El Sol (Madrid), 22 de agosto de 1931
Otra vez días de reflujo. Cansado de pensar. Sobre todo quien, como el comentador, piensa, en hombre, con palabras; piensa palabras, y más siendo de oficio desentrañador del lenguaje. Duro oficio donde la pereza mental colectiva, nutrida de lugares comunes, confunde todas las palabras de tal modo que apenas si quedan entendederas enterizas y sanas. Y luego tener que ―¡terrible tener que!― pensar con palabras, pensar palabras de un Parlamento, en un Palabramento. Palabramento en que los abogados, más o menos palabreros, sienten la necesidad de renegar de su oficio. Oficio no de fabricantes de palabras, sino de revendedores de ellas.
“¡Palabras, palabras, palabras!”, decía el personaje shakespeariano. Y el dickensiano, aquel inmortal maestro de escuela de los Tiempos difíciles del más inmortal Dickens, decía: “¡Hechos, hechos, hechos!” ¿Pero es que hay oposición entre la palabra y el hecho? Toda palabra, si es viva, es un hecho, un hecho vivo, y todo hecho vivo es palabra. Se equivocaba Fausto al corregir la palabra del prólogo del Cuarto Evangelio. Sólo hay lo muerto y lo vivo, sea hecho o palabra. Y el hecho, muerto es el hecho consumado, es decir, consumido, es lo acabado. Si se quiere, lo perfecto, “Estamos ante un hecho” ―me han dicho algunos buenos catalanes amigos míos, que son todos mis buenos amigos catalanes. Y yo, renunciando a exponerles filológicamente la diferencia entre un hecho, algo que se hizo, y un suceso, algo que sucedió o pasó, me he dicho y les he dicho que un hecho es algo, si es vivo, que se está haciendo y deshaciendo. Se empieza a morir el día en que se nace. Y así al hecho opone el hombre el que-hacer y el que-hacer suele consistir en deshacer el hecho. Que es rehacerlo. Todo menos la posición fatalista, materialista ―en el sentido de Marx― de que el hombre se deje llevar de las cosas, de que la personalidad se soyugue a la llamada realidad. Hay una necesidad más honda, una necesidad espiritual, aquella de que hablara el Apóstol Pablo cuando decía que él evangelizaba movido por necesidad, ananque. Y así el comentador. Tiene que decir, por necesidad espiritual, lo que dice y por duro que el decirlo le resulte.
Marx, el materialista de la historia, enseñaba que el estómago dirige al hombre. Pero Maquiavelo, que de psicología, y por lo tanto de historia, sabía más y mejor que Marx, enseñaba que el hombre entrega la vida por la bolsa y la bolsa por la vanidad. Y a la vanidad suele llamársele personalidad. El mercader que nos parezca más materializado se deja arruinar por mantener su personalidad, y pierde el crédito por sostener su credo. No, no; no es todo negocio. El espíritu puro, desinteresado, tiene sus aduanas. Y hay un comercio de ideas y de sentimientos, que es más hondo que el comercio de artículos manufacturados. Hasta en nuestras luchas intestinas tratémonos como personas.
“¿Nación? ¿Estado? ¡Es cuestión de palabras!” Así me decía mi buen amigo, como catalán que es, el Sr. Companys. ¡Cuestión de palabras, por si le llamó tal o cual, por si habla así o asá, llegan hasta matarse los hermanos! ¿Leyes? ¿Códigos? ¿Codiguillos o codicilos? Importan muy poco. Lo que importa es el espíritu, es la palabra íntima con que se aplican. ¿Cordialidad? Racionalidad, ya lo dije. Por algo en catalán a hablar le llaman razonar, “enrahonar”. ¡Y ojalá razonaran siempre!
Lo que importa es la palabra íntima, la palabra de comprensión. Y comprenderse, prenderse o tomarse mutua y conjuntamente, es convivir. No hay más unidad viva que la de la convivencia. Y lo que le queda a este comentador por decir respecto a la convivencia. ¡Qué cartas que rezuman amargura y hasta congoja está recibiendo de los que no pueden ya convivir con sus convecinos, de los que se sienten sentidos ―y resentidos― como bárbaros en el significado primitivo de este vocablo tan sobado y asendereado! Bárbaros, es decir, extraños, forasteros, metecos.
¡La convivencia! Aquí está todo. Y la convivencia no es cosa de convención; convivir no es sólo convenir. Ni es cosa de pacto. No se pacta la convivencia. Y más cuando, queramos o no nos queramos, tenemos que convivir. Los pedantes, hablan de simbiosis.
Y ahora, lanzado en este camino de palabras, llevado por ellas, como le llevaban a mi San Pablo, el gran conceptista y gran palabrero ―así le llamó un pretor romano―, recuerdo lo que le dije a uno que me decía que quiero a España con locura, y es que le respondí que no es que yo no quiero a España, sino que quiero España. Y no es lo mismo.
Mas dejemos, lector, estas palabrerías para continuarlas otra vez. ¡Si supieras lo que cansa al pensamiento, a la vez lo que enfebrece al corazón este febril y apasionado desentrañar el lenguaje en busca de la palabra íntima sobre que se asiente la convivencia española!
No hay comentarios:
Publicar un comentario