jueves, 1 de junio de 2017

Comentario

El Sol (Madrid), 23 de diciembre de 1931

Desde que asistimos a la ceremonia de la promesa del Presidente de la República española, del Presidente de España, y luego al desfile de tropas nacionales ante el Palacio Real de Madrid, venimos rememorando aquella pompa simbólica y su profundo y para los más de los que en ella tomaron parte oculto sentido. Fue una con-memoración, un memorar o recordar algo de consuno todos. Un festejo, los malévolos decían que para diversión de papanatas y no más que para viso, pero que puede resultar para cosa. El público amontonado frente al Palacio de Oriente era el mismo, añadían, de donde salían antes los espectadores del relevo de la guardia real. Y así como a aquel espectáculo no les solía llevar fervor monárquico, tampoco a éste fervor republicano.

Fue a mostrarse al pueblo desde la antigua mansión de los reyes borbónicos un hombre que ha sido ministro de uno de esos reyes, del que nos ha traído, bien que a su pesar, la República, y fue llevando al cuello el collar de Isabel I de España, la reina unificadora y llamada por excelencia la Católica. Y el que lo llevaba es, en esta España ya no oficialmente católica, católico y católico practicante, y que hace hasta ostentación de sus prácticas de tal. Y este mismo Presidente, que prometió fidelidad a la nueva Constitución española, al pie de las estatuas de los Reyes Católicos, Fernando V de Aragón e Isabel I de Castilla, que en efigie presiden las sesiones de Cortes, él mismo los invocó antaño, allí mismo, como forjadores de España, de la España unificada. Y los republicanos de toda la vida le rendían el debido acatamiento.

Desfilaban ante el Palacio de Oriente, ante una presencia y también ante una ausencia, tropas nacionales ―entre ellas miqueletes, miñones o forales vascos y mozos de escuadra catalanes―; pero la simpatía popular, irrazonada, era para los Tercios y los Regulares de Marruecos. ¿Era por simple sentimiento artístico? ¿Es que se ha borrado la impopularidad última de la guerra de África? ¿Es que ya no se piensa en el abandono del dichoso Protectorado como cuando el episcopado español, en documento dirigido al último rey de España, le llamaba a la campaña marroquí “cruzada”? ¿O es que aquella masa sentía oscuramente, sin conciencia de ello, que ese protectorado, en una u otra forma, siendo carga de internacionalidad lo es de nacionalidad, de unidad española? Porque, aquella masa allí congregada, ante aquella pompa histórica, estaba viviendo historia. Y la historia es continuidad, es continuidad entre presencias y ausencias, entre vivos y muertos. Ausencias siempre presentes, muertos o trasmuertos siempre vivos, trasvivos; tradición que va progresando, que se hace progreso, progreso que se trasmite, que se hace trasmisión o séase tradición. En aquel simbólico acto la muchedumbre se sentía, se consentía histórica, a sabiendas o no. Sentía la continuidad entre la República y la Monarquía. Con tanta o más razón que Cánovas del Castillo al inaugurar la llamada Restauración, podemos decir los españoles republicanos de hoy, que venimos a continuar la historia de España, de la España de Fernando e Isabel los reconquistadores, y a seguir fraguando conciencia española.

¡Con-ciencia! ¡Lo que nos dice esta palabra, como todas, cuando se le llega a lo vivo de sus entrañas! La conciencia viva de memoria, entendimiento y voluntad, y para mantenerla, sobre todo conciencia colectiva, nacional, hay que con-memorar, hay que con-saber ―y con-sentir ¡claro!― y hay que con-querer. La conciencia colectiva o nacional, la conciencia popular española, se mantiene de con-memoraciones, de con-sentimientos y de con-querencias.

Y ved que dejándome llevar del empuje de esta dialéctica lingüística ―que se me ha hecho profesional― he venido a dar por este neologismo analógico de con-querer en el viejo vocablo con-querir, que vale tanto como conquistar. A Jaime de Aragón ―y de Cataluña― se le llamó el “Conqueridor”, o sea el “Conquistador”. Y un conqueridor, un conquistador fue el Cid de Castilla, porque supo juntar quereres, porque supo despertar en su pueblo un con-querer. Que no se conquista, no se conquiere, sino con-queriendo. Como no se reconquista sino reconqueriendo, volviendo a querer todos lo mismo.

¿Es que en aquella masa popular que contemplaba el desfile histórico, esto es, simbólico, de tropas nacionales ante una presencia y una ausencia unidas en la inquebrantable continuidad de la historia, latía, en sus oscuras entrañas, en su subconciencia, un con-sentimiento de una reconquista espiritual de España? ¿Es que con-sentían que no ya por encima, sino acaso por debajo del problema llamado social late y palpita, y no sólo yace, el problema nacional? ¿Es que con-sentían que los problemas llamados internacionales tienen su raigambre y no su follaje en los problemas nacionales? Lo que sí podemos asegurar es que aquella muchedumbre española, ante aquel magistrado condecorado con el collar regio de la reina Isabel de Castilla, con-sentíase, aunque oscura y subconcientemente, por encima y a la vez por debajo de las diferencias de formas de gobierno. ¡Formas! ¿Formas? Confórmase ahora con la República, como antes se conformaba con la Monarquía, en una conformidad que es forma de resignación. Lo que con-quiere es que le dejen vivir espiritualmente en la historia, en comunión con los muertos inmortales que han hecho la patria española.

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