El Sol (Madrid), 27 de enero de 1932
Sin haber entrado España de manera directa y material en la Gran Guerra de 1914, los efectos, tanto materiales como espirituales de ésta se han hecho sentir tanto aquí como en algunos beligerantes. Hemos presenciado fracasadas intentonas de traducir el fajismo italiano ―que se ha quedado en literatura huera―, y ha prendido, también literariamente, un endeble gajo de bolchevismo a la rusa, que, por ridícula gala, se ha desgajado, se dice, en trotzkismo y stalinismo. Y aun hay quien habla de oro de Moscú, lo que nos recuerda aquella copla de antaño: “Dicen que vienen los rusos / por las ventas de Alcorcón, / y los rusos que venían / eran seras de carbón.” Y hay, por otra parte, partido político parlamentario que no es sino remedo de otro francés.
Y ahora empieza a refrescarse una triste manía centro-europea, en la que ya hace años dieron nuestros fantasmagoreadores de extrema derecha. Nos referimos al anti-semitismo. Hace ya cuarenta años que en Salamanca, por lo menos, un grupo de tradicionalistas e integristas enhechizados por las fantasías de Eduardo Drumont y de Leo Taxil, dieron en denunciar el peligro judaico en España, sin que podamos olvidar la broma que a tal caso les gastó este mismo comentador que os habla. Pues aquellos hombres crédulos e ingenuos que vivían casi retirados del mundo ―ni a casinos ni a cafés― comunicándose casi a diario con los jesuitas de la Clerecía, tenían como éstos, también ingenuos, reverendos padres S. J., una concepción fantasmagórica y pueril de la historia, y eso que entre aquellos había un catedrático de Historia Universal. La cual les era como una función de magia ―algo así como “La pata de cabra”― llena de tenebrosas conjuraciones luzbelianas, de poderes ocultos, de maquinaciones soterrañas y demoníacas, de misteriosidad y hasta de milagrosidad. La judería y la masonería, mellizas, eran las dos infernales potencias de que se servía Luzbel ―o Belial― en su lucha contra los que siguen la bandera de Cristo Rey. Era el modo como los jesuitas respondían a la leyenda que de ellos ―¡cuitados!― iban haciendo los de la tramoya contraria. Ni unos ni otros querían reconocer lo de que no hay más cera que la que se ve arder y ni hay secretos tenebrosos.
Hace unos días un diputado de extrema derecha, hijo de uno de aquellos integristas salmantinos del grupo, invocaba el testimonio de una cierta “Revista internacional de sociedades secretas” para contarnos cómo se había inaugurado aquí, en Madrid, una sinagoga con asistencia del alcalde, lo que éste, el Sr. Rico, negó. Y no sabemos qué proyecto de cementerio judío. Y se lleva ahora una campaña contra cierto diputado, llegando a pedir su expulsión, no ya del Parlamento, sino de España, por suponérsele, acaso con razón ―¿y qué?―, de raza judaica. ¡Sólo nos faltaba esta mala versión de una triste manía vesánica centro-europea, como es el anti-semitismo! Vertedero, ya secular, de las demencias de pueblos que creían en brujas, hechiceros, poseídos y endemoniados. Y aquelarres y sacrificios de niños cristianos y envenenamientos de manantiales.
Cierto es que aquí, en España, ha habido entre el vulgo docto una idea, que creemos muy exagerada, de la influencia hebraica en nuestra patria. Cuando Blasco Ibáñez estaba en París, en 1925, en sus entrevistas con judíos sefarditas, aumentaba a su modo ―¡y qué modo!― la acción y proporción de la judería en España y se jactaba de llevar sangre judía, cultivando la leyenda ―la de “El tizón de la nobleza”― de los judaizantes y cristianos nuevos como antaño se les llamaba. Pero a este comentador que os dice siempre le ha parecido eso hijo de una trastrocada perspectiva histórica.
Estamos, en efecto, convencidos de que el fondo del pueblo español es, racialmente, uno de los más homogéneos , el de su primitiva población celtibérica romanizada, y de que los diversos invasores e inmigrantes, numéricamente muy pocos, se confundieron pronto con él. En la historia se oye más a cuatro que vocean que a cuatro mil que se callan, más el estrépito de los cascos de los caballos invasores, que el paso de los bueyes lentos que en tanto trillaban las mieses. Y llegamos a creer que un pueblo que se nos coló en España, sin hogares, ni historia, ni literatura, ni comunidades legales, ni personajes, al sol y al viento, tiene a este respecto más importancia ―vegetativa y subhistórica― de la que se le concede. Sospechamos que acaso haya en España más sangre gitana que visigótica, morisca o judaica, siendo una leyenda lo de que los gitanos ―que hoy se asientan y hasta se afincan― se hayan mantenido aparte del resto. Tal vez Carmen y la Gitanilla cuentan más que Maimónides. Que hay en sangre y en espíritu más de gitanería que de judería ―asistimos a más gitanadas que a judiadas―, sobre todo en las clases bajas. Mas de esta sospecha, que a muchos sorprenderá, otra vez.
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