El Sol (Madrid), 15 de marzo de 1932
¿No te ha acontecido, lector amigo, sentir ansión de huir de la actualidad embargante para buscar la potencialidad del recuerdo liberante? ¿No te has sentido aislado en medio de la “enloquecedora muchedurabre” (madding-crowd, que dijo Gray, poeta) de una gran urbe que vive al día, cinematográfica, telefónica y radiográficamente? Pues este comentador sí. Y estando desterrado en París solía escaparse de las avenidas y los bulevares muchedumbrosos para recogerse en la sosegada isla de San Luis, o en el Palais Royal, henchido de recuerdos de la Gran Revolución, o en la Plaza de los Vosgos, plaza para abuelos y nietos, donde vivió y murió el gran abuelo —poeta también— Víctor Hugo, y lugares los tres muy lugares. Y aquí mismo en Madrid...
Mi gran amigo Guerra Junqueiro, el gran poeta portugués, soportaba mal, no sé bien porqué, a Madrid. “En todas las grandes plazas —me solía decir en la de Salamanca— las muchedumbres tienen movimientos rítmicos, menos en la Puerta del Sol de Madrid.” Otra vez: “Por estas calles se puede ir soñando sin temor a que le rompan a uno el sueño.” Otra: “En este cielo —el de Salamanca, ¡claro!— puede haber Dios: ¡en el de Madrid, polvo!” Lo que no es justo. Porque también aquí... Federico Nietzsche —otro poeta, y van cuatro— decía: “Sabemos que la ruina de una ilusión no da verdad alguna, sino sólo algo más de ignorancia, un ensanchamiento de nuestro espacio vacío (leeren Raumes), un acrecentamiento de nuestro yermo (Oede). ¡Espacio vacío! ¡Yermo! ¡Donde poder soñar! Pero también aquí, en las calles de Madrid, cabe soñar, sin temor de que le rompan a uno el sueño. Según la calle. También aquí se puede hallar campo urbano —¡campo!—, relicario de recuerdos de leyenda; también Madrid es lugar —¡lugar!— con viviendas —no sólo posadas— de vecindario parroquial. Sí, la leyenda pliega sus alas y se posa, como sobre su nido, a dormir soñando siglos divinos en el desnudo y ceñudo páramo castellano; pero también aquí. Los tranvías y los autos atiborran de circulación urbana a la calle Mayor, a la calle Ancha, a la Gran Vía, y en esa mayoría, en esa anchura y en ese grandor —que no grandeza— se hunde la leyenda secular, aunque surta la gacetilla cotidiana. Pero...
Hace ya cuarenta años que fui a visitar a otro poeta, a Núñez de Arce, en su vivienda de la calle del Sacramento donde acaso escribió su Miserere, pues desde allí cabía recibir, a través de las encinas velazqueñas del Pardo, y como por espiritual telefonía poética, los ecos del Panteón del Escorial, que ya otro poeta. Quintana, hubo cantado. No había yo vuelto por esa calle desde entonces, y aun antes apenas sí la conocía. No está en el Madrid de mis correrías de estudiante morriñoso. Y he vuelto a esa calle llamado por otra morriña. He vuelto en romería.
La Plaza Mayor, archivo de majeza, que me trae recuerdos de su hermana mayor, la de Salamanca, y allí el pedestal de aquella hermosa estatua ecuestre de Felipe III, a que derribó perturbada turba perturbadora, hecha de brutos iconoclastas, seminario de petroleros —semillero de incendarios—. En recuerdo le llena a la plaza la ausencia de la estatua abolida. Luego, la Torre de los Lujanes, prisión que fue de Francisco I de Francia; después, la recatada señorial Plaza del Cordón, y por ella, a la calle del Sacramento, cruzada por la del Rollo —rollo: picota; ¡qué nombres sacramentados!—, y allí, en fila grave, moradas vivideras señoriales, hidalguescas, provincianas de Corte y Villa, con aire de gentileza de “Castiella la gentil” del viejo Cantar. Puertas de portaladas con dinteles, de roca castellana, adovelados, Y allí se respira sosiego y se reposa el cielo luminoso de Madrid, con Dios y sin polvo. ¿Polvo? Sí; se posa polvo de luz celeste y se debe de oír mejor, sin estrépito de bocinas, la voz de la campana parroquial que toque a ánimas y a oración. Y si ya no es así, al menos, “soñemos, alma, soñemos...” Allí ha respirado más a sus anchas mi ánimo, y he sentido mayoría, anchura y grandeza ciudadanas soñando el pasado que es y no el que sólo fue. Y en la desembocadura de la del Sacramento, el monumento a las dos docenas de víctimas que sucumbieron en el atentado de regicidio del 31 de mayo de 1906, día de la boda agorera de la última pareja regia de España. Y luego, por el Pretil de los Consejos —¡qué otro nombre!—, a la calle de Segovia, una encañada urbana, y sobre ella el viaducto, antaño suicidadero popular, que conduce a su aledaño, el Palacio de Oriente, también en cierto sentido, no literal, sino espiritual, suicidadero... dinástico. Lo que habrá escuchado en atento silencio esa calle del Sacramento, sin tranvías y casi sin autos, esa fila de viviendas ciudadanas, recogido remanso de historia. ¿Del viejo Madrid? No. sino del Madrid intemporal, del Madrid —oso y madroño— que soñaba, vivía y revivía Don Benito, su evangelista. Por esa calle del Sacramento solía callejear Bringas, el del Palacio Real.
Sí, sí, cabe callejear, discurrir por Madrid soñando a España; cabe ir soñando por calles encachadas de este Madrid senaras de España sin temor a que le rompan a uno el sueño, que nos le escuda y ampara este cielo que laña la cuenta del Duero con la del Tajo, Castilla la Vieja y la Nueva. Respira la calle del Sacramento aire del Guadarrama. Pero..., ¡ojo!, porque hay que vivir despierto. Por si acaso... A Dios rogando y con el mazo dando, no sea que se nos rompa la vela. Ese monumento de la desembocadura de la calle del Sacramento y aquel pedestal vacío de la Plaza Mayor nos amonestan a vivir despiertos. Que la barbarie que hoy se revuelve contra un símbolo, sea de carne o de bronce, mañana se revolverá contra el que le ha suplantado, y destruirá el símbolo, pero no lo simbolizado. A soñar, pues, lo que se queda; pero despiertos a lo que se pasa. Y a Dios rogando y con el mazo dando.
Por lo cual roguemos, de mazo levantado, a nuestro Dios histórico y religioso, no al metafísico y teológico, que los recuerdos de gloriosas esperanzas de nuestros antepasados, nos críen esperanzas de gloriosos recuerdos que entregar a nuestros trasvenideros.
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