El Sol (Madrid), 29 de octubre de 1931
¡Qué zambullida aquella en muchedumbre ateneística! ¿Intelectual? La muchedumbre no lo es nunca. La inteligencia es el verdadero principio de individuación. A pesar de Averroes, el entendimiento es señero.
En el salón, donde duermen ecos de pasadas refriegas de debate, gritos, vociferaciones, increpaciones, aplausos, pateos, pero todo somero, sin que nada se encumbrase. Una sesión agitada, pero como puede ponerse, bajo un torbellino de aire, la sobrehaz de una laguna quieta, cerrada, sin desagüe, cuyo caudal no mana a ninguna parte ni nada riega ni mueve. De vez en cuando, burbujas del légamo del hondón. Y en tanto el raudal de un gran río abierto se va a la mar, reflejando, como quieto espejo, las nubes del cielo azul y los verdores de las orillas. Y allí, en el salón aquel, ni una voz que surtiera de las entrañas del pueblo que se creía representar aquel mocerío muchedumbroso. ¡Y yo, hundiendo mi cabeza bajo el encrespamiento y soñando en... mi mocedad! Sueño que me rompía el estallido de motes sin sentido, como “¡frigios!, ¡monárquicos!, ¡cavernícolas!” Y una voz fresca gritando; “¡Educación!, ¡educación!” Algún preopinante hablaba de serenidad. Y de revolución.
¿Revolución? ¡Qué mito! Unos dicen haberla hecho, una revolución, la suya; otros dicen que está por hacer. “¡Haremos nuestra revolución!”, sonó allí, en el salón del Ateneo, Y yo pensaba —o soñaba— si es que son los hombres, mozos o no, los que hacen las revoluciones, o si son las revoluciones las que hacen a los hombres, las que los hacen hombres. ¿Hacer la revolución? Pero ¿cabe decir nunca “hemos hecho una revolución”? Una revolución no es nunca un hecho; una revolución es siempre un inacabable quehacer. Porque una revolución se revoluciona a sí misma, se revuelve contra sí misma. Es la serpiente mítica que se devora a sí misma encentándose por la cola.
Pero ¿es que aquellos mozos quieren hacer su revolución? Más que lo dudo. Lo que quieren los más de ellos es que la revolución los haga. Los haga hombres. O, más claro, los coloque. Es una nueva generación que busca empleo. Y cuando le oigáis a uno hablar de enchufes, de diez veces las nueve es que busca enchufarse. Las revoluciones acaban en un trasiego de personas, Y de aquí estas pequeñas tragedias domésticas que se están ahora dando —o representando— de un padre ultraconservador, reaccionario, que se encuentra con un hijo comunista. Que es la manera que éste tiene de ser conservador. O de prepararse a serlo.
Se encontró una fórmula para expresar la llamada concepción materialista de la Historia, según Carlos Marx, y es la de decir que son las cosas las que llevan a los hombres y no los hombres los que llevan a las cosas. Claro está que en la Historia los hombres son cosas, esto es: causas, y las cosas, las instituciones, son humanas. Una crisis económica no es un terremoto. Si al ámbito de las cosas le llamamos la realidad —de res, cosa, objeto—, al ámbito de los hombres le llamaremos la personalidad, de persona, sujeto. Y ahondando aquí nos encontraríamos con el pavoroso problema de la libertad y la necesidad, de la espontaneidad y la fatalidad. El pavoroso problema teológico-político que torturó a Spinoza.
La verdad es que la Historia la hacen las cosas y los hombres, los objetos y los sujetos, en terrible juego dialéctico; las cosas hacen a los hombres y los hombres hacen a las cosas. Y se deshacen unos y otras. La realidad realiza a la personalidad, y ésta, la personalidad, personaliza a la realidad. Pero en este divino juego la realidad hace revoluciones, y la personalidad, reacciones. Las cosas les arrastran a esos mozos que se creen —o al menos se dicen— revolucionarios; pero un día, cuando se hayan hecho dueños de sí mismos, hombres, sentirán que se rebela —y se revela— en ellos la personalidad, y se harán, en el hondo sentido humano, reaccionarios. Reaccionarán agarrándose a lo que queda, a lo que no pasa. Porque la reacción es lo propio del hombre luchando contra el Destino que le arrastra a su fin, a su propio fin —que es su finalidad—, luchando por conservar el progreso, por hacerlo tradición. Y entonces surge el conservador de la revolución. Que tal es la dialéctica, la polémica mejor, de la Historia.
Y de ésta, nuestra revolucioncita —o revuelta— española de 1931, ¿qué va a salir? ¿Qué obras de arte, de ciencia, de industria, de derecho, de religión? ¿Qué obra de civilización? En esto pensaba yo mientras somorgujaba mi seso bajo aquel barullo del mocerío sedicente revolucionario.
¡Pobres náufragos aquéllos! La tormenta, a que se confiaron, los echó, desgarradas las velas y astillado el gobernalle, a una isla desierta, muy hermosa de naturaleza, pero desierta de humanidad, y tuvieron que quemar la nave. ¿Para no volver, como en la leyenda de Hernán Cortés? ¿Para cortarse la retirada? ¿Para cerrarse la reacción? No, sino que, como se arrecían de frío, tuvieron que encender el leño de la nave, tuvieron que quemar sus cuadernas, y su quilla, y sus mastes, para calentarse a su llama. Y tuvieron que abrigarse con las desgarradas velas, tiritando empapados en salina de tempestad. Hay quemas que parecen revolucionarias y en el fondo son reaccionarias. ¡Terrible agonía de polémica revolucionaria!
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