El Sol (Madrid), 17 de enero de 1932
Heródoto de Halicarnaso, llamado el padre de la historia ―historia para tan fino escéptico valía por enquesta―, dechado de socarronería y agudeza jónicas ―es decir, de temple liberal―, al narrarnos del loco de Cambises, llega a cuando éste, en un ataque de furia racionalista, mató al buey Apis, ídolo viviente para los egipcios, diciéndoles: “¡Ah, malas cabezas! ¿Semejantes dioses os nacen, de sangre y de carne y a que se hiere con hierro? ¡Digno es de los egipcios tal Dios!” Matóle, y los sacerdotes lo enterraron a hurtadillas.
Y el socarrón de Heródoto comenta la loca insensatez de Cambises, pues tal estima el burlarse de las cosas y usos religiosos. Y añade el jonio: “Pues si alguien propusiese a cualesquiera hombres que eligiesen las mejores costumbres, examinándolas elegiría cada uno las suyas propias, pues piensan que son las mejores. No es, pues, de creer sino que se volvió loco el hombre que de ello se burla.” Y da luego un caso como prueba de su aserto. “Darío ―dice―, al principio de su mando, llamando a unos griegos presentes les preguntó por cuánto querrían comerse a sus padres fallecidos, y ellos le dijeron que no lo harían por nada, y después de esto, llamando a unos indios, por nombre Calatías, que se comen a sus padres, les preguntó delante de los griegos, y por medio de truchimán para que se enterasen de lo dicho, por cuánto dinero consentirían el quemar a fuego a sus padres fallecidos, y ellos, gritando mucho, le mandaron que se callase. Así va todo esto, y me parece que estuvo atinado Píndaro al decir que el Rey de todo es la costumbre.” “Nomos”, la voz griega.
Impiedad para los unos sepultar a los padres en el vientre de los hijos, y ellos los queman; impiedad el quemarlos ―la cremación― para los que se los comen. Y si el socarrón de Heródoto, que así se chanceaba de la locura racionalista de Cambises, viviera hoy en España ―vivió en la Grecia del siglo V antes de Cristo―, tendría no poco que socarrar de las manías católicas y de las anti-católicas, de las racionalistas y de las anti-racionalistas de partidarios de unos u otros enterramientos.
Porque lo de la cremación no es, para los más de los que la propugnan, cuestión de higiene, sino de ir contra lo que estiman una superstición cristiana, la de la resurrección de la carne; es ir contra el sentimiento que llevaba a los antiguos egipcios a momificar sus cadáveres para conservarlos; contra el culto a la muerte. ¿A los antiguos egipcios? ¿Por qué se ha embalsamado, casi momificado, y vuelto a embalsamar al cadáver de Lenin, y se le expone a la adoración ―¡así!― de los fieles bolcheviques, sino porque éstos siguen, quiéranlo o no, fieles a la tradición ortodoxa rusa, y esperan, no siempre a sabiendas, la resurrección carnal del nuevo padrecito de Rusia? Porque esos a quienes el mismo Lenin predicó la concepción materialista de la historia, la de Marx, y les enseñó que la religión, la de Cristo, es el opio del pueblo, están amasando otro opio, tan supersticioso como el pasado, si es que no es el mismo. Que la historia no se corta.
Por otra parte, los que prendieron fuego a la capilla jesuítica de la calle de la Flor no debieron proponerse reducir a ceniza un resto material de San Francisco Javier.
Lo más hondo del razonamiento escéptico y hondamente liberal de Heródoto de Halicarnaso estriba en decir que es abierta locura ir contra las arraigadas ―es decir, radicales― costumbres de un pueblo, por absurdas y disparatadas que nos parezcan, cuando a nadie le estorban la vida, sino más bien se la consuelan, como ocurría con el culto que al buey Apis rendían los egipcios. Y acaso Heródoto presentía que los principios filosóficos racionales de la sabiduría helénica, la socrática, eran otro buey Apis. ¡Pues qué de mitos en la ciencia!
Cuéntase en mi tierra que en una villa guipuzcoana se reunieron antaño unos radicales anti-clericales a ver cómo podrían molestar más al cura, y uno de ellos dijo: “Sinagoga biar degu”; ¡nos hace falta una sinagoga! Mas como ninguno de ellos supiese en qué consiste ella y cómo se establece y funciona, acordaron proponer horno crematorio, no por razones de sanidad y policía urbana, sino por dar en la cabeza al párroco, que, a su vez, imponía ciertos ritos funerarios a los radicales muertos, no más que por dar en la cabeza a los vivos.
De todo lo cual se saca en limpio, conforme a la doctrina liberal ―esto es, escéptica― del padre de la historia, que es locura e insensatez proponerse matar al buey Apis sin esperar a que se muera. Que si se muere, lo más probable, racionalmente pensando, es que no resucite ya; pero si se le mata a hierro, escandalizando a sus fieles, es casi seguro que resucitará en otro buey.
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