El Sol (Madrid), 23 de octubre de 1931
La discusión del art. 48 de la Constitución, relativo a la enseñanza oficial, dio origen a un apasionado debate político en la Cámara. Por su relieve, traemos aquí el texto taquigráfico de las intervenciones de los señores D. Miguel de Unamuno (...)
El Sr. UNAMUNO: La enmienda dice así: “A las Cortes constituyentes: Los diputados que suscriben tienen el honor de proponer la siguiente enmienda al dictamen de la Comisión de Constitución, en el artículo 48: Art. 48. Es obligatorio el estudio de la lengua castellana, que deberá emplearse como instrumento de enseñanza en todos los centros de España. Las regiones autónomas podrán, sin embargo, organizar enseñanzas en sus lenguas respectivas. Pero en este caso el Estado mantendrá también en dichas regiones las instituciones de enseñanza de todos los grados en el idioma oficial de la República. Palacio de las Cortes, a 21 de octubre de 1931.—Miguel de Unamuno, Miguel Maura, Roberto Novoa Santos, Fernando Rey, Emilio González, Felipe Sánchez Román, Antonio Sacristán.”
Y ahora, señores diputados, debo confesar que me levanto en muy especial estado de ánimo, no muy placentero ciertamente. Apenas convaleciente de un cierto arrechucho, no sólo físico, sino también psíquico, vengo con el ánimo profundamente entristecido y contristado y no sé si podré poner la debida sordina a mis palabras y contenerme en los límites también debidos, porque no tengo costumbre ninguna de ese forcejeo de partidos políticos ni de cambalaches ni de transacciones. Afortunadamente para mí, y acaso más afortunadamente para vosotros, no pertenezco o no formo parte de ninguno de esos partidos, mejor o peor cimentados, y en los que se resuelven las cosas bajo normas de disciplina; pero hay por debajo de esos partidos políticos una especie de —no le llamaremos partido— agrupaciones que podían denominarse profesionales. En esta Cámara hay médicos, en esta Cámara hay abogados, en esta Cámara hay ingenieros, hay también hombres de oficios manuales, y en esta Cámara, señores, hay demasiados catedráticos (Murmullos); probablemente somos demasiados entre maestros y catedráticos. Yo, que sé lo que he sufrido bajo el pliegue profesional, quisiera hoy, cuando se trata de la enseñanza, poder libertarme de él, poder libertarme de ese triste pliegue que no nos deja ver las cosas con bastante claridad. Dondequiera que el Ejército ha abusado, se ha formado un partido antimilitarista; donde el Clero ha abusado, se ha formado un partido anticlerical. Nuestros hijos, nuestros nietos, conocerán en España un partido antipedagogista, porque yo temo mucho a la pedantería de los que nos arrogamos el sacerdocio de la cultura. (Muy bien, muy bien.) Esto es algo muy peligroso; más ahora que oigo hablar continuamente de cultura (ya es una palabra que me duele en los oídos del corazón), y aquí, cuando parece que se trata de apoderarse, por la enseñanza, del niño, de formar su alma, hay veces que, tristemente, creo que de lo que se trata es de dejar tranquilos a los maestros y a los profesores; es un funcionarismo. No sé por qué en esta Constitución de papel que estamos haciendo no se ha puesto un artículo que diga: “Todo español será funcionario público”; y en muchos casos esto quiere decir que todo español será pordiosero. Esta es la verdad verdadera.
Digo esto, porque precisamente en estos días, cuando estaba apasionando aquí y fuera de aquí ―en Cataluña, en Vasconia, en Galicia y en las demás partes de España― este problema de la enseñanza del idioma, he recibido cartas y telegramas de padres de familia, de muchachos algunas, de una amargura extrema, que me recordaban a aquellos pobres españoles que fueron a Cuba en un tiempo, casaron allí, formaron allí su familia y se vieron luego despreciados por sus hijos. He recibido cartas de una enorme amargura; pero la mayor parte de los telegramas han sido de funcionarios, de maestros, que lo que querían es que no se les quitara una colocación. Y es que en el fondo, más que de otra cosa, se trata de eso: de si ciertos funcionarios podrán seguir funcionando en unos sitios con libertad o no podrán seguir funcionando. No es mas que eso; muchas veces es una cuestión de competencia profesional.
Pero, viniendo al fondo de la cuestión, no es, acaso, lo de la lengua, con serlo tanto, lo más grave. La lengua, en muchos casos ―y lo decía muy bien el Sr. De Francisco―, en mi tierra nativa se toma como un instrumento de nacionalismo regional y de algo peor, y es allí, además, una lengua que no existe, que se está inventando ahora y que rechaza todo el mundo, porque el genuino aldeano, si se le pregunta a solas, dice: “A mí no me importa eso; lo que yo quiero es aquello que me pueda elevar el espíritu y que me pueda hacer entender de la mayor parte de las gentes.” Pero lo que se trataba con la lengua es de establecer lo que la Biblia llama un “schibolet” para distinguir a unos de otros y que pasara el que pronunciara una cosa bien y no pasara el que pronunciara otra mal. Yo he visto cosas, como decir que para poder aspirar a ser secretario de un Ayuntamiento era menester conocer el vascuence en un pueblo donde el vascuence no se habla.
Quiero abreviar, porque ya digo que no estoy en ánimo muy propicio. Se ha venido aquí hablando continuamente de cultura (oímos esta palabra allá en los principios de la guerra mundial): cultura con c de la pequeña, latina, o con k alemana, con cuatro puntas como un caballo de Frisia; pero hay otra cosa que parece más modesta que la cultura y que, sin embargo, a mí me preocupa mucho más, que es la civilización: la cosa civil. Pablo de Tarso, el apóstol de los gentiles, cuando se dirigía a sus paisanos, a los hebreos, les hablaba en hebreo ―lo cuenta el libro de “Los hechos de los Apóstoles”―, pero dictaba su cristianismo en lengua griega, que era la lengua ecuménica del Imperio romano; cuando se presentaba ante el pretor, contestaba: “Soy ciudadano romano.” La civilización es de ciudadanía y es romana y lo de la civilización es siempre imperial.
Aquí se hablaba el otro día de minorías étnicas. ¿Qué es eso de minorías étnicas? ¿Dónde están las minorías étnicas? ¿Minorías en qué sentido? ¿Contada toda España o contada una sola región? Yo me acuerdo que, hace años, un alcalde de Barcelona se dirigió al entonces rey D. Alfonso XII, en nombre, decía, de los naturales de Barcelona. Yo me creí obligado a protestar. Un alcalde de Barcelona no puede dirigirse en nombre de los naturales sino de los vecinos, sean naturales o no, ni se puede establecer una diferencia entre vecinos y naturales. No hay, ni puede haber, dos ciudadanías.
Ese es el punto de la civilización. Yo no sé cuántos son los que constituyen esa llamada minoría étnica; por ejemplo, en Barcelona no sé si son el 10, el 20, el 30 o el 40 por 100. Lo que me parece bochornoso es que se les vaya a proteger como a una minoría. ¡A proteger...! El Estado no debe pasar por eso; a que le protejan otros y a que se les dé como una asignatura el castellano; como un instrumento, no; como una asignatura, no. Esto hace que se forme ese triste caso de lo que llaman el meteco, el hombre que esta continuamente sufriendo. ¿Que por qué no se asimila? ¡Ah! Eso habría que verlo muy despacio y con mucha calma.
Pero dejando estas consideraciones, porque si me dejase llevar de ellas llegaría a cosas muy amargas, vengo al texto concreto. “Es obligatorio el estudio de la lengua castellana; que deberá emplearse como instrumento de enseñanza en todos los Centros docentes de España.” Yo hubiera preferido que se dijera: “es obligatorio enseñar en castellano. Las regiones autónomas podrán, sin embargo, organizar enseñanzas en sus lenguas respectivas (naturalmente, los comunistas podrán organizarlas en esperanto o en ruso); pero, en este caso, el Estado mantendrá también en dichas regiones las instituciones de enseñanza de todos los grados en el idioma oficial de la Nación.” En este caso, y en cualquier caso, “mantendrá”. La cosa está bien clara; no tiene más que seguir manteniendo.
Hoy hay en Barcelona una Universidad de España, y este es el punto fuerte; Universidad de que no puede ni debe desprenderse el Estado español en absoluto; que no debe caer bajo el control de ningún otro Poder que el del Estado español, ni compartirlo. Porque aquí, de lo que se trata en el fondo es de apoderarse de esa Universidad. ¡Cuidado!, que yo temo mas aún que a la autonomía regional a la autonomía universitaria. Llevo cuarenta años de profesor, sé lo que serían la mayor parte de nuestras Universidades si se dejara una plena autonomía y cómo se convertirían en cotos cerrados para cerrar el paso a los forasteros. Alguien me decía: ¿Es que se va a sostener allí una Universidad con el dinero de Cataluña? No, con el dinero de toda España, naturalmente, incluso Cataluña; como se mantienen las Universidades del resto de España, y con el dinero de Cataluña.
Además, yo que no entiendo mucho, ni quiero entender, de ciertas distinciones jurídicas, veo que hay una cosa, que nunca comprendo bien, cuando se habla de catalanes y no catalanes. Para mí todo ciudadano español radicado en Cataluña, donde trabaja, donde vive, donde cría su familia, es no sólo ciudadano español, sino ciudadano catalán, tan catalán como los otros. No hay dos ciudadanías, no puede haber dos ciudadanías.
Por lo demás, y quiero abreviar, por encima de esta Constitución de papel está la realidad tajante y sangrante. Se quiere evitar con esto cierta guerra civil (claro; no una guerra civil cruenta a tiros y palos, no); me parece que va a ser muy difícil, y además no lo deploro. Me he criado, desde muy niño, en medio de una guerra civil y no estoy muy lejano de aquello que decía el viejo Romero Alpuente de que la guerra civil es un don del Cielo. Hay ciertas guerras civiles que son las que hacen la verdadera unidad de los pueblos. Antes de ella, una unidad ficticia; después es cuando viene la unidad verdadera. Y ¿qué más da que hagamos la guerra civil? Cualquier cosa que hagamos estará siempre en revisión; la revisión es una cosa continua; los periodos constituyentes no acaban nunca; es una locura creer que porque pongamos una cosa en el papel, va a quedar ya hecha. Además, ¡hay tantas cosas que no quieren decir nada, que no tienen eficacia ninguna!
Y como alguien más podrá manifestar algo (puede ser que yo tenga ocasión de añadir algo también), digo que no veo peligro, como se me ha dicho, en tomar ciertas actitudes. Me han dicho que hay peligros para la República. No sé; no veo que los haya. Parece la República muy timorata; cree que es hasta un acto de agresión hacer la apología del régimen monárquico. A mí me parece esto una inocentada; pero, en fin, yo no veo esos peligros y, en ultimo caso, si los viera, creo que hay que atajarlos; mas, también, como he dicho muchas veces, creo que aquí hay algo por encima de la República. (Aplausos.)
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