lunes, 5 de junio de 2017

Por las tierras del Cid

El Sol (Madrid), 4 de septiembre de 1931

Unos días a restregarme el alma en la desnudez ascética de la vieja Castilla reconquistadora, la del Cid, Guadalajara, Atienza, Berlanga, Burgo de Osma, San Esteban de Gormaz, Soria, Numancia, Almazán, Medinaceli, Cifuentes, Brihuega..., nombres que son tierras que resuenan en este romance castellano, cuyo primer vagido literario sonó en ellas, en esa Extremadura, o sea frontera con los moros. Romance de romanos que aterraron, que echaron en tierra, a los celtíberos en Numancia.

¡Desolación de Numancia entregada a los arqueólogos! Allí, en la piedra del umbral de un viejo hogar celtibérico, la svástica que vino luego a ser el crucifijo martillo del Cid, el que se guarda en Salamanca, junto al sepulcro del obispo don Jerónimo. Y allí, aterrados, hechos tierra y ceniza, los que para defender su personalidad diferencial resistieron a los romanos imperiales. Y se hizo Hispania. Y corrieron los siglos, y llegaron los moros, imperiales también, y luego la Reconquista.

¡La Reconquista! ¡Cosas tuvieron nuestros Cides que han hecho hablar a las piedras! ¡Y cómo nos hablan las piedras sagradas de estos páramos! Reconquistado su suelo, Castilla, que había estado de pie, se acostó a soñar en éxtasis, en arrobo sosegado, cara al Señor eterno. Y soñó recuerdos y esperanzas: soñó esas “sirenas del aire” que posaron, empedernidas, en los capiteles románicos. Aunque los más ni soñaban: cuidaban sus ganados, sus veceradas, y roturaban sus campos. Tenían tanto sueño, sueño de cansancio secular, que ni les dejaba soñar. Dormían la vida en Dios, que era quien les soñaba. Era el sueño de la Reconquista. Y en tanto, corrían las aguas del Ebro al mar de Roger de Lauria, y las del Duero, al mar imperial de Colón, de los Reyes Católicos, católicos de catolicidad, de universalidad española.

¡Medinaceli! El arco romano, imperial, mirando con ojos que son pura luz al paisaje planetario de aquellas tierras tan tristes que tienen alma, como dijo nuestro Antonio Machado. ¡Y tanta alma como tienen! Medinaceli heñido en el páramo por los dedos sobreimperiales del Señor. Se van arrumbando las ruinas que son Medinaceli, porque hasta los muertos se mueren. Y allí acabó de agonizar, muriéndose, Almanzor. El tambor legendario de Calatañazor ya no suena; se le rompió el parche. Y allí en Medinaceli, junto al arco romano, ha edificado el Patronato de Turismo un albergue, sin duda para que los turistas puedan ir a decir, como el baturro del chascarrillo: “Conque agonizando, ¿eh?” De Numancia a Medinaceli fue mecida, como en lanzadera del telar de Dios, mi alma.

Esta tierra pobre, con pobreza divina, fue la de Láinez, la de Sanz del Río, la de Ruiz Zorrilla. y esta tierra era hace cerca de un siglo, cuando escribía Madoz, una de las que sostenían más escuelas. Y hoy mismo, los descendientes de aquellos celtíberos romanizados ―y romanceados― se afanan en levantar escuelas como aquéllos levantaron sus recogidas iglesiucas románicas. Renace un nuevo culto en una nueva reconquista. Y pueblan el aire claro del páramo nuevas sirenas del aire. Se siente que un nuevo éxtasis afirma una personalidad integral, no diferencial, y sin alharacas. ¿Estáticos, quietos? Esto les llaman los sedicentes dinámicos ―¡pedantes!―; pero no son estáticos, sino extáticos. Vuelven a ponerse fuera de sí, enajenados, y no ensimismados. Y yo sueño en una nueva reconquista integral, imperial, de la radical España.

Contemplando aquellas tierras celtibéricas romanizadas y romanceadas me acordaba de cómo al decirle un día a mosén Clascar ―el traductor del Génesis al catalán― aquello de “¡Ancha es Castilla!”, me replicó mi buen amigo, no sin cierta melancolía diferencial: “¡Sí, tan ancha que nos perdemos en ella!...” “¡Perderse!” Nadie se pierde así sino para ganarse, para integrarse. No se perdieron los celtíberos en Numancia; no se perdió Almanzor en Medinaceli. No se perdieron los moros que levantaron el castillo de Gormaz, ni se perdieron los moros a quienes conquistó en castellano el Cid Ruiz Díaz de Vivar, el de la Valencia del Cid. Y los sones de su canción de gesta, del Cantar de Myo Cid, se han fundido con los sones de Ausias March, absorbiendo a éstos. Que los que parecen perder su personalidad diferencial la recobran más íntima, más radical, más imperial, más universal, en la personalidad integral en que se asientan los que se agitaban en pie.

Desde aquella cumbre de páramo que es Medinaceli en ruinas, barbacana sobre Aragón en tierra castellana, veía subir al cielo de Dios a nuestra España y soñaba que el Dios del Cristo la soñaba como Él se sueña: una y trina, y con un solo Verbo y un solo Espíritu.

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