El Sol (Madrid), 6 de enero de 1932
El 6 de enero, día de reyes. Pero en rigor no es así, sino día de magos. La Iglesia católica romana celebra la festividad de la epifanía, de la aparición o mostración del niño Jesús, aun no rey ―no lo fue hasta su muerte en cruz―, a los magos. Magos y no reyes les llama el Evangelio. Los magos no eran, por ello sólo, reyes. Mas ¿por qué la leyenda, la tradición popular ha hecho de los tres magos de Oriente tres reyes y el uno negro? Porque el mago, sacerdote, era un rey de la palabra, pues con ella regía a los hombres y hasta las cosas.
La magia, el conjuro, era el poder creador y curador, restaurador, de la palabra. La palabra hacía cosas. Y de la magia, el lenguaje creador, nació la religión. (Véase la teoría de Pierre Janet sobre el origen del lenguaje.) El centurión del Evangelio, cuando va en Capernaum a decirle a Jesús que le cure a un su criado, y Jesús le dice que irá y le sanará, aquel le responde que no es digno de que entre bajo su techado, sino que basta que diga una palabra para sanarle, pues “soy hombre bajo autoridad ―añade―, y tengo bajo de mí soldados, y digo a éste: ¡Ve!, y va, y al otro: ¡Ven!, y viene, y a mi siervo: ¡Haz esto!, y lo hace”. Y el Cristo se maravilló de la fe que en la magia, en el poder misterioso de la palabra, tenía el centurión. Y el Cristo mismo se nos aparece como un mago que rige sólo con la magia de su palabra. Con un: “¡Lázaro, acá, afuera!” se cuenta que le sacó de la tumba en que yacía muerto. Y su Padre, el Dios cristiano, se dice que con una mágica frase: “¡Sea la luz!”, hizo la luz, pues decir es hacer. Y dijo también: “Hagamos al hombre”… así, en conversación consigo mismo, en diálogo, pues conversación, diálogo ―y diálogo dialéctico―, es la historia humana que el Señor discurre. ¿Es, pues, extraño que de los magos, magos de la palabra, se hiciera reyes, reyes de las cosas? Pero el mago no era propiamente un rey, en el bajo sentido político.
El rey, por otra parte, podía ser un mago. En nombre del rey se ordenaba la ciudad; de real orden. La palabra real era un conjuro. Y conjuro es cosa de magia. Ese conjuro que sigue rigiendo como medio y como remedio curativo en nuestros campos. Y es curioso que la voz popular “mego” ―muy usada en gallego: “meigo”―, blando, suave, apacible, tanto puede provenir de “magicus”, como se supone, como de “medicus”. O de las dos. La magia es la medicina y a la vez la religión popular campesina, la de conjuros, ensalmos y encantamientos.
La fiesta popular de reyes no es, pues, una fiesta especialmente monárquica, sino mágica. El aguinaldo es un presente mágico, de conjuro. Y los que iban a esperar a los reyes, a los magos, iban a esperar salud, sanidad. Jesús, el mago galileo, adorado de niño en Belén por los magos, se hizo, por su muerte en cruz, Cristo rey.
¿Y ahora? Todo sigue igual; la leyenda se anuda. La República aparece tan mágica como la realeza. Y hay quienes de ella aguardan aguinaldos. ¿Qué les echará en los zapatitos nuevos? ¿O es que a la magia, al conjuro, al fetichismo o hechicería ―pues “fetiche” es voz que tomamos del francés, y éste a su vez la tomó del portugués “feitiço”, pareja a nuestro “hechizo”― monárquicos, no han sucedido acaso la magia, el conjuro, la hechicería y fetichismo republicanos? La festividad tradicional del día de magos, de la epifanía de la palabra redentora, resulta, por lo tanto, tan republicana como monárquica. Es la festividad del poder mágico, milagroso, de la palabra, de la aparición del verbo. Y si no, no hay sino observar el poderío mágico, hechiceril, que muchoa atribuyen al nombre de República, nombre de ensalmo y encantamiento, y todo el fetichismo que de esta atribución mística y mítica deriva.
Uno quisiera que ese poder mágico, de conjuro, ensalmo y encantamiento, de hechicería patria, se atribuyese, no al nombre de monarquía o de rey, ni al de república, que son comunes, sino al santo nombre de España, que es propio. Porque ha habido y aun hay muchos reyes y muchas repúblicas; pero no ha habido ni hay más que una sola España. Y es de leer en la Estoria de Espanna que mandó componer el rey Alfonso el Sabio y se continuó bajo su hijo Sancho IV en 1289, aquel loor de nuestra España, la de aquel entonces y la de otros entonces, “segura e bastida de castiellos…, engennosa, atrevuda e mucho esforçada en lid…, affincada en estudio, palaciana en palabras”… Y acaba: “Ay, Espanna, non a lengua ni engenno que pueda contar tu bien.”
¿Por qué se trastornó aquella lengua palaciana, engañosa ―restauremos la vieja palabra que dejó caer luego el ingenio cultilatiniparlante― mega o mágica de tiempos del rey mago Alfonso X, el que hizo ordenar las Partidas, aquella lengua del XIII que entonó tales loores al nombre conjurador y encantador y ensalmador de España?
Alfonso el Sabio sigue, como rey, rigiendo a España, porque fue un mago que nos dejó obras de palabra creadora y recreadora, sanadora y restauradora. Que sólo la obra mágica, milagrera, de la palabra ―raíz de la cosa― resiste al embate de los siglos. Y esa obra mágica, milagrera, se debe al conjuro, al ensalmo, al encanto de España.
Día de magos; día de reyes.
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