El Sol (Madrid), 6 de marzo de 1932
Voy, en efecto, a definir al jabalí, que es el modo de defenderlo. Pues merced a una frase de José Ortega y Gasset tomó cuerpo en nuestras Constituyentes, y después, en la opinión pública del país, un calificativo psicológico, y es el de jabalí junto a los de tenor y payaso. Y como .suele suceder en tales casos, algunos de los que se creen aludidos han tomado el remoquete a honra, y lo han adoptado. Y vamos al jabalí.
La palabra “jabalí” es adjetivo arábigo que vale como salvaje, bravío o montaraz, aplicado al puerco. Le distingue del doméstico o casero, que se hace en cierta manera urbano y hasta civil, dando en pocilga. A pesar de lo cual, suele comerse crudos a los niños tiernecitos, como los descuiden sus padres, y lo hace acaso en pre-represalia de que esos padres se lo coman a él.
La braveza y aun bravura del jabalí es proverbial y épica, pues que Homero nos le describe destrozando los sembrados, asolándolos, cuando irrumpe en ellos desde las brañas y los matorrales de su guarida montesa. Y es también proverbial y también épica su singularidad, el hecho de que obre solo y solitario, señero. Pues el puerco jabali o bravío no se da como el doméstico en piaras. Su distintivo es la singularidad, la individualidad. Como que es por esto por lo que en francés se le llama “sanglier”, del latín “singularius”, o sea, en nuestro romance castellano, “señero”. La característica, por lo tanto, del homérico jabalí es la singularidad. Y es curioso que esta voz: singularidad —“singularitatem”— haya dado en bable la voz “señardá” —que en castellano habría sido, de haberse desarrollado, “severidad”, o mejor “señerdad”—, que equivale en sentido a la “morriña” gallega, a la “saudade” portuguesa, a la “soledad” andaluza, a la “enyorança” catalana —de que hicimos “añoranza”—, al “iñor” valenciano y a la voz bachilleresca nostalgia. El jabalí, el puerco montaraz y señero, siente soledades, morriña o añoranza del monte, de la braña, del breñal donde crió su singularidad bravía. Es un bravo individualista que defiente a colmilladas su singularidad, y no se pliega a dejarse domesticar, a dejarse civilizar.
¿Que no se concibe una piara de jabalíes, una manada de solitarios? Así lo hemos dicho; pero… Ahí están las Cartujas. Y, en rigor, monasterio no quiere decir otra cosa que un convento —una convención— de “monachos”, de monjes, de solitarios, de jabalíes religiosos hozando en las sementeras de la creencia. Por lo demás, lo malo es hacer el jabalí sin serlo, lo que sucede a menudo tanto en los conventos como en las sectas y los partidos. El verdadero jabalí espiritual es el acabado hereje, de la ortodoxia y de la heterodoxia, como aquel aragonés Miguel Servet, que decía que el ánimo de los españoles es “inquietus et magna moliens”, inquieto y que resuelve grandes cosas, soñando grandezas.
Y se pregunta si es el español individualista o socialista se hace una pregunta tan vacía como la de preguntar si otro es egoísta o altruista, pues que el individuo que mejor afirma su yo, su “ego”, es el que mejor afirma la sociedad de que participa, ni hay nada más universal que lo individual. Y así, al dirigirnos al supremo Yo, al infinito y eterno, a Dios, en la oración dominical, no le tratamos de Vos, en plural, como a las potestades terrenales, sino de Tú singular y señero.
El español de tipo medio, castizo, es, gracias a Ti, Dios nuestro, bastante y acaso harto jabalinesco. Hasta al someterse lo hace anárquicamente. Y tiene del jabalí una cualidad —¿y calidad?— que señala muy bien el Baedéker de España al decir que el español suele ser “pointilleux et ombrageux”, quisquilloso —o puntilloso— y receloso. La puntillosidad, tan bien retratada en el pundonor de los celosos maridos calderonianos, cuyos celos no son más que envidia —¡aquí de Quevedo!—, y la recelosidad son hijas de nuestra singularidad, de nuestra señeridad jabalinesca y montaraz, pre-civil. ¿Incivil?
La civilización y la civilidad exigen piaras, manadas. Algo más que monasterios. Pero... Si la manada, si la piara ha de propagarse sin dejar de serlo, los jabalíes tienen que dejar de ser jabalíes. (Véase mi libro sobre La agonía del cristianismo.) Se les han de caer los colmillos. Que el verraco no es propiamente jabalí, sino muy otro. Don Juan no es la carne de Don Quijote. Pero ambos señeros.
El jabalí no se rinde a disciplina; no es discípulo más que del monte, y su escuela es el breñal. El jabalí ha de ser un dechado legendario para consolar de su domesticidad, de su civilidad, al puerco casero, productor de lomo, jamón, chorizo y morcilla. ¿Qué sería de la piara si alguna vez no oyese el gruñido del jabalí señero? ¿Qué sería de ortodoxos y heterodoxos sin herejes? Si todos los animales fueran domésticos y no hubiera tampoco hombres salvajes, es de temer que la civilización humana —conventual y convencional— se ahogase en podre. Sin jabalíes acabaríamos todos en payasos y tenores. Y el jabalí, si no lleva compañía, suele llevarse acompañamiento. ¡Y para soledad la de un acompañamiento que no hace compañía! ¡Señero y solo entre acompañantes, sin un solo compañero!
Y ahora tengo que declarar que no se me oculta —¡qué va!...— que cuando mi buen amigo, compañero y colega José Ortega y Gasset forjó el afortunado calificativo y clasificativo psicológico de jabalí no lo apuntó, ni mucho menos, en el sentido que yo aquí. Referíase a otra calidad y a otra clase. Y, por otra parte, que hacer el jabalí, lo repito, no es serio, sino una forma de payasada y su gruñido modo de gorgorito de tenor. Y que es fácil distinguir al jabalí genuino, espontáneo y natural del contrahecho, forzado y artificial.
En resolución, ¡suerte fatal la de tener que civilizarse!
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