenta de que en ella viven. Y por lo demás, debemos regocijarnos de que no se le haya ocurrido a la Cámara —parlamentaria ¡claro!— votar una ley de Defensa de la patria, o de España, porque entonces habría que haber visto a qué se llamaría ofender a la patria. Que es peligroso tener que habérselas con un grupo —partido o lo que sea—, atacado de manía persecutoria. Enfermedad mental y sentimental —o mejor: resentimental—, que suele atacar lo mismo que a los individuos a las colectividades o comunidades. De lo que da clara muestra la frecuencia con que eso que se llama opinión pública —que no suele ser ni pública ni opinión—, da en decir que un sujeto, más o menos público, está haciendo una campaña derrotista o emponzoñando al pueblo con pesimismos.
El español que se ocupa en España, que habla de ella, sea como fuere, le hace un gran servicio. Lo grave es el que no quiere tener con ella, con su patria, ni el contacto de la negación. Y cuando oigáis a un español, y más si es de primera, decir: “¡Quién pudiera emigrar!...”, pensad que nunca he expresado más hondamente su ansia de la España que echa de menos.
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