jueves, 30 de noviembre de 2017

Del año 1933 al 1934

El Sol (Madrid), 14 de enero de 1934, número extraordinario

Heme aquí hoy, 6 de diciembre de 1933, ante el blanco papel —blanco como el negro porvenir—, dispuesto a decir algo que no ha de ser leído hasta el primer día del año 1934, un domingo. ¿Profecías? Dios me libre. La vocación del historiador —la siento— no es de profeta. No me preguntes, pues, lector, qué es lo que creo que pasará —o mejor, quedará—, sino qué es lo que creo que ha pasado y que está pasando. Para esto provee la Naturaleza; para aquello hace falta la gracia. Y vamos al caso.

En 1933 se han condensado, se ha apretado, la guerra civil crónica entre las que se ha llamado las dos Españas, y que constituye la vida civil íntima de nuestra España común. Constituye, digo, porque ésa es la que Cánovas del Castillo llamó nuestra constitución interna, nuestra historia. No es una lucha entre República y Monarquía —dilema superficialísimo y sin consistencia—; es otra. Los liberales, los constitucionales de 1812, la plantearon ya. Riego no fue un republicano. Ni entonces quería decir republicano, así, sin más, algo claro y preciso. Como hoy tampoco.

En las últimas Constituyentes tampoco se trataba de eso que suele llamarse, para mayor confusión, régimen. Las elecciones del 12 de abril de 1931 no plantearon un problema de régimen al echar de España a su último Rey. Plantearon de nuevo el problema de la constitución interna. Y la mayoría de esas Cortes constituyentes, guiada por pedantes de la revolución —mucho más pedantes que revolucionarios— y de una revolución que no era tal, se puso a forjar una República democrática de trabajadores de toda clase, federable, jacobina y socializante. Lo que no fuera eso sería una República espuria, corrompida, monarquizante. Así lo declaraba el sumo definidor y sumo pedante de la supuesta revolución. Y la necesidad innata de crearse una conciencia de vencedores —como dijo muy bien el portugués Fidelino de Figueiredo—, conciencia que no tenían, les llevó a los gobernantes a toda clase de excesos por manía persecutoria, y a las turbas, a mayores excesos criminales, que el Gobierno dejó pasar si es que no sancionó. No valían todos los conventos la vida de un solo buen incendiario. Más cuando, según decreto verbal de la pedantería revolucionaria, España había dejado de ser católica de la noche a la mañana.

Aquella insensata mayoría, llevada por cabecillas aun más insensatos que ella, se empeñó en rematar la obra revolucionaria constitucional. Y vino la inevitable disolución de aquellas Cortes que se creyeron revolucionarias. La reacción era inevitable, en efecto. El pueblo no había querido aquello. Y se encrespó de nuevo la secular guerra civil, no entre monárquicos y republicanos —¡qué pobre y ridícula diferenciación es ésta!—, sino la misma de 1812, la misma de 1833, la misma de 1868. La lucha constitucional. Y por entonces, hace unos meses, escribí un artículo en que acababa diciendo: “O la República acaba con la Constitución, o la Constitución acaba con la República.” Era y es la revisión de esta Constitución de papel —de estraza, para envoltorios—, hoy todavía, al parecer al menos, vigente. Y por eso dije en nota consultiva al señor Presidente de la República que estas Cortes, las que acaban de elegirse, serían reconstituyentes. Y como tendrán que serlo, ya hay pedantes de revolución que están soñando en disolverlas. ¿Para qué?

El resultado de las elecciones demuestra que hay una fuerte, fortísima, parte de opinión, acaso la más fuerte y más numerosa, que quiere lo que yo he llamado alguna vez, frente a los pedantes del republicanismo ortodoxo, una República monárquica; esto es: en lo social, burguesa, o sea de cooperación, y no lucha de clases; en lo estrictamente civil, unitaria, y no de lucha de ciudadanías comarcales; en lo eclesiástico —no religioso—, liberal, es decir, de verdadera libertad de cultos, sin menoscabo ni privilegio para ninguno de ellos y sin sustituir a la religión del Estado —que aquí era la católica— por la religión de Estado. Religión de Estado que lleva al fajismo, sea de derecha, sea de izquierda. Y a lo que llaman laicismo, y que no es tal.

“¿Y qué vendrá?”, se preguntan los hombres de poca fe. De poca fe en la Historia. Y alguien —un pedante de revolucionarismo— me ha manifestado su temor de que haya que empezar de nuevo contra la reacción. Sin saber que la reacción no es nunca una vuelta al pasado, vuelta imposible. ¿Restauración? Cuando se oye hablar de ella hay que preguntarse: “¿Restauración de qué?”

Abolió Fernando VII la Constitución liberal de 1812, y vino el período absolutista, y murió el Rey absoluto, y a su muerte, hace un siglo, en 1833, estalló la guerra civil entre absolutistas y constitucionales, entre carlistas y liberales, o entonces cristinos. Y acabó en el Abrazo de Vergara con un convenio; pero el absolutismo fernandino no volvió ya. Fue corrompiéndose luego la Monarquía realista, y los excesos del final del reinado de Isabel II trajeron la revolución septembrina de 1868, que no fue republicana, la de Prim. Y vino la Monarquía liberal, casi republicana, de D. Amadeo, y luego, la no madura República de 1873. Y volvió a agudizarse la crónica guerra civil. Con aquella República acabaron el cantonalismo y el jacobinismo antiliberal, sectario. Y luego vino la llamada Restauración, la de Alfonso XII. ¿Se volvió a lo de Isabel II? Ni mucho menos. Las más, y sobre todo, las mejores conquistas de la revolución de septiembre y de la breve República de 1873 quedaron cimentadas. Gracias sobre todo a Cánovas y a Castelar. A Castelar, que fue el verdadero estadista de aquella República, el gran patriota. Su profundo dentido histórico le dictó lo del posibilismo. Y se dio la Constitución de 1876. Y siguió la historia. Y murió Alfonso XII. Y vino la Regencia con su Sagasta. Y luego, Alfonso XIII. Y la corrupción de este reinado, algo parecida a la del reinado de Isabel II, exacerbada por la guerra de Marruecos y por las salpicaduras de la Gran Guerra de 1914, trajo la dictadura de Primo de Rivera, que ha sido la verdadera revolución, aunque sin tanta pedantería de revolucionarismo como esta otra que acabamos de padecer. Y esa dictadura y la trasdictadura trajeron las elecciones de 1931, en que se votó contra aquellas dictaduras y contra el régimen que las amparó. Contra eso, y no en favor de ningún otro régimen. El pueblo no sabía, no podía saber, lo que habría de ser una República. Y las Cortes constituyentes se pusieron a fabricar una, la genuina, la correcta, la revolucionaria. Y ha salido esta Constitución de papel de la pedantería del revolucionarismo. Que no es revolución.

¿Y después? ¿En adelante? ¿Pero es que hay quien crea que hemos de volver a lo de 1922? ¿Es que hay quien crea, por ejemplo, que se ha de volver a lo de que la religión del Estado es la católica apostólica romana en el sentido de limitar, si no proscribir, otros cultos y hacer impositivo en ciertos casos el culto de ella e impositiva la enseñanza de su credo? ¿Es que hay quien cree que vamos a volver a aquellos tiempos en que los católicos luchaban contra la ley del Candado de Canalejas y los obispos protestaban contra el artículo 11 de la Constitución de 1876? No, a eso no se volverá. Semejante restauración es ya, queremos creerlo, imposible. Pero la revisión de esta triste Constitución de hoy es inexcusable. No puede subsistir su artículo 26, con esa disparatada disolución de la Compañía de Jesús y la criminal confiscación de sus bienes. Ni otras confiscaciones igualmente criminales. Ni puede subsistir todo lo que a nombre de la ley de Defensa no ha sido sino obra de injusticia.

El peligro es que se sobrepongan, no los restauradores, sino los “revanchistas”, los resentidos, los energúmenos, los pedantes de la restauración y los pedantes del tradicionalismo, tan perniciosos como los pedantes del revolucionarismo. Teniendo en cuenta que ni tradicionalismo es tradición, ni revolucionarismo es revolución.

Y basta. Pues no quiero meterme en el problema propiamente religioso, que no es el eclesiástico; en el de la religión popular —en su mayor parte adogmática y subconsciente—, en el del verdadero laicismo, que rechaza lo mismo la dictadura de la jerarquía clerical —que no es la Iglesia— que la dictadura del Estado. Este problema de la fe implícita de nuestro pueblo, de su ensueño de vida íntima eterna, es para mí el más congojoso. No lo sienten ni los políticos laicizantes ni los políticos católicos vaticanistas.

miércoles, 29 de noviembre de 2017

Andología

Ahora (Madrid), 13 de enero de 1934

A Marcelo Calderón.

Releyendo el Orlando furioso de Ludovico Ariosto, uno de los más puros poetas —de poesía pura quiero decir— que yo conozca, me encontré, en la octava 157 del canto XVIII, con este verso: “Con Stordilan, col Re d'Andología”. Y en la nota al pie de la página, el anotador Giacinto Casella, de acuerdo, seguro, con los demás eruditos, dice que está por “Andalusía”. Debe de ser así, pues sabido es qué juegos y variaciones solía hacer con los nombres aquel poeta que tantos creó y tanto se recreó y recreó a otros con ellos. ¿Por qué Andología y no Andalucía? ¿Le sonaba mejor? No, desde luego, por la rima, que en ésta son equivalentes. Por rima fue Lord Byron, en su Don Juan quien le convirtió a Sancho Panza, quitándole la cedilla a la ç, con que lo escriben por ahí fuera, en Sancho Panca, para que rimase con Salamanca, aunque éste cree que es otro que el escudero de Don Quijote. Y si Lord Byron vislumbró o columbró, merced a la rima que Carducci llamó “generatrice”, un Sancho Panca arrimado a Salamanca, ¿no será que el Ariosto, en recreo del oído, vislumbró una Andología que no es precisamente nuestra Andalucía?

¡Andología! Lo primero que nos sugiere es la fatídica serie de las logías, que tanto se han multiplicado desde el tiempo de Ariosto —han pasado ya cuatro siglos— hasta hoy. Las logías —entonces más conocidas y respetadas— eran la teología, la mitología, la astrología y otras así. Poéticas logías —con el acento en la i, ¿eh?, y no en la o, pues las logias nada tienen de poéticas—, que han producido otras que no lo son. ¿Por qué no habríamos de cambiarle el acento a sociología, por ejemplo, para que rimase con logia, ya que aquélla es lo más pesado, intrincado y huero que cabe? ¿No se lo hemos cambiado a la demagogia, no sé si para desarrimarla de esa pesada, intrincada y huera pedagogía que es, con la sociología, uno de los azotes de nuestro tiempo? Quedando, pues, en que no estaría de más trasacentuar a la pedagogía y a la sociología haciéndolas pedagogia y sociologia, arrimadas a las logias, con acento en la o, volvamos a Andología.

En el canto siguiente, el XIX, canta Ariosto cómo Angélica y Medoro se casan en casa de un pastor, y ese bellísimo pasaje, de la más pura poesía, me recordó a algún poeta andaluz, lector de Ariosto, que cantó también a Angélica. Y ello me sugirió la fantástica especie de que acaso ciertos literatos andaluces —de verdadero gran mérito algunos— que andan ahora a vueltas con cierto andalucismo filológico y sociológico y etnológico y antropológico y todo menos lógico, no sean acaso andólogos más que andaluces. Claro está que su andología no es política, sino cosa más pura y más poética y más sincera. Precisamente en el día en que releí el canto XVIII del Orlando furioso hube de leer en “Eco, revista de España”, un artículo sobre un poeta andaluz —y no sé si andólogo— en que se decía que “parece ser que la poesía española de este siglo se ha nutrido de los efluvios árabes de Andalucía”. ¿Parece ser...? Eso es cuestión de antología, que rima muy bien con andología, y que significa florilegio o guirnalda. Y luego de citar nombres se recuerda aquello de Barrés de que aún dura en España la guerra entre moros y cristianos, y se añade: “Aplaudamos estas batallas espirituales y auguremos que vendrán a parar en un temple del acero toledano por el fuego andaluz.” Y en seguida: “Nosotros tenemos que aprender mucho de Castilla, y los castellanos tienen, a ratos que olvidar que son los profesores de español del mundo hispano y dejarse bañar por la suavidad del enervante influjo poético andaluz.” Anda... luz.

¿Moros y cristianos? Pero en España hubo y hay más. Hubo y hay también judíos y... gitanos. ¡Y lo que estos últimos han influido! Toledo, por ejemplo, el del acero, era tan judaico como cristiano; acaso más. En todo caso judío converso, cristiano nuevo. Y en cuanto a lo del fuego andaluz... Fue un gran poeta español, hispánico y universal, un máximo poeta, sevillano él, quien decía del arte sevillano que es “fino” y “frío”. Y es curioso que los máximos poetas sevillanos, Bécquer y mi Antonio Machado, hayan madurado en Soria, en Soria “fría”, verdadero riñón de Castilla, donde el habla de ésta se filtró; en esas tierras donde se balbuceó el Cantar de mió Cid. (Mió y mío, no tengamos otra de trastrueques de acentos.) ¡Hay tanto engaño en eso del fuego! Luz, sí, puede ser; pero fuego... Hay volcanes que lo guardan bajo cumbre nevada.

No volvamos a Góngora, que de fogoso no tenía mucho. Hay mucho más fuego en San Juan de la Cruz, el de Fontiveros, fría tierra de Ávila. ¡Y aquel rescoldo de “gloria” de hogar de Tierra de Campos que nos reconforta el duelo de las inmortales coplas con que cantó la muerte de su padre aquel Jorge Manrique riberas del Carrión, palentino...! Y por otra parte, aparte de esto, hay calor oscuro y hay luz fría.

Por lo demás, no acierto a ver esa batalla espiritual. Pasaron los tiempos de aquel simpático Méndez Bejarano, profesor de literatura y erudito, como buen sevillano, que se pasaba el tiempo exaltando a la llamada escuela sevillana y rebajando a la llamada salmantina. Se entretenía —inocente entretenimiento— en contar los versos de Fray Luis de León que no le sonaban preceptivamente.

¡Y no entro a hablar de la forma sobre la que corre cada tópico, cada lugar común...! Forma no es figura. Forma, en lenguaje escolástico —castigadísimo lenguaje que no hay que olvidar— se contrapone a materia. El alma, según Aristóteles, es forma. Y lo hermoso —“formosus”— es lo formoso, lo que es lleno de forma. No hay poeta que desvirtúe “su fuerte potencialidad poética” volviendo a la forma. El poeta, si lo es, no puede volver a la forma, porque no sabe salir de ella. La palabra es la forma de la idea, su alma, y se hace poesía con palabras. “¿Sin ideas?” —dirá algún sociólogo o algún pedagogo—. La palabra, cuando de veras lo es, es de por sí idea. E idea quiere decir visión.

La visión, la idea, es cosa de luz, y la palabra, que es cosa de son, lo es también de fuego. Hay ideas que se queman en palabras. Las ideas pueden dar luminosidad a un canto, a un relato; fogosidad le dan las palabras, almas o formas de las ideas. ¡Y ay, amigos míos, qué fríos, qué lastimosamente fríos suelen surtir ciertos informes poemas luminosos!

¿Frío? Cuando se dice del castellano Escorial que es —en sentido artístico— frío, replico: “¿Frío? Frío, no, ¡seco!” Y la sequedad —tan castellana— no es frialdad. Hay huesos que al que les toca le queman. En literatura nuestro Quevedo es seco, ¿pero frío? ¿Frío El Escorial? Más fría —en el sentido susodicho— la Alhambra. aunque más luminosa.. ¿Frío El Escorial? ¡Ni Felipe II! Su jardín de los frailes podrá ser una ascética escuela de sequedad, y aun de sequía, ¿pero de frialdad? ¡Vamos…! A no confundir, pues, las especies, es decir, las ideas. No las mixtifiquemos, esto es: no las hagamos mixtas, mezcladas, pero tampoco las mistifiquemos, las hagamos místicas, secretas, inefables, indecibles, porque una idea que no cabe decir, ni idea es siquiera.

Y vean, amigos, a qué escudriños y enquisas nos llevan la Andologia ariostesca, las antologías poéticas, la sociología, la pedagogía, la filología y... hasta las logias. Estas en calidad de bambalinas y de tramoya para los papanatas.

martes, 28 de noviembre de 2017

Juventud y juventudes

Ahora (Madrid), 3 de enero de 1934

Es un zagal del páramo, castizo y no mestizo; pero como vive y reza al sol y al aire libres se templa el empuje de la sangre generosa con la bizma del dulce azul de la luz del cielo del campo. De día guarda las ovejas, acaricia al mastín y a las veces hace sonar un guijarro sobre los matujos. De noche suele, despierto, soñar las estrellas. Goza del campo con sosiego melancólico y resignado, no con el afán deportivo de cazadores y desocupados. Es de los que han aprendido a sorprender en el borrico la compasiva y lastimosa sonrisa cuando se le pega. Como no ha sido nunca mozo, nunca será viejo. Hecho desde niño a todas las estaciones del año, fúndense todas en una para él, que no tiene edad. Moldeada su cordura por el caudal de refranes y cuentos aldeanos y consolado de haber tenido que nacer por los rezos y ritos de la fe heredada de sus mayores. Aunque guía rebaño o, más bien, por el hecho de guiarlo, no es rebañego; no se junta con sus parejos para formar con ellos una “juventud” corporativa. Es un solitario cara al cielo y pies en tierra.

Pienso en él cuando dan que hablar esas juventudes corporativas, profesionales, que fermentan en las bodegas civiles del espíritu público y en las cavernas urbanas de la llamada revolución. Juventudes de todos santos y señas, de todos gritos, en que se destacan las más extremosas, las de los que tratan de sobrepujar a sus mayores y aleccionarlos en rebeldía vocinglera. Las hay “de toda clase” y de todas las clases. Entre ellas, la petardista. ¿Llegaremos a ver formarse la librecambista, la georgista, la hispano-americanista, la forestal, la vitivinícola...? ¿Es que no hemos visto la jonsista, y no llegó a matricularse, al calor de fomentos ministeriales, la juventud radical-socialista, que es ya el colmo? Formaciones que alguna vez empiezan aun antes de la edad propiamente juvenil y por mano de mayores. Ver a niños uniformados da siempre tufo de hospicio. O de noviciado, que es igual.

Los hombres que más hondamente han sentido la comunidad histórica, la comunión civil de su pueblo en la historia, han solido ser en su niñez y en su mocedad unos solitarios. Han solido hacerse fuera de esas juventudes de santo y seña, de color y grito y de fingido desdén a generaciones cuya obra, por desconocerla, no reconocen. Hay al lado de ciertos partidos su “juventud” correspondiente; junto al partido equisista, por ejemplo, la juventud equisista, que es otra equis. Y cuando le sale a una de esas supuestas juventudes un caudillo o jefe, suele ser el más viejo de espíritu en el grupo. Es que no pueden tener jefe. Y de aquí que no quepa saber quién dirige esas agrupaciones de asalto a las filas de las de los mayores para emprender carrera en derechura a los cargos retribuidos.

¿Estudiar la doctrina? No; esas “juventudes” no se fraguan para estudiar nada. La equisista, vaya por caso, no estudia la doctrina del partido equisista de los mayores, que hasta para éstos es una equis, es una incógnita. Que a un partido al uso corriente no le hace el credo, sino la que llaman disciplina. La fe —... ¡pase!— de los partidarios suele ser implícita, de carbonero, lo que les permite pasar de un partido a otro sin tener que sacrificar ni migaja de convicciones. Y así le cabe, por otra parte, decir a un equisista, zedista, enista o jotista —de X, de Z, de N o de J— que lo es de toda la vida, de nacimiento, de inconciencia e inocencia, desde que por el “volo” de su padrino adoptó el credo implícito hereditario. ¡Pobres chicos!

Y así es cómo no hemos podido ver descollar de esas sedicentes y supuestas juventudes ningún joven de veras, de espíritu juvenil. Cuando alguno surge o es fuera de ellas o separándose de ellas. Más fácil es que salga de un huevo abandonado en el campo que no de uno de incubadora de avicultura.

¡Y vuelta siempre al mismo tema: al de los solitarios de cada generación! Cuando veo a un joven de edad recatado, reconcentrado, tal vez hosco, que se pasea solo soñando vaguedades, acaso orilla del río, junto a los sauces, mirando correr el agua de un modo que sugiere fatídicas aprensiones, suelo decirme: “¿Será éste uno de los caudillos de mañana, un hombre mesiánico?” Y no se me ocurre decírmelo del que perora en contubernios de cualquiera “juventud”. Al ver a uno de esos solitarios me acuerdo del pasto de que os decía. Y de David en derechura al Dios de Israel.

No sé si será aprensión mía, pero creo notar que mi soplo de desaliento —¡ojo a la íntima contradicción de este ajuste!— sopla sobre nuestra juventud solitaria, la no afiliada a ninguna de esas mentidas juventudes. He oído, y casi en confesión, las confidencias de algunos de esos reconcentrados; les he oído abominar de la política por colmo de espíritu civil, de civilidad; les he sorprendido buscando religión o, si se quiere, religiosidad de patria. ¿Qué fe o que infidencia, qué creencia o qué incredulidad, qué esperanza o qué desesperanza —acaso desesperación— se está fraguando en el seno del espíritu común de nuestros jóvenes solitarios, los de los diez y seis a los veintitantos años sobre todo? Que no todo es pelotón, ni pantalla, ni peñas de café, ni cabaré. Y ahora que por edad oficial voy a tener que dejar de estar en tanto contacto con esa juventud, con la estudiosa, esa aprensión me tortura más que me haya nunca torturado. Es que se me llena el alma de la memoria con los recuerdos de aquella mi juventud, tan solitaria, de mis diez y seis a mis veintidós años, los 1880 a 1886 de mi España. En el ya mítico 1898 me había ya dado su primer fruto acerbo, el de primavera.

¿Que concreten? ¡Concretar! No es de mocedad. El mozo de veras nada concreta, y menos sus esperanzas, pues éstas son —y es uno de mis estribillos favoritos— proyecciones de recuerdos remotos, y el que no los tiene a duras penas consigue darse armazón de esperanzas. Además, esos recogidos mozos, ermitaños de nuestro páramo mental, suelen ser vivientes más que vividores; déjanse vivir sin hacer por su vida, y sin abrirse camino, quédanse en el ya abierto. ¡Y cómo... ! Pero ellos son la sal —por amarga que nos sepa— de nuestra tierra espiritual, esos mozos solitarios —¡no neutrales, no, sino que no van a hacerse carrera política!—; esos que no se apuntan en juventudes de partido y menos en partidos sin juventud; esos que mientras van —cada uno dentro de sí— en busca de una clara, honda y fuerte fe española, van tejiendo a la vez los pañales —no forros— con que abrigarla y arrollarla cuando llegue a abrírseles, naciéndoles, por sustancia y no por accidente, un nuevo credo desnudo. Aviéneles el común empeño, pero no se convienen entre sí por no tener acuerdo común; úneles, avenidos, la esperanza, pero la falta de fe les impide convenirse, ya que sus corazones no contemplan todavía una clara España venidera. Y no es hacedero vislumbrar qué o quién —qué cosa o qué hombres— saldrá de todo esto.

Al ir a dar a las cajas este Comentario leo, publicada impresa, la sexta de mis “Cartas al amigo” y me percato de que es, en el fondo, esto mismo. Pero la forma es el verdadero y duradero fondo. Variaciones —y fugas— sobre un eterno tema, y la música es el concepto que cala.

lunes, 27 de noviembre de 2017

Machaqueo

Ahora (Madrid), 27 de diciembre de 1933

A Don Miguel Maura

Continuando mi lectura de la Historia literaria del sentimiento religioso en Francia desde las guerras de religión hasta nuestros días, del abate Bremond, que fue de la Academia Francesa, llegué a cuando trata de aquel Dom Marlene, benedictino de la Congregación de San Mauro que escribió la vida de aquel otro benedictino que fue Dom Claudio Martin. Y me encontré (página 179 del tomo VI) con esto: “Volver a encontrar así sus propios pensamientos, sus sentimientos, en los textos antiguos es toda la poesía de los Mauristas.” Claro está que estos mauristas son los eruditos benedictinos de San Mauro; pero esa coincidencia verbal me sirvió de eslabón de arranque para una cadena de reflexiones.

Con aquellos religiosos mauristas franceses del siglo XVII se puede, en algunos respectos, cotejar nuestros más que religiosos políticos tradicionalistas del siglo XIX y aun de éste. También es su poesía volver a encontrar sus propios pensamientos, sus sentimientos, en textos antiguos, aunque, con harto deplorable frecuencia, muy mal interpretados y no siempre bien leídos. Su dechado ha sido don Marcelino Menéndez y Pelayo, maurista en el sentido antedicho, o sea tradicionalista. Aunque para los netos y puros tradicionalistas, para los no mestizos, pecara un poco del otro maurismo, del de don Antonio Maura, el que declaró que el liberalismo es el derecho de gentes moderno. Y ahora voy a contar un pasillo característico y que nos viene al pelo.

Tuve un amigo, José María Soltura, curiosísimo de cosas de espíritu, el que llevó a Bilbao a Ibsen, a Strindbeng, a Nietzsche, cuando aun no habían apenas llegado a Madrid. Le interesaba mucho la vida religiosa y la monacal, no siendo creyente católico. Y una vez que se paseaba por las afueras de Bilbao, en Begoña, cerca de la cárcel de Larrinaga, se le ocurrió pedir visitar un gran convento de frailes que por allí se alza y que hemos visto levantar. Llamó a la portería, manifestó al lego portero su deseo y éste fue a comunicárselo al prior. Llegó éste, curioso del motivo que llevara a mi amigo a la visita y acaso sospechando si le habría tocado la gracia o iría a encargar algunas misas. Fuele mostrando la casa y tratando de sonsacarle sus sentimientos. Llegaron a la librería, y el fraile, mostrándole el estante que guardaba las obras de los Santos Padres, le dijo solemne extendiendo la diestra: “¡Aquí está todo!” Volvióse Soltura a escudriñar lo demás y, señalando un libro, dijo: “Veo que tienen ustedes también a fray Ceferino González.” El cardenal dominicano. El fraile, que no era dominico, contestó: “Sí; es un gran teólogo, tomista y buen apologista.” A lo que mi amigo: “Sí, pero...” No bien oyó el fraile no dominico este “pero...”, cuando se le encendió la cara, sacó otro libro de la estantería, se lo puso sobre la palma de la mano izquierda y, dando sobre él con los nudillos de la derecha, exclamó: “Usted lo ha dicho, usted lo ha dicho; ése transige con el liberal, pero éste le machaca, le machaca, le machaca...” No supo mi amigo quién era aquel que machacaba, machacaba y machacaba al liberal con quien transigía el cardenal R. P. fray Ceferino González, O. P. Que hasta transigió con el transformismo darwiniano, como más adelante el P. Arintero, también dominico.

¡Cuántas veces hemos tenido que acordarnos de aquel “le machaca, le machaca, le machaca”! Al liberal, se entiende. Y nuestros mauristas, los de don Antonio Maura, no machacaban al liberal, como querían nuestros tradicionalistas, mauristas en el sentido francés del siglo XVII. Don Antonio Maura transigió con la dinastía liberal borbónica; fue lo que hace cuarenta años se llamaba un mestizo. Transigió, siendo católico, con el régimen liberal.

Y con esto nos encontramos, otra vez, con el régimen liberal, del liberalismo, que es pecado “en todos sus grados y matices”, que decía Sarda y Salvany, el autor del “áureo librito”. Y con ese régimen no cabe transigencia por parte de los netos tradicionalistas, sino machacarle. Y machacar al liberal

Machacar al liberal y no al liberalismo; porque en esos que dicen sentir como un deber patriótico el no acatar sino por forma e interinamente el régimen —el liberal, se entiende—, en esos el resorte de acción política es un resorte de resentimientos personales. Se trata de cobrarse de adversidades individuales: se trata de represalias; se trata de desquite. ¿Colaborar con los del régimen? ¡Jamás! ¡Machacarlos, machacarlos, machacarlos! Son tradicionalistas—y no me refiero precisamente a los que específicamente se denominan así y antes carlistas—, y la tradición de nuestras guerras civiles ha sido ésa —de una parte y de otra—: machacar, machacar y machacar. ¡Y con qué machos!

¿Que a ellos, a esos tradicionalistas, a los del otro régimen, se les ha machacado en el que llaman el ominoso bienio de una manera muy... tradicional? ¡Claro que sí! Se dejó incendiar conventos e iglesias y hasta se excusó los incendios, pues los conventos no valían la vida de un buen petrolero; se confiscó, con crimen de Estado y contra justicia, los bienes de una Compañía disuelta; se aplicó, sin proceso regular y sin expedientes justificativos, una ley llamada de defensa; se llamó revolución a lo que no era más que machaqueo; se insultó al adversario y se le calumnió...; todo esto es, desgraciadamente, histórico, pero... Aquí lo del fraile al “pero” de Soltura: “¡Usted lo ha dicho; ése transigía con el liberal, pero éste le machaca, le machaca, le machaca!...”

No, no es restauración, no es renovación de tradiciones lo que esos supuestos renovadores buscan, sino venganza y desquite. Y vuelta, sólo que del otro lado, al machaqueo de las llamadas responsabilidades. ¿Será que aquello que Cánovas del Castillo llamó la constitución interna de España no sea más que el estado de permanente guerra civil? ¿De esta guerra civil que aquel antiguo republicano —de los primeros, en orden de tiempo, en España— que fue Romero Alpuente declaraba ser “un don del cielo”? ¿Será que hay siempre que declarar a alguien fuera de la ley?

Y vea usted, mi querido amigo Miguel Maura, cómo de aquellos mauristas franceses del siglo XVII, de aquellos benedictinos tradicionalistas de la Congregación de San Mauro, hemos venido por los mauristas de su padre de usted, don Antonio, los que transigían con el liberal, a parar a estos renovadores y restauradores a quienes en el fondo apenas si algo se les da de tradición, ni de liberalismo, ni de regímenes, sino de machaqueos y de desquites. ¡Y España... que se hunda!

domingo, 26 de noviembre de 2017

Sobre el anarquismo español

El Radical (Cáceres), 26 de diciembre de 1933

Escribo estas líneas hoy, 11 de diciembre, lunes —día sin diarios matutinos— y cuando no se sabe cómo acabará el estallido revolucionario anarcosindicalista, que así se le denomina. Y hay que notar que, en rigor, anarquismo y sindicalismo se comportan mal entre sí. La perfecta anarquía no tolera sindicación. Mas dejando esto, el caso es que el estallido merece examen y meditación. No por su ideología, sino por su psicología, pues no es cosa de ideas, sino de sentimientos, de alma. Buena o mala, que de esto no se trata ahora. ¿Qué se proponen esos fanáticos, esos energúmenos —es decir, poseídos o endemoniados— los más de ellos mozalbetes que queman tiendas, sin saquearlas, incendian una fábrica de papel, queman archivos y sobre todo iglesias y conventos en cuya quema ningún provecho material han de sacar?

Y les ayudan mujeres que reparten y recogen pistolas en cestas. El movimiento apenas si ofrece caracteres de movimiento estrictamente económico. La famaso interpretación materialista de la historia, la de Marx, marra aquí.

Mas presenta las características de un movimiento religioso. Religioso, sí, en su más amplio sentido. Hay una religiosidad del ateísmo. Y en todo caso, se asemeja a aquellas terribles epidemias medioevales de turbio misticismo demoníaco. Y después de todo, ¿no empieza a reconocerse ya que en el fondo, en el último fondo del bolchevismo moscovita, del fajismo italiano y del nacionalsocialismo germánico hay una raíz no económica, sino de sentimentalidad que se puede llamar religiosa?

¡Cuán otro el sentido del llamado aquí, en España, socialismo, el de la U. G. T. y sus casas del Pueblo, con su burocracia conservadora, con su proteccionismo del Estado, con sus jurados mixtos, con toda su abogacía y su procuraduría casuística, con su reglamentación de las huelgas!… La doctrina sindicalista de la acción directa, su rebelión frente al Estado, su consigna de no votar, todo esto le da al sindicalismo anarquista —prescindiendo de lo contradictorio de este enlace— un carácter profundamente apolítico. Aquí no se trata ya de política, de civilidad, sino de algo más hondo y más primitivo y más originario, acaso de más reacción —en su mayor parte subconsciente y hasta inconsciente— contra la civilidad y por ende contra la civilización. Es lo que en un tiempo se llamó en Rusia nihilismo —“nadismo”, podríamos decir— que tiene raigambre religiosa. Y es lo que hace que aparte del deber que tiene el Poder público, el Gobierno, de sofocar estos estallidos para salvar en lo posible la civilización, la convivencia civil histórica, conviene que todos meditemos en las raíces últimas y profundas que los producen. Es una enfermedad de la civilización, acaso congénita en ésta, es algo hondamente arraigado en la conciencia colectiva o comunal.

Y viniendo a nuestra propia civilización, en la española, y a lo que se ha llamado nuestro individualismo, conviene recordar que aquí, en España, nunca prendió el genuino socialismo —en rigor gregario o rebañego— en el alma de nuestro pueblo. Y menos la pedantería marxista —lo pedante que fue Marx se nota en sus arremetidas a Proudhon— con aquello del socialismo… ¡científico! El de Proudhon, el noble utopista, se nos pegaba mejor. Proudhon fue quien más influyó en Pi y Margall. Y cuando la escisión entre Marx, el judío alemán pedantesco, y Bakunin, el hidalgo ruso soñador, el anarquista, los más de los delegados españoles se fueron con el ruso anarquista y soñador. Y más tarde, ¿quién no recuerda el éxito enorme que tuvo entre nosotros La conquista del pan, aquel librito del príncipe Kropotkine, que ha sido uno de los más leídos en España? En cambio, ¿quién ha podido leer aquí El Capital de Carlos Marx? Nuestros sedicentes marxistas no le conocen mejor que conocen las Sagradas Escrituras nuestros sedicentes cristianos. Y aún recuerdo que aquel pobre Felipe Trigo, el novelista, tan español, se dio a inventar un socialismo individualista o no sé si se llamó individualismo socialista, que es igual.

Fue aquí, en España, donde un escritor místico, el franciscano Fray Juan de los Ángeles, dijo lo de: “Yo para Dios, Dios para mí y no más mundo”, fórmula la más expresiva y la más vigorosa del individualismo religioso. Y aun que no crean o más bien crean no creer en Dios, el espíritu de esa fórmula late en nuestro anarquistas. Que en el fondo no son más que unos desesperados. Desesperados a la española. Que no sin razón nuestro vocablo “desesperado” —en forma de “desperado”— ha pasado a otros idiomas europeos.

¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que sin desatender a atajar el mal exterior, las manifestaciones revolucionarias de este estado de nuestra alma colectiva, conviene meditar en el estado mismo y no condenarlo ni canonizarlo de ligero. En ese furor, a primera vista inexplicable, de darse a quemar iglesias y conventos, a perseguir a los religiosos, ¿quién nos dice que no haya un fenómeno de desesperación? Desesperación de fe. No me sorprendería ver luego a uno de esos incendiarios meterse de monje en un convento. Los anarquistas, los solitarios, los sin Dios ni rey ni jefe, suelen como los otros solitarios —“monachi”, monjes— formar monasterio. ¿Qué es la F. A. I. sino un monasterio espiritual sin domicilio?

Ya sé que a muchos de mis lectores —a los más— les parecerá todo esto cavilaciones de otro solitario obsesionado, pero insisto en que si lo más de nuestro socialismo burocratizado, reglamentado, pedantizado, no es más que política —y de ordinario la más baja política, la electorera y parlamentaria—, nuestro anarquismo guarda un fondo de religiosidad desesperada. Y este fondo puede producir las más sorprendentes transformaciones. O si se quiere conversiones. Condénese, sí, es lo natural y lo debido, la manifestación externa del hondo estado de conciencia desesperada, pero no se deje de meditar en éste, y además no se deje de mirar con respeto, a las veces con admiración, los heroísmos que produce. No nos atengamos demasiado a las ramplonerías corrientes de los moralistas sociales que con tronar contra las lecturas perniciosas y las predicaciones extremistas —empleo este huero término por conformarme al uso hoy vulgar, y que no se me achaque el que no escriba para todos— creen que con eso han hecho algo útil al bien común. Creo que sin esas lecturas, sin esas predicaciones, el fondo de desesperación anarquista y con él la fe y la esperanza en el ensueño utópico de una futura sociedad anárquica habrían siempre brotado del alma de nuestro pueblo.

¿Qué le falta a éste, a nuestro pueblo?

sábado, 25 de noviembre de 2017

Cartas al amigo VI.

Ahora (Madrid), 20 de diciembre de 1933

¿Que a dónde vamos, lector amigo? “No —dice otro—, sino a dónde nos lleva Dios...” Y un tercero: “o el demonio.” Aunque esto viene a lo mismo, pues es con permisión de Aquél. Y tácheseme de predestinacionista, pero recordando el principio del libro de Job que hubo de reproducir Goethe al principio de su Fausto. Y ya se sabe a dónde llevó el demonio, con permiso de Dios, a Job y a Fausto.

¿Que a dónde vamos, o mejor, a dónde nos lleva la Historia? Presumo, lector amigo, que me motejarás de machacón —es mi fuerte— por esto de la Historia, pero es que la Historia es la vida del espíritu. Y meditarla y contemplarla es vivir espiritualmente y es hacer historia ¿Hacerla o pensarla? Es igual. Y aún hay más, y es que un historiador contemplativo escribiendo historia, contando su leyenda, la ha hecho. La ha hecho más que el político que creyó hacerla legislando o armando elecciones. Las más de las batallas ganadas no las ganó el general en jefe que dirigía lo que llaman la acción, sino que las ganó el narrador —acaso el poeta— que hizo creer al pueblo —y entre éste al general en jefe— que las había ganado. Y a un pueblo se le lleva al triunfo o a la derrota por una leyenda.

Y no verdad histórica, no, que la historia proceda y se rija por el llamado materialismo histórico. Ni siquiera brotó de éste el Manifiesto comunista, de Marx y de Engels. No brotan de él los movimientos económicos-sociales. Hay, es cierto, una explicación económica de las Cruzadas, por ejemplo, por debajo de su explicación político-religiosa, pero por debajo de su explicación económica hay otra, más honda, más entrañada, más radical —es decir, más raíz—, y es una explicación trasreligiosa, si esto cabe. El hambre, sí, y el amor, el hambre del individuo y el hambre de la especie, mueven a los hombres y a los pueblos, mas hay por debajo algo más hondo, y es el sentimiento de la personalidad, del “ser o no ser” hamletiano. Que no es “vivir o morir”. Y ese sentimiento de personalidad cuando se trata de un pueblo, el sentimiento —y el consentimiento— de personalidad común, de comunidad, es el patriotismo. Y así se ve que cuando las Internacionales obreras fundadas en interés de clase se encuentran ante conflictos de personalidades colectivas, de patrias, de comunidades de consentimiento espiritual histórico, esas Internacionales se quiebran. “¡Proletarios de todo el mundo, uníos!” Pero al chocar dos o más pueblos, mejor: dos o más patrias, esos proletarios se desunieron y se fueron los de cada nación con los que hablaban, con los que pensaban, con los que sentían —hablar es pensar y es sentir— como ellos, proletarios o no. Y esto, en gran parte, porque eso del proletariado es un mito.

¿Que a dónde vamos? ¡Ah!, es que esta triste juventud española de ahora no está aún desesperada ni desquiciada, no ha perdido del todo ni esperanza ni quicio, pero está desesperanzada y desenquiciada, se ha salido de su esperanza y de su quicio, porque no cree en ellos. Y el que no cree en su esperanza está en riesgo de perderla. Es lo del gitano: “si, pero verá usted como no viene...” Está desconsolada, pero aún no desolada. Mas el desconsuelo es camino de desolación, si una fe no le llega al desconsolado y le da esperanza. Quiero decir, lector amigo, con estos que alguien tomará por retorcimientos conceptuosos y hasta conceptistas —¡y cómo duelen!—, quiero decir que nuestra juventud no tiene fe —ni civil ni religiosa— en España; no cree en ella.

“Hay que hacer patria”; hemos oído muchas veces. Pero la patria, la nación, se hace ella sola. Y se deshace. Y se rehace. ¿Hacemos nosotros historia —esto es: patria— o nos hace ella a nosotros? ¡Hacer, hacer...! La cuestión es pensar, es entrañarse, es apropiarse lo que se está haciendo. La cuestión es llegar a la afirmación de la conciencia comunal.

España, en nuestro caso, es su historia, no la pasada, sino la presente, la siempre presente, la eterna, la que, querámoslo o no, estamos viviendo. Y con sus íntimas contradicciones, con su crónica guerra civil. Y hay que vivirla y sentirla así hasta contradictoriamente. “¡Vivir su vida!” ¿Qué es eso, muchacho? Es colocarse, “es llegar”. ¿Colocarse dónde? ¿Llegar a dónde? “No, sino vivir” la vida de todos, la vida común. La verdad es aquello en que todos convenimos, pero también aquello sobre que todos disputamos, ¿Verdad o error? ¡Qué más da...! Lo peor es aquello en que ni consentimos ni disentimos, porque eso es el vacío. Y es el vacío lo que mata para siempre.

¡Qué profunda congoja me causa el examen de esos mozos desesperanzados, desenquiciados, desconsolados! ¿Huyen de sí mismos? No, porque huir de sí mismo supone estar en posesión de sí, ensimismado, haberse encontrado, y esos pobres mozos andan buscándose fuera de sí mismos, enajenados, perdidos en lo de fuera. Y así se da el caso triste de que se matriculen en la “Ugete”, en la “Cenete”, en la “Fai”, en la “Ceda”, en la “Tyre” o en cualquier otro equipo deportivo-político. Y al fin, cuando se tiene dieciocho años, cuando se es mozalbete de grito de santo y seña... ¿Pero después? ¿Después?

“¡Hay que hacer!, ¡hay que hacer!” No, antes pensar y sentir y padecer lo que se está haciendo, lo que nos está haciendo. ¿Acción? Sí, muy bien; pero antes pasión. Pasión de padecer. Pensar y sentir lo que otros hacen, lo que otros dicen. “Pero es que van tan de prisa...” Cierto; no nos dan ni tiempo para pensar lo que hacen y lo que deshacen. ¡Es el cine, el fatídico cine! Ni ellos saben lo que hacen, por lo cual tendrá el Padre que perdonarlos. Es el cine, revolucionario. O mejor la revolución cinematográfica, más que cinemática. Y no dinámica, porque no todo movimiento supone más fuerza que el reposo. ¡La fuerza que desarrolla la aguja de la brújula para no desviarse de su norte! ¡La poderosa fuerza de la resistencia quieta! Que es la de la pasión.

Ahora quisiera comentar lo que uno de esos mozos desenquiciados, desesperanzados y desconsolados me dijo una vez de Castelar, de cuya persona y de cuya obra patriótica no sabía —naturalmente— nada. Nada más que una leyenda confusa y malévola. Era un mozo que, como sus congéneres, no tenía idea, ni aproximada, de la historia española de nuestro glorioso siglo XIX, el del liberalismo, palabra nacida en España. No pude hacerle comprender cómo todo Castelar, Castelar entero, creía en su patria y esperaba en ella.

Mas de esto otra vez, mozo lector amigo.

viernes, 24 de noviembre de 2017

Recuerdos vivos. A Don José María Gil Robles

Ahora (Madrid), 16 de diciembre de 1933

No para huir del presente histórico y distraerme de él, sino para ahondar más en éste, buscando sus raíces en el subsuelo permanente de la historia, he acudido a mis recuerdos vivos del pasado político de España. Y digo vivos porque son recuerdos de lo que personalmente vi, oí y viví, como testigo y hasta como actor —aunque fuera de comparsa y última fila—, y no de lo que leí en papeles o mamotretos. A un pasado, sobre todo, de mis veintidós a mis treinta y seis años, desde la muerte de Alfonso ХII al principio de este siglo, pasando por el ya legendario y casi mítico 1898. Y he sentido en este recogimiento en mis recuerdos civiles vivos lo que Cánovas del Castillo llamó la constitución interna española, el sentido de su historia.

Me remonto algo más hacia atrás: a cuando, después de haber sido, de niño, testigo de la última guerra civil entre ejércitos organizados —pues la guerra civil prosigue—, alboreaba, gracias a ella, mi conciencia civil siendo chico del Instituto de Bilbao. Vino la llamada Restauración, que no lo fue en lo íntimo la de la monarquía borbónica. Aquella restauración de un régimen en que colaboró, desde fuera de la monarquía, Castelar —como más adelante Azcárate— fue restauración de un régimen que hoy llamaríamos de centro. Y hacia aquel régimen empezaron a converger antiguos sedicentes republicanos, posibilistas primero, reformistas después, a la vez que hacían de cierta oposición de S. M. titulados republicanos a quienes ninguna prisa les corría proclamar la república. Y era que, en el fondo, en aquella restauración del liberalismo constitucional y democrático a nadie le interesaba mucho lo de la forma de gobierno. Sobre todo en las que hoy llamamos izquierdas. Ni a los socialistas —internacionalistas—, los de Pablo Iglesias, para los que siempre esa cuestión de la forma de gobierno, por aquellos tiempos, fue secundaria y más bien indiferente. Y en cuanto a las llamadas derechas, a los que habían luchado contra la monarquía isabelina, y después contra la saboyana, y luego contra la primera república española, la de 1873, en cuanto a estas derechas...

Cuando llegué a esta Salamanca en 1891, a mis veintisiete años de edad, ardían en toda España las disensiones en el seno de aquellas derechas antiliberales. El liberalismo, aquel liberalismo que el presbítero Sardá y Salvany, en un librito —el “áureo libro” le llamaban— por entonces famosísimo, declaró que era pecado, y ser liberal, peor que ser ladrón, adúltero o asesino, aquel liberalismo debía de ser su enemigo común; pero nunca lograron cuajar bien un frente único en contra de él. De una parte, integristas; de otra, carlistas; por aquí, los puros o netos; por allí, los “mestizos” —“las honradas masas”, que dijo don Alejandro Pidal, que trató de llevar a la dinastía alfonsina a los carlistas—, y se discutía de la “tesis” y de la “hipótesis” y del “mal menor”. Los genuinos tuvieron Lа Fe y luego La Esperanza —¡periódicas, claro!—, pero no llegaron a la caridad. Y El Siglo Futuro, siempre futuro.

Esta Salamanca era por entonces, cuando yo llegué acá, uno de los más activos focos —acaso el más activo— de las luchas intestinas de la derecha anti-liberal. Desde aquí se pontificaba. Y la más destacada figura era la de don Enrique Gil Robles, padre del actual diputado por esta provincia don José María. En el grupo figuraba el padre del actual diputado Lamamié de Clairac. Don Enrique guardaba estrecha amistad con don Francisco Giner de los Ríos, y su estilo abundaba en dejos krausistas. Se inspiraba aquel grupo en los jesuitas de la Clerecía, que entonces regían en ésta el Seminario, y se revolvía, en insidiosa rebeldía, contra las tendencias políticas del prelado, el R. P. Cámara, agustino. Los agustinos, acusados de palaciegos y de mestizos, se oponían a los jesuitas, entonces “téticos” —esto es, de la tesis— o netos, aunque luego han ido a la bolina. Otro obispo agustino echó años después a los jesuitas del Seminario. Hubo tiempo en que se decía que los jesuitas rezaban por la conversión del Papa León XIII. Y me acuerdo cómo, siendo yo ya rector, hube de leerle a Gil Robles (padre), en una sesión de Claustro, un párrafo de uno de sus escritos en que hablaba de los obispos “aduladores de los poderes perseguidores de la Iglesia y odiados por su pueblo”. Muy posteriormente condenó el Vaticano a la Acción Francesa y a su monarquismo… estético.

Se trataba, como se ve, del reconocimiento del régimen entonces vigente en España, del régimen liberal constitucional, y no precisamente la monarquía. Pues no me cansaré de repetir que no hay que confundir ambas cosas. Aquel régimen de Cánovas y, en cierto modo, de Castelar, y de Azcárate, y de Canalejas, el de la ley del Candado y de aquel inocente artículo 11 de la Constitución de 1876, que tanto escandalizaba a aquellos inocentes anti-liberales. Y de don Antonio Maura, el que declaró que el liberalismo es el derecho de gentes moderno y a quien, en otro respecto, se le acusaba de filibustero en el Colegio jesuítico de Deusto. Se trataba del régimen liberal.

¡Tiempos aquellos! Pasó aquella restauración, la de la llamada por antonomasia Restauración, y vino la Regencia, la discreta regencia que dice Romanones —¡y qué bien lo ha dicho!—, y luego vino Alfonso ХШ, primero adolescente y luego ya adulto. Y la conquista de Marruecos, y el que yo llamé el ensueño del Vice-Imperio Ibérico, y el cambio de régimen. Porque el régimen, el verdadero régimen —no esa superficialidad de monarquía o república— cambió durante el reinado de Alfonso ХШ; el régimen que se había inaugurado con la revolución de setiembre de 1868. Y empezó a incubarse la nueva revolución. Y ésta estalló en 1923 con el golpe de Estado que, de acuerdo con el rey, dio Primo de Rivera. Y fue así el rey mismo quien inició la revolución y, con ella, el advenimiento del régimen actual. Y así hemos podido decir que quien ha traído esta república ha sido el último rey de España. Desde luego no los republicanos.

Y ahora en que se trata de la consolidación por reconocimiento del régimen —del régimen, ¿eh?, del régimen— vigente en forma republicana, dejando a un lado insulsas pedanterías de Renovación y pueriles lealtades tradicionalistas y sentimentales, brindo estos recuerdos personales de historia perenne e íntima a mi amigo y compañero el hijo del que fue mi compañero y amigo don Enrique Gil Robles, tradicionalista en 1891 cuando llegué yo a esta Salamanca a enfrentarme con él desde las columnas de un diario republicano.

jueves, 23 de noviembre de 2017

Regüeldos

El Sol (Madrid), 12 de diciembre de 1933

Don Quijote, aquel hidalgo manchego que presumía, de seguro, de leer al Ariosto en su italiano —dicho sea no ya con respeto, sino hasta con adoración—, solía molerle a Sancho a enmendarle los vocablos, molienda de enmienda que al buen aldeano le escocía, y con razón. Y en una de ellas le dijo que no se debe decir “regüeldo”, sino “eructo”. Sin duda porque olería menos mal llegándonos el eructo por conducto del latín. Pero hete aquí que antes de que saliera al campo Don Quijote, un fraile francisco, fray Juan de los Ángeles, en sus Consideraciones sobre el Cantar de los Cantares, había dicho que “el alma que ha bebido del vino adobado del espíritu regüelda como repleta y llena de espíritu, y huele a gloria de Dios”. A gloria de Dios le olía el regüeldo místico, al que dijo en su Lucha espiritual y amorosa entre Dios y el alma aquello de: “Yo para Dios y Dios para mí y no más mundo.” ¡Estos místicos...!

Lo que sé es que cuando éste se echaba a echar afuera sus sentimientos —o los de otros— le salían, al escribirlos, con tal unto de entrañas las palabras, que al que las oye, al leerlas, se le pega el unto. Y hasta siente lástima grande de tanta belleza. Por aquello de Argensola... Pero basta, pues ¿quién nos va a quitar lo comido y lo bebido bajo el cielo azul?

Mi maestro y amigo Don Juan Valera, que a pesar de otros pesares guardaba no poco de señorito andaluz, acostumbraba decir que Santa Teresa había escrito como una cocinera castellana. Puede ser, pero antes quiero oler a guiso de olla podrida castellana, que no a efluvios químicos de laboratorio de investigación. Verdad es que me gusta no sólo el cocido de garbanzos y chorizo, sino hasta el ajo crudo, y mucho. Y quede que Don Juan no era investigador químico de desinfectantes y que hasta majaba ajos en sus escritos, sobre todo en los epistolares.

¡Oler mal! ¡Sonar mal! Mi primer maestro de griego, Don Lázaro Sardón, un recio maragato —que por cierto formó parte, con Don Juan Valera y otros, bajo la presidencia de Don Marcelino, del Tribunal que me dio la cátedra de lengua griega—, dio en el Ateneo de Madrid unas conferencias al volver de la inauguración del Canal de Suez. Y hablando de las Pirámides, contó cómo había forzado a un felah a que le guiase por una galería. El público —no pueblo, ¡claro!— del Ateneo de entonces soltó el trapo al oírlo, Don Lázaro repitió la palabra y vuelta a la risa y a la tercera: “No es mi lengua; son vuestros oídos los que están sucios.” Don Quijote le creyó a Sancho romadizado porque había olido los ajos de Dulcinea. ¡Anda por ahí cada señoritingo con suciedad culterana en los oídos!...

Y no es que se vaya, como solía el pobre Don Julio Cejador a tiro hecho a echarse a buscar palabrotas de esas que pasan por groseras —séanlo o no— y sin venir a cuento. La grosería estriba en otro estribo. Hay que saber sufrir las adversidades y flaquezas de nuestros prójimos.

A propósito de culteranismo, recuerdo cuando un mocito clásico me trajo un escrito en que decía de un poeta que, al sentir el estro, tomó el plectro, y entonó en la cítara una oda. Y le dije: “¿No estaría mejor traducirlo al romance y decir que al picarle el tábano (estro), cogió la púa (plectro) y se puso a rascar en la bandurria una canción? Bandurria y no guitarra (cítara), porque ésta se toca sin púa.”

¡Traducir! ¡Romancear! Sí, ya sé que no todo es traductible, que hay cosas intraductibles a cualquier lenguaje humano. Y aquí me viene al caso, por un cierto íntimo y delgado encadenamiento de ideas y de sentimientos —quiero decir: de palabras—, un verso maravillosísimo del maravilloso soneto francés —un milagro— de Gerardo de Nerval, que este poeta suicida intituló “El desdichado”, así, en castellano. El desdichado era el príncipe de Aquitania, el tenebroso, el viudo, el inconsolado, “el de la torre abolida”, Y el aludido verso sigue diciendo: “J'ai revé dans la grotte où nage la sirène...” En castellano: “He soñado en la gruta donde nada la sirena...” Verso que no se me despega del oído del corazón.

¡La sirena de la gruta! Cuando se sabe, por estudio, que las sirenas que tentaron a Ulises a perdición no fue con tentación de carne, sino como la serpiente del Paraíso terrenal a Adán y Eva, con tentación de saber, del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, aquellas a Ulises con contarle leyendas, hacerle soñar historias y esto a la luz abierta del Mediterráneo, se comprende lo que pudo haber sido el sueño del príncipe desdichado en la gruta en que nada la sirena, en “las profundas cavernas del sentido”, que dice San Juan de la Cruz, el místico, el de los misterios o secretos cavernarios, uno de los más entrañables secretarios —místicos— del Verbo. Y en esas grutas, en que nadan sirenas, en esas profundas cavernas del sentido, se oye palabras puras, nada menos que palabras —más no puede ser— y se huele a regüeldos de gloria de Dios.

¡El misterio de la palabra! El misterio de la palabra es que por la palabra, por el verbo, es todo lo que es. “En el principio fue la palabra..., todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de lo hecho, y en ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”, que así empieza el cuarto Evangelio. Y si Fausto quiso corregirlo, ¿qué fue Fausto sino palabra? Cuando se hace algo no queda el hecho sino la hacedora, la palabra. Que la palabra fue al principio y la palabra será al fin. ¡Dejar un nombre! Es todo lo vivo que hay que dejar, un nombre que viva eternamente. Lo demás, son huesos. Y un nombre no es aire que suena, es soplo, espíritu, con vida y con luz. Y vive en Dios.

¡A dónde nos ha venido a traer el regüeldo, soplo de comida y bebida! ¿Y que a qué viene todo esto, amigo mío? Pues viene a que andan por ahí señoritos repulgados y remilgados que, por no poder aguantar olor de regüeldos que huelen a gloria de Dios y a pueble aldeano, a chotuno, se nos vienen con mandangas, o, como se dice por aquí, con canguingos en mojo de gato, más o menos renacentistas. Y andan queriendo enmendarle la plana a Sancho, aunque éste, Sancho, no sabe escribir ni siquiera palotes, pues no entiende de letra el pobre analfabeto. Y en cuanto a dictar..., ¡ojo con la dictadura! Porque es lo más triste que seamos los letrados los que tengamos que servirle de secretarios. Y al decir letrados, no quiero decir concretamente abogados o procuradores, que esto es peor. Porque cuando los abogados y procuradores en Cortes se ponen a redactarle, y no a su dictado, por ejemplo, una Constitución...

Pero, ¡alto!, no sea que nos despeñemos.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

Cartas al amigo V.―A José Ortega y Gasset

Ahora (Madrid), 6 de diciembre de 1933

No hace muchos días que nuestro buen amigo y maestro don José Ortega y Gasset protestaba contra lo que le hacía decir, en lengua extraña, un corresponsal especial de un periódico extranjero, y manifestaba que no recibiría a ningún otro que no probase antes tener bien cursado y conocido nuestro idioma. Muy bien, y de acuerdo, pues que hemos padecido análogo percance. Pero no basta eso, y nuestro buen amigo y maestro lo sabe bien. Pues hay otra extranjería o extrañeza, que no es la del idioma. Y somos algunos, querido Ortega, los que producimos extrañeza en esos truchimanes de la opinión que pretenden ponernos al alcance de la masa vulgarizando nuestro pensamiento, y lo que hacen es avulgararlo. Y deformarlo. El público sencillo y desprevenido nos entiende mejor cuando no se entrometen truchimanes de ésos. Los cabreros entendieron muy bien a Don Quijote, aunque Cervantes dé a suponer otra cosa. Y si algún truchimán toma esto a jactancia, con su pan se lo coma.

Y quiero decirle, mi querido amigo, que los que tenemos pluma y sabemos manejarla deberíamos negarnos a toda entrevista y enquisa, pues cuando creamos deber decir algo al pueblo se lo diremos derechamente y sin medianero, y lo afirmaremos con nuestra firma. Otra cosa es querer traducirnos y casi siempre traicionarnos. “Traduttore, traditore”, dicen los italianos. Y más traidores los que traducen al vulgar. Que no conviene ceder a los perezosos mentales, que por ahorrarse el tener que pensar por su cuenta lo que se les dice a cuenta ajena, quieren que se les dé hecho papilla de frivolidad volandera. Que así no les cause extrañeza. Pero el que esto le dice, amigo mío y maestro, sabe que más de una vez hablando, sin pretender ponerse a alcance extraño, ha producido en gentes sencillas y desprevenidas “entrañeza” y logrado así que se entrañen, que se apropien lo que les decía. Que el público suele saber más que el publicista, y el vulgo más que el vulgarizador.

Y viniendo ahora al truchimán extranjero, ¡qué terrible, amigo mío, es eso de que a lo peor nos manden acá, a nuestra España, a un enviado especial que no conoce nuestro idioma! ¿Cómo es posible que se entere bien de nada uno que llega acá sin entender miaja de castellano? Eso supone, en el fondo, tomarnos por un pueblo de salvajes. Es como aquel que sin saber tibetano se fue al Tíbet a traducir al francés cartesiano la religión lamaísta. Y no es lo malo que no sepan castellano, sino que aun sabiéndolo son incapaces de traducir lo íntimo. No aciertan a traducir a sus categorías políticas —o literarias, o religiosas o filosóficas— las nuestras. El casticismo se les resiste. Se vienen, por ejemplo, creyendo que nuestros partidos políticos son traducción de los suyos; que somos unos discípulos, más o menos aventajados, de sus maestros, y así les sale la traducción. A lo que parece autorizarles ciertas pésimas traducciones que aquí se han hecho, como esa del partido radical-socialista, y en otro sentido la de la Acción Francesa, que aquí, en castizo romance, no quiere decir nada. ¡Y esto aquí, en España, donde nació el término “liberal”, y de donde se tradujo no poco de la Constitución del año 1812! ¡Venirnos con que si estamos preparados para esto o el otro régimen! Tiene usted razón, mi querido amigo, en protestar contra esa petulante impertinencia. ¡Venir a quererle dar lecciones de sentido político a nuestro pueblo!

No se trataba de política, sino de literatura; pero recuerdo que escribiendo una vez de la nuestra, de nuestra literatura española, un crítico francés muy inteligente, muy agudo y muy comprensivo, dentro de sus límites nacionales por lo menos, Edmond Jaloux, confesaba que para ellos —los franceses medios y ciento por ciento como él— nuestro genio español les era tan extraño como el ruso o el escandinavo, y que todo eso de la hermandad espiritual latina tiene mucho de mito. Cierto es que hay hoy en el extranjero —y muy especialmente en Francia— cada vez más espíritus que se esfuerzan por penetrar en nuestro fondo diferencial, y que lo consiguen muchas veces. Que hay cada vez más estudiosos de nuestro genio nacional que se sacuden de los contrapuestos tópicos que a nuestro cargo corrían y que consiguen llegar a las raíces de la civilización y de la cultura españolas. Pero el promedio, la medianía de los informadores, sobre todo cuando lo son de información mercenaria, no llegan no ya a las raíces, más ni a las hojas. Lo nuestro les está cerrado. Y no tienen la sinceridad del señor Jaloux, que con su confesión mostraba la aguda penetración de su ingenio. Y no nos tomaba, como otros, por unos aventajados discípulos de sus maestros.

Y si venimos a lo político, ¿cree usted, buen amigo, que a aquellos que yo llamaba en París místicos del republicanismo —jacobinos y girondinos, si usted quiere— se les puede hacer entender que no se puede juzgar del sentido político del pueblo español ni por la pedantería izquierdista de Acción Republicana ni por la pedantería derechista de Acción Popular? ¿Por los que aquí se están sacando de la cabeza —cuando no del bolsillo— una república republicana, ortodoxa, no monarquizante, o una monarquía tradicional? ¿Y que lo que aquí llaman marxismo y lo que llaman fascismo apenas tienen que ver con lo que en el resto de Europa significan esas denominaciones? No, aquí no estamos preparados para esas traducciones. Bástenos con poder sentir nuestra propia historia.

Nuestra propia historia, que es nuestra vida común civil y nuestra educación. Una educación permanente. Que a vivir sólo se aprende viviendo. Y no asistiendo a lecciones de biología, y menos de laboratorio. Harto lo hemos visto en el laboratorio de biología política de las Constituyentes, de que usted, amigo mío, y yo formamos parte. ¡Así han salido los ensayos! De que es ejemplo típico, entre otros, la ley Electoral contraproducente de los que con ella se han pasado de listos. Por no decir nada de otras leyes, socializantes y laicizantes, mal traducidas.

Mucho más tendría que decirle a cuenta de estas cosas. Por ahora he de limitarme a felicitarle por su resolución de ahuyentar de su lado truchimanes e informadores que no le lleguen en forma —y menos a fondo—, y más ahora, en que España se está poniendo en moda como “caso”. “¡Cosas de España!”, se decía antes, y ahora se empieza a decir: “El caso de España.” ¡Y que se nos vengan a que les dictemos un resumen de apuntes sobre la españolidad a los que nos llevamos años rompiéndonos la cabeza y el corazón para cobrar la conciencia más plena posible de ella! ¡Cuando no se nos vienen a pedirnos profecías, a que les digamos lo que creemos que va a pasar aquí!

Siga usted, amigo mío, sin dejarse traducir por el primero que se le arrime y sin esforzarse en eso que se llama ponerse al alcance de todo el mundo y que se suele reducir a no decir nada, a perderse en tópicos. Nos llegan tiempos de prueba y de confusión. Los cabecillas políticos no aciertan a desentrañar —desentrañar, ¿eh?— de los actos del pueblo —unas elecciones, por ejemplo— su estado de ánimo. ¡Es tan difícil desentrañar de actos estados! ¡Llegar al hondón de la conciencia comunal!

Y nada más, por ahora al menos. De usted, el amigo en esta carta, es amigo entrañado.

martes, 21 de noviembre de 2017

Cartas al amigo IV.

Ahora (Madrid), 29 de noviembre de 1933

¿Indefinición, amigo mío, decíamos? Vamos a otra cosa. ¿Otra? No hay más que una. ¡Pues a ella!

Íbase mi hombre carretera de Zamora arriba, señero y escotero, cara a la Armuña, a despejarse el seso con el brizo de aires del Pirineo pasados sobre el Duero. Empezaban a apuntar, verdes, las mieses. Dejaba tras de sí el vendaval electorero agramantino y oía por debajo de su barullera bambolla resonancias de lejano campaneo secular. ¡Qué bien en aquel recogido rinconcito conventual aquel pobre frailecico especulando sobre la contemplación adquirida y la infusa! Días éstos en que nos —nos, a los nuestros— molesta cada qué y hasta llegamos a temer que al llegar de noche a casa hayamos, no de acostarnos, sino de caer en cama.

Sintióse como en cumbre de sima, al aire, sin piso firme. Todo lo exterior se le interiorizaba; todo lo extraño —historia civil, actual, del día y el lugar, comunes— se le entrañaba. Empezó a examinar primero, a meditar después y a contemplar al cabo esa historia con un interés desinteresado; esa historia, pensamiento y voluntad de Dios en el momento eterno del mundo pasajero.

Descubrió una callejuela enchinarrada que llevaba a una plaza anónima, al parecer, desierta, bajo una humareda espesa que la privaba de la bóveda azul, del aire soleado. Y así quedaba hecha caverna. Y en ésta acabó por sentir chiquillos de todas edades —verdes, maduros y pasados— que, en puro tontear y loquear, se entontecían y enloquecían. Y entre ellos, unas damas —dueñas— de Estropajosa empuñando el estropajo, dispuestas a la friega sin lejía. A afeitar en seco. Algunos se daban a la masturbación mental de buscar nueva especie —o mejor, especia— de república o de monarquía. ¡Renovación!… Quiénes soñaban con fajarse en el fajo, mientras otros —y era curioso— que voceaban “¡muera el fajo!”, eran los más fajados y los más fajistas. Otros, a definirlo. Mero deporte de gente aburrida de su vacío íntimo. “¡Ande el movimiento!”, decía uno. Otros daban vivas o mueras a términos por los que no entendían pizca. Algunos preguntaban qué era lo que había que gritar. El suelo lleno de hojas y papeles de otoño; las paredes y hasta el piso, de estúpidos letreros en almazarrón y en brea. En uno de éstos se motejaba a los sedicentes agrarios de… “antípodas”.

Y él, nuestro hombre, perdía allí el recogimiento. Aquella patulea —aunque corporalmente ausente— le pateaba y pisoteaba el asiento de su conciencia histórica. Ni podía sacar de allí sin daño el seso. Y huyó. Volvióse a casa, campo atrás, a descansar el ánimo abrumado. Diose primero un rato —rapto— al supremo de los solitarios de la baraja; después a leer la Historia literaria del sentimiento religioso en Francia desde las guerras de religión a nuestros días, del abate Bremond, de la Academia, y luego, por desengrase, las descripciones que en el Orlando furioso hace del campo de Agramante Ludovico Ariosto. ¡Qué fiesta verbal y sensitiva! ¡Qué nombres de vividos fantasmas —casi se les toca—, qué palabras! Manilardo, Baliverzo, Malabuferso, Isoliero, Serpentino... Calamor di Barcellona, Corebo di Bilbao, Odorico di Biscaglia (Vizcaya). Y los que vienen agrupados en endecasílabos: “Grandonio, Falsirone e Balugante”, “Trusión, Soridano e Bambirago”, “Avino, Avolio, Ottone e Berlingiero”, “Anselmo, Odrado, Spireloccio e Brando”... Y dominándolos con su sonoridad..., ¡Rodomonte! Nombre que tomó Ariosto del Rodamonte que inventó su precursor Boiardo. Y cuéntase que cuando a este poeta le brotó en el magín, por obra de la musa, el resonante nombre fue tal su gozo, que hizo sonar a fiesta las campanas de su castillo de Scandiano. Lo merecía. ¡Engendrar un nombre! ¡Rodamonte! ¿Y qué cuando nuestro Cervantes dio con Quijote y con Rocinante? ¡Cómo paladeaban los nombres! ¡Rodomonte! ¡Rodomonte!

Dio luego mi hombre en recorrer los de nuestros partidos y sus cabecillas. Con todo eso de Ugete, Cenete, Firpe, Orga, Ceda y demás logogrifos. Y creyó ver en un bosque de toda laya de árboles, con sus hiedras, sus muérdagos y sus abogallas, vagar, al pasto, tropillas y rebaños “de toda clase”, y entre ellos, tal cual rara, mustia res orejisana y suelta. ¡Pero qué nombres, qué apodos, qué motes!

Y se dijo: “¡Si de todo esto quedara siquiera mi dicho decidero, duradero, una de esas expresiones estadizas con que un verdadero creador —¿poeta, político?— acierta a expresar lo que los demás creen pensar sin pensarlo de veras, y así les enseña a esto y a definirse, o una palabra, un nombre! Un nombre: “Santificado sea el tu Nombre...” Y luego: “Venga a nos el tu reino...” Y después: “Hágase tu voluntad...” Toda la historia. Cantados sean los nuestros nombres! “Aquí fue Troya...”; “allí la de San Quintín...” “Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora / campos de soledad, mustio collado, / fueron un tiempo Itálica famosa...” ¡Itálica! ¡Y cómo suena! ¡Rodomónticamente!

Los niños aquellos, en tanto, verdes, maduros y pasados —críos, mozos y decrépitos—, creían, ¡pobrecillos!, haber hecho o dicho algo.

Pues qué, amigo mío, ¿esperaba usted acaso de mí cábalas, profecías, vaticinios, agüeros, calendarios? Eso no es conciencia de historia, de leyenda. Lo que fuere sonará. Y esté de Dios que suenen nombres —de rebaños y de rabadanes— que resuenen por siglos. Y que nos hagan echar a vuelo, en fiesta, las campanas seculares.

En tanto, puesto que usted también, amigo mío, se ha dado a esta tarea de escribir para los demás, para comulgar con ellos, lo que no le pidan, eso les dé; lo que no le demanden, eso les ofrezca; a lo que no le pregunten, a eso les responda; lo que no les importe aprender, eso les enseñe. Cuando hayan pasado las estrepitosas ventoleras y enmudecido su gritería, habrán de flotar y sobrepujar las voces recogidas —ahora ahogadas— que guían la permanente revolución silenciosa e íntima del pensamiento. Y como éste, el pensamiento, es lenguaje íntimo, la más íntima, entrañada, de las revoluciones es la de hacerse uno a hablarse, a ponerse en claro a sí mismo, con la lengua común, tradicional, de los seculares rezos caseros y familiares. Y populares, laicos.

Ya sabe usted, amigo mío, que quiere ser un filólogo —en su sentido originario, un logófilo, un amante o enamorado de la palabra; es lo que resta— su amigo.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Cartas al amigo III.―A Manuel Abril

Ahora (Madrid), 24 de noviembre de 1933

Andaba yo, mi hondo lector amigo, sin saber a dónde me llevaría la senda que emprendí a la buena de Dios y en busca de excitaciones al comenzar estas cartas, cuando heme aquí que me llega su interview —que así la llama usted— imaginaria conmigo.

Sus palabras, amigo mío, me traen el tono, mejor: el resón —el eco— de las mías propias. ¡Dios se lo pague! Estos son —me he dicho— mis lectores, los míos, los que me hacen; aquellos “de quienes soy”. Estos que nada tienen que ver con la mal llamada literatura: una mujer inteligente, pero indocta; un profesional, empleado, que lee desde chico más o menos, pero que no sabe historia literaria y menos preceptiva; otros dos en las mismas condiciones, y usted, mi buen amigo callado, mi buen Abril, que es literato —sin interrogante—, pero que se olvida entre ellos de que lo es. Y se reúnen ustedes a leer, a leerme muchas veces, después de cenar, caseramente, recogidamente. Dios se lo pague a ustedes, ya que ustedes me pagan mi afán. Y he aquí por qué me enderezan en mi labor de publicista periódico. ¿Publicista? Acaso “privatista”, pues que en privado les hablo y me oyen.

Eso no es el rumoroso aplauso de una turba a la que se le azuza y enardece con latiguillos de cajón. Aquí nos hablamos de fondo a fondo. Porque ustedes me hablan, aunque en silencio. Y les oigo. Son ustedes de los que llamo amigos, de los que me sostienen. El resón, la resonancia de mi voz, que me devuelven, es más que un aplauso. Una sala tupida de muchedumbroso público de mitin no suele resonar íntimamente. Y menos cuando estalla en bullangueras ovaciones. Si alguna vez en alguna iglesia el auditorio rompiera en palmadas al predicador, sería porque éste había perdido toda unción religiosa, todo íntimo fervor de verdad.

Acababa mi última carta al amigo, a los amigos, a ustedes y sus semejantes —y mis semejantes, mis más prójimos o próximos al corazón— diciéndoles que me siento con poder para renovar, mejorar, acrecentar a mi España sin darme a definir regímenes —y menos consustancialidades de ellos—, sin inventar, por ejemplo, una República y decir de ella que es la genuina, sin dictar ortodoxias políticas. Y añadía que hay que ver si esto es o no política. Porque para los suficientes definidores políticos —políticos definidores de partido—, la verdadera República, por ejemplo, es la que ellos definen y cualquier otra es corrompida o pervertida. A lo peor la llaman monarquizante, vocablo de una evidente vaciedad. Más claro sería hablar de una República monárquica, sin rey, como la actual República francesa, burguesa, unitaria y liberal. Burguesa, es decir, para todas las clases económicas; unitaria, sin ciudadanías contrapuestas, y liberal, sin privilegios y sin excepciones para confesiones.

Pero héteme aquí que cuando me proponía —lo que es el mal ejemplo— meterme yo a definidor, se me atraviesa, amigo Abril, su interview imaginaria que me devuelve a mí mismo. Y... ¡al cuerno las definiciones! Me recobro indefinido. Que quiere decir, en cierto modo, infinito. Y por lo mismo, en el mismo cierto sentido —y, por desgracia, incierto— eterno.

Ustedes, mis amigos, mis más semejantes, mis más prójimos, los más cercanos a mi corazón, me entienden. Y hacen con su entendimiento que yo me entienda. Los otros, los que no son más que público, dirán que estas son monsergas que saben a religiosidad. Y acaso desde su punto de vista ciega acierten. Es el sentimiento religioso civil, laico, el que trato de despertar y suscitar entre mis prójimos españoles. Y siento que a ustedes, a los que me leen con entendimiento de querer, les anima sentimiento religioso —no siempre trágico— de la vida histórica civil. Y que no hacen maldito el caso de ortodoxias políticas —esto es: civiles— de partido. Que no hacen caso de que se les quiera definir un régimen. Ni le hacen a los agitadores —revolvedores mitingueros. Y menos a los tratadistas.

¡Definir! ¡Definirse! ¡Ah, si yo hubiese elaborado un programa, un sistema de gobierno, y acaso un tratado! Como aquel de Las Nacionalidades, v. gr, del ingenuo Pi y Margall, que sirve hoy de Corán a una secta política española. ¡Pero este no recogerme para articular o estructurar ese sistema; este no saber hacerlo, sino desparramarme en artículos volanderos; este ir con ellos dejando —y sembrando mi sentir del momento cotidiano, con sus íntimas y fecundas contradicciones...!

En cierta ocasión, uno de esos adoradores de la definición sistemática me decía: “¿Pero por qué no se pone usted, don Miguel, a redactar su obra definitiva, en la que ordene y concentre su pensamiento integral?” “¿Definitiva? —le contesté—. ¡Ah. sí!; que escriba un volumen siquiera de cuatrocientas páginas, con notas, y apéndices, y aparato bibliográfico, y a poder ser con gráficos; un libro así como de texto, o mejor, de consulta... ¿es lo que quiere? Y de investigación, por supuesto, y no estas ligeras fruslerías periodísticas...”

¡Ay, amigo Abril; si usted y esos otros cuatro mis prójimos, mis semejantes, que a las veces se reúnen después de cenar para leer en voz alta estas palabras que al azar de mi paso por los senderos de España me brotan mientras ella se descoyunta y desvencija; si ustedes supieran lo que me las arranca…! ¡Esos chasquidos que me llegan del subsuelo espiritual que se agrieta y resquebraja; de los cimientos de la Patria que se estremecen...! ¡Y a todo esto definiciones ortodoxas de republicanismo o de monarquismo, de marxismo o de fajismo, de internacionalismo o de nacionalismo! ¡Cuánta suficiencia! Suficiencia… insuficiente.

“¿Pero este hombre, qué quiere?” —se me dicen—. Lo que usted, amigo Abril, dice —y Dios, repito, se lo pague— en su interview imaginaria; entonar más que enseñar, adentrar más que dirigir, concentrar. Y que mis semejantes se entonen, se adentren y se concentren. Y por eso más música que letra, más melodía que literatura. Que todas esas oquedades de derecha e izquierda, de Monarquía y República, de marxismo y fajismo, todo eso y lo como ello nos está rompiendo la cordialidad religiosa íntima. Y ustedes, mis semejantes, entienden lo que quiero dar a entender con esto. ¿Es que voy, en servicio de mi patria, a inventar otra República cualquiera para decir luego, con petulante suficiencia, que es la de buena ley, la legítima, y la de enfrente contrahecha y sospechosa? Dios me libre de tal desvarío.

“Pero bueno, y en concreto..., ¿qué?”, se me preguntará por uno de esos que son los otros, los desemejantes, los lejanos. ¿En concreto? Que estas cartas al amigo, a los amigos, a los semejantes, a los prójimos o cercanos, no son programa político —¡qué va...!— ni menos electoral; que con ellas no busco sufragios —suelen darlos los fieles creyentes católicos a las ánimas de sus difuntos— y que me doy por pagado si me llega de los míos el resón —el eco— de mis palabras. Y si suscita en mí, a mi vez, otro, que así comulgamos los unos con los otros. Y en cuanto a definiciones, usted, amigo Abril, que leyó en ese pequeño cenáculo casero mi Niebla, recordará aquello de que hay que confundir. Pues bien, ahora les digo que hay que indefinir. Tenemos que librarnos —y libertarnos— de facciosos de derecha, de izquierda y de centro, de inventores de dogmas, de falsificadores de la Historia, de inquisidores y de definidores. Pero esto de la indefinición pide carta aparte.

domingo, 19 de noviembre de 2017

Cartas al amigo II.

Ahora (Madrid), 11 de noviembre de 1933

Quedaba en mi carta anterior, mi buen amigo y lector, en que... Mas antes, ¡qué ventaja esto de poder dirigirme a uno y no a una masa! Pero uno que aun no siendo masa es legión, es muchedumbre, es pueblo. Poder dirigirme a cada uno y no a todos. Y menos formando partido. ¿Ha observado usted, lector amigo, qué es lo que en esas arengas electorales, en que tanto se niega y apenas si se afirma algo, más suele aplaudirse de un extremo al otro? Da pena. Y ahora con la radio se ha ensanchado el radio de acción de esas propagandas, pero habría que saber la impresión del solitario radio-escucha que las oye libre de la presión de la masa. Por mi parte, le cuento a usted, lector amigo, libre de esa fatídica presión y prisión. Y me hago la ilusión —todo lo es— de que estamos hablándonos a solas y en voz baja, fuera del engaño.

Digo, pues, que en mi anterior carta decía que el toque está en la individualidad, en el individuo, para nosotros en el hombre español, y si éste, el español, es para España o España es para el español. El terrible para... Y acababa en que hay que tocar en relación con ello en eso del placer de crear, que dice el político poeta. Que dijo Azaña en las Cortes en el discurso que de más adentro le brotó. De más adentro del corazón.

Cuando oigo decir que hay que estar al servicio del Estado, de este leviatán, como le llamó Hobbes, de este monstruo —benéfico o maléfico— a quien nadie aún, que yo sepa, ha sabido definir bien; cuando oigo hablar de ese ídolo tanto de comunistas como de fajistas, me acuerdo de aquellos días en que nosotros, los hijos del siglo XIX, los amamantados con leche liberal, leíamos aquel librito del hoy casi olvidado Spencer —el ingeniero desocupado que dijo mi amigo Papini— que se titulaba El individuo contra el Estado. En él nos inculcaba lo malo que es el exceso de legislación. Eramos, más o menos, anarquistas. Queríamos creer que las heridas que la libertad hace es la libertad misma la que las cura. No nos cabía en la cabeza —y menos en el corazón— que se preguntara: “¿Libertad, para qué?” La libertad era para nosotros un para qué, una finalidad. Libertad para ser yo yo mismo. O mejor para hacerme yo mismo. Que ya Píndaro dijo lo de: “Hazte lo que eres.” Libertad del español, por caso, para hacerse español, para forjarse una conciencia de españolidad, sin que se la impusiera el Estado. Que no es la comunidad.

En el fondo, como ve usted, es, traducido al orden civil y político, el principio protestante del libre examen, la raíz de la herejía. Y el principio también de la justificación por la fe. Después nos han traído eso del Estado, del servicio al Estado, y hasta que no hay libertad fuera del Estado y que es el Estado el que la da, el que le liberta a uno. Supongo que de sí mismo.

¡El Estado! ¿Y quién es? Se rezaba hace unos años el rosario en un lugarejo de esta provincia de Salamanca, y como al final el párroco dijera: “Un padrenuestro por las necesidades de la Iglesia y del Estado”, el alcalde, que asistía al rezo, hubo de interrumpirle diciendo: “No, del Estado no. que el Estado son ellos...” Y así se siente. El Estado son ellos, son los otros. Son los que amenazan con una u otra dictadura. Son los anti-liberales de derecha o de izquierda. O de dentro. Y hay que estar al servicio de ellos, al servicio del Estado. Para lo cual partidos numerosos y rígidamente disciplinados, o sea ortodoxias. El hereje puro, el que llaman independiente, es el enemigo. Su labor es la nefanda.

Y cuando el individualista, aun a su pesar, cuando el hereje, cuando el que no reconoce dogmas políticos, se siente obligado a actuar en lo que se llama servicio del Estado, ¿qué se le ocurre a este siervo al servicio, sea el que fuere —aunque fuere de portero—, para justificarse ante sí mismo? ¡El placer de crear! ¡Y qué bien le conocemos este placer! ¡El placer de crear, de sentirse poeta, sobre una u otra materia, con unos u otros medios! Y la materia pueden ser hombres. ¡Hacer hombres! ¡O ya corporalmente, como un padre, o ya espiritualmente, como un maestro! ¡Hacer un pueblo! ¿Y para qué? Para dejar en la Historia un nombre, o acaso más que eso, un alma tal vez anónima y sin conciencia de sí, una obra. Para sobrevivir en la Historia aunque los venideros no conozcan quién es el que así sobrevive y él tampoco goce de conciencia de sí sobreviviéndose. ¡Aspiración ascética y hasta mística! ¿Pero... el que así vive vida alta y honda por el placer de crear, no es acaso que por debajo está el placer de crearse, de hacerse a sí mismo? El escultor de su alma, que dijo mi amigo Ganivet, el anarquista, no muy grato a alguno de esos poetas civiles. ¿No hay por debajo de ese placer de crear, de hacer un pueblo nuevo —de renovarlo—, el placer de crearse el creador, de hacer que el Estado a cuyo servicio uno se pone, se ponga al servicio de quien le sirve?

¿Es que el que se siente déspota constructivo no se siente así para servir al Estado que le sirva a hacerse?

Si así fuese, ¿qué? ¿Que si un español sintiese que España es para él, ese español se hiciese un alma propia? Terminé uno de mis empecatados sonetos con este verso: “que es el fin de la vida hacerse un alma.” Y no me recuerde usted, lector amigo que lo sepa, que terminé otro de esos empecatados sonetos con este otro verso: “toda vida a la postre es un fracaso”. Lo que parecía querer decir que fracasamos en el fatídico empeño de hacernos un alma. El alma es la obra de uno. Y usted, amigo mío, o yo o el político poeta, no de profesión o carrera, no por triste apetito de poder, no por mandar o por figurar, si usted, él o yo nos dejamos en una obra, tal vez anónima, ¿es que habremos fracasado? Y no se nos hable de arribismo. ¡Necedad mayor! Arribar, llegar, ¿a dónde? Si dejamos una obra en que se exalte y engrandezca la conciencia, en nuestro caso, de españolidad, y con ella de humanidad universal, de universalidad humana, ¿para qué más?

Pero aquí se me viene del fondo de mi liberalismo del glorioso siglo XIX un sentido hondamente individualista de esa conciencia comunal. Y siento que puedo dejar a mi España acrecentada, mejorada, exaltada en las conciencias de los españoles venideros —y de los que sin serlo la conozcan— sirviéndola no ya fuera, sino contra la disciplina de partidos, contra dogmas políticos.

Y contra distinciones de regímenes. Siento que puedo renovar, mejorar, acrecentar a mi España sin darme a definir regímenes —y menos consustancialidades de ellos—, sin inventar, por ejemplo, una república y decir que ella es la genuina, sin dictar ortodoxias.

¿Que esto política no es? Es lo que hay que ver.

sábado, 18 de noviembre de 2017

Cartas al amigo I.

Ahora (Madrid), 7 de noviembre de 1933

Oiga, mi buen amigo; acción —y a la vez pasión— acaso de las más heroicas de que tengo oído es la de aquel médico, maestro de patología, no curandero, que a la hora de irse a morir reunió en torno suyo a sus discípulos queridos para irles explicando su agonía, de qué se moría y cómo se moría. Seguía el ejemplo de la divina inmortal muerte del Sócrates que soñó Platón. Y no les aleccionó nuestro heroico médico para que aprendiesen a curar, no, sino para enseñarles a saber morir y a saber cómo se muere. Y, por tanto, a vivir, a saber cómo se vive, y no cómo no se debe vivir.

Se dice y repite que la Historia es maestra de la vida, mas ello no quiere decir que nos enseñe a vivir vida pública civil, sino a saber cómo la han vivido los hombres. Y a contemplar la verdad, sea como fuere. No tiene moraleja, pues nadie escarmienta en cabeza ajena, ni conviene. La Historia es la vida misma pública espiritual. Goza —así, goza— de la catástrofe quien la conoce y la estudia.

En todo esto vengo pensando, mi buen amigo, en estos días preñados de historia nacional, en que se me viene pidiendo —sobre todo por parte de diarios extranjeros— que diga cuál creo que haya de ser el porvenir de España, que haga pronósticos. Y hasta que indique recetas. ¡Harto será que pueda hacer diagnóstico! Y nada de recetas. ¿Qué pasará? Antes, qué es lo que está pasando y cómo. Es más hondo y más serio el menester de informador, de reportero si se quiere, que el de profeta. Ver la realidad concreta de cada día, todo lo que hay y nada más que lo que hay..., ¡pues ahí es nada! Parézcanos bien o mal. Bastante es saber cómo se vive, cómo se goza, cómo se sufre, cómo se sueña, cómo se hastía, cómo se muere. Y sin recetas ni moralejas.

Vea un caso el económico. El empeño de una supuesta más justa distribución de la riqueza está estorbando y amenguando su producción. Sube el salario y baja el rendimiento. Es el alza de los salarios lo que hace los parados. La tierra, sobre todo, no puede con la carga. Al empobrecerse los amos se empobrecen aún más los más pobres, los desvalidos, los verdaderos proletarios, no los de la matrícula de tales. Y todo ello le hace ver al clínico que el tenor de vida —standard of life, que dicen los ingleses— está bajando. Y aun derogando a mi propósito de no hacer pronósticos, creo poder afirmar que tendrá que bajar aún más, que todos tenemos que hacernos a la cuenta de haber de rebajar considerablemente nuestras satisfacciones de toda clase, de resignarnos a una vida más implacable.

Ya sé lo que me dirá usted, mi buen amigo, pues ya otra vez me lo dijo, y es que esto vale a predicar no la Buena Nueva, no el Evangelio, sino la Mala Nueva, el Disangelio. Mas esto no es predicar, es prever. Y sin preocupación de proveer. “¡Luchemos hasta contra lo inevitable!”, me dijo usted entonces, y me recordó aquel sublime pasaje del Oberffann que dice: “perezcamos resistiendo, y si es la nada lo que nos está reservado, no hagamos que sea una justicia”, pasaje que tomó usted de mí. Y aquel otro del final del último canto de Leopardi a la retama, la flor del desierto, donde el altísimo poeta le dice que plegará, sin resistir, bajo el peso mortal su cabeza inocente. Traduje yo, en verso, hace años ese canto y puse “mortal peso” donde el original italiano dice fascio mortal, fajo o carga mortal. Y ya estamos en el fajo y el fajismo.

Donde cunden tanto los curanderos, saludadores, animadores, consoladores, arbitristas de toda laya, ¿no ha de haber quien se esfuerce en hacer ver lo que hay, lo que es y cómo es? Ni buena ni mala nueva ni evangelio ni disangelio, sino conocimiento, que es libertad. Porque libertad es la conciencia de la ley por que uno se rige. Planeta que conociese la fórmula de la curva de su órbita sería libre.

Y ahora vengamos a lo de ahora, a lo del día, a las próximas elecciones. O es un acto de examen de conciencia pública civil —¡y religiosa, claro!— o no es nada duradero. Que se den cuenta los electores de lo que piensan, si es que piensan algo. Un acto como el que se prepara no ha de servir sino para que el pueblo se pregunte: “¿y para qué España?” Aquí está la clave, en el para qué. Toda la trágica labor del espíritu humano ha sido y es darle a la Historia un para qué, una finalidad. Se nos pide sacrificios, y los más se preguntan: “¿para qué?” Para hacer España, para que España cumpla su misión en el mundo. Pero, ¿y qué es España? ¿Cuál es su misión? ¿Quién nos la revela? El caso es crearla. ¿Y cómo?

Hay una doctrina determinista, que es la de la interpretación llamada materialista de la Historia, la de Marx. Y esa doctrina acabó creando una ilusión, un engaño, una finalidad, la del opio revolucionario del bolcheviquismo de Lenin, una religión. Y los pobres fieles se figuraron saber para qué habían nacido. Y se resignaron a toda clase de sacrificios, y hasta a vivir peor que sus antepasados los siervos de la gleba. Y contra esa doctrina, aunque íntimamente ligada a ella, por la ley dialéctica de la identidad de los contrarios, de los mellizos enemigos entre sí, contra esa doctrina se yergue y endereza la del fajismo o nacional-socialismo, que crea otra ilusión, otro engaño, otra finalidad, la del opio del nacionalismo. Y sus fieles se figuran que saben para qué han nacido naturales de tal nación y no de otra cualquiera, y hay luego los que se preguntan, acongojados: “¿Y ese para qué a su vez para qué?” Y ya estamos en el nudo de la cuestión.

Insisto, mi buen amigo, en que en el fondo de toda esta agitación revolucionaria y contra-revolucionaria, de todas estas acciones y reacciones, late el eterno anhelo de la conciencia popular por cobrarse a sí misma, por darse cuenta de sí, por saber cuál es su razón de ser, y más que su razón su valor de ser, su finalidad. Dio e il popolo, “Dios y el pueblo”, decía el altísimo profeta italiano José Mazzini, dechado de revolucionarios místicos y prácticos, el que predicó que la vida es misión. Pero esos que dicen: “Dios, Patria...” y lo que la hagan seguir, ¿qué quieren decir con eso de Dios? ¿Recuerdan lo de nuestro místico fray Juan de los Angeles, prototipo de individualistas? Porque aquí está el toque, en la individualidad, en el individuo, para nosotros en el hombre español. ¿El español para España o España para el español?

Mas como esto se enreda y se hunde, dejémoslo para otra vez. Hay que zahondar más adentro en esta remoción del alma nacional que busca conciencia. Y hay que tocar, en relación con ello, en eso del placer de crear, que dice el político poeta.

viernes, 17 de noviembre de 2017

La I. O. N. S.

Ahora (Madrid), 1 de noviembre de 1933

La verdad es que digan lo que quieran las crónicas electoreras somos bastantes los que, hasta ahora, no percibimos —o presentimos— el temblor previo al alzamiento del vuelo de la conciencia común popular. ¿Expectativa de público? Tal vez. Pero público no es pueblo. El público espera emociones de espectáculo. A ver qué pasa. Y si hay hule. ¿Pero emoción de pueblo a espera del destino? Esto no lo vemos todavía. A pesar de los técnicos de la electorería. No hay que fraguar leyendas.

Lo que ha de ver bien claro quien sepa, pueda y quiera ver es la vanidad de los partidos todos, en cuanto partidos. Esos de los comités. Lo que cuenta algo son los sindicatos, corporaciones, comunidades de clase o de profesión. Los llamados agrarios, por ejemplo, no forman partido y se distribuyen entre varios de ellos. Así como los que sienten una especie de conciencia de clase media y otros de clase patronal. En estas tierras en que vivo y trabajo en la enseñanza se da el caso de que en el campo se unen en contra de la clientela de las casas llamadas del pueblo los propietarios, grandes y chicos —son muchísimos más los chicos y los achicados—, los colonos y arrendatarios, y con ellos los obreros calificados, es decir, los que por su competencia contaban con trabajo y jornal seguros. Jornaleros tan proletarios como los otros, como los que formaban en las asociaciones de ineptos, de los sin oficio ni menester, de los que establecían el turno forzoso. Porque eso de los términos municipales y otras medidas análogas, con achaque de acabar con los esquiroles o amarillos, lo que ha hecho ha sido evitar la selección de los eficientes. Y a esta agrupación de luchadores contra la clientela de esas casas se le llama, y ellos mismos, los que la constituyen, la llaman anti-marxista, aunque el marxismo no entre aquí para nada. Que nunca ha sido marxismo esto de organizar al ejército de reserva de los inválidos, los holgazanes y los ineptos para establecer una nueva ley férrea del salario, de un salario antieconómico cuando no corresponde al rendimiento, cuando hace que el coste de producción sobrepuje al valor de la demanda. Las veces que se ha dicho y repetido que si a esos peones del turno de las bolsas de trabajo se les da las tierras a que las cultiven por sí mismos no sacan el jornal que los obreros calificados.

Más dejemos esto, que no es ahora más que una digresión, para recalcar en que la lucha electoral no se presenta, donde aparece con algún empeño, entre partidos. Contando entre ellos al socialista, claro está. Porque en la lucha entre las llamadas clases sociales —contando entre las clases, o si se quiere subclases, la de los obreros calificados, de oficio, y los simples braceros— el socialismo, como doctrina política, no cuenta apenas en España. Lo mismo da que se llamen socialistas, comunistas, sindicalistas o anarquistas. O fajistas —fascistas— como empiezan a llamarse algunos de ellos. Son nombres que no responden a realidad íntima de conciencia. Pasan de un título a otro, de la U. G. T. a la C. N. T. o a la F. A. I., o a otra cualquiera, según intereses de clientela, de asociación de seguros mutuos. De seguro contra el paro, por enfermedad o accidente algunas veces, por incapacidad otras veces.

Y ya que hablamos de fajismo —o fascismo— conviene fijarse en una fatídica característica que este movimiento, tan mal traducido entre nosotros, va tomando en España. Lo que de él se destaca es el aspecto de la violencia, de aquella violencia que predicó Sorel. Pero aquí empieza a predicarse una violencia no juvenil, sino pueril; una violencia de rabieta vocinglera de chiquillos sin acabado uso de razón ni de conciencia.

Cuando llegaron a nuestras manos algunos escritos de la J. O. N. S., de una infantilidad aterradora, de una vaciedad que podríamos llamar maciza si no implicara esto contradicción; de una palabrería huera, nos dio pena ello. Y nos dio pena porque adivinamos los pródromos de eso que quiere pasar por juvenilidad —por “giovinezza”, digámoslo en italiano— y no es sino infantilidad —“fanciullezza”. Creímos que J. O. N. S. quería decir Juventud Ofensiva Nacional Sindicalista, y lo cambiamos en I. O. N. S., o sea Infancia, etc. Después supimos que la J. quería decir Junta. O Jonta, como las de los moros. Y temimos que esa ofensiva de retrasados mentales, de hombres —algunos de ellos adultos— en la menor edad mental. Temimos por las travesuras de esos “balillas”, estanislaos o “boy-scouts”—léase “bueyes cautos”. Deportismo de chiquillos que juegan a la violencia. Con camisas negras o azules, o rojas, o gualdas, o moradas —más bien lilas—, o pardas. Mejor los descamisados. Temimos por las chiquilladas —a las veces trágicas sin quererlo— de los mozalbetes que al entrar en el retozo preguntan: “¿Qué es lo que hay que gritar?” Porque con tal de gritar, lo mismo les da un grito que otro. La cosa es la violencia verbal pura, sin más contenido que la violencia misma.

Y ahora me creo en el deber de advertir a unos de esos mozos violentos de mentirijillas que al llamarles retrasados mentales no he querido llamarles retrógrados en el sentido que tiene este calificativo en nuestra fraseología política, porque el retraso mental, la puerilidad intelectual, está no ya tan acusada, si no acaso más, entre los supuestos progresistas, o revolucionarios o de extrema izquierda. Lo mismo un extremo que el otro de violencia suponen un retraso mental, una puerilidad de concepción. De modo que al llamarles retrasados no les quise llamar retrógrados en susodicho sentido, ni reaccionarios ni cavernícolas, sino lisa y llanamente… inocentes. O si se quiere, mentecatos. Porque lo de inocentes no les cuadra bien. Puesto que inocente —“innocens, qui non nocet”, el que no daña, el innocuo— es el inofensivo, y los de la junta o la juventud —lo mismo da— ofensiva no son, desgraciadamente, inofensivos. Que no es inocente o inofensivo el parvulillo mental a quien se le deja jugar con armas ofensivas.

¡Esas fatídicas juventudes de partidos desde un extremo al otro! Esas más bien chiquillerías mentales, en que el desarrollo intelectual va en retraso del desarrollo corporal, eso es lo que nos inquieta. Nos inquieta el irreparable daño que puedan hacer los que no saben lo que se hacen. Nos inquieta el estrago que puedan producir los aquejados de la comezón de sobrepujar a los mayores, los enfermos de esa enfermedad infantil de la superación, los obsesionados por hombrear. ¡A cuántos padres les hemos oído lamentarse de esto mismo! Y hasta acongojarse por ello.

Y ahora, dejando de lado el sentido que a eso de la J. O. N. S., con jota, quisieran haberle dado los deportivos, cinemáticos y literatescos “dilettanti” —así, en italiano— no diletantes ni menos dilettantis —que han mal traducido el “fascio” —o fajo— nos hemos tropezado con una I. O. N. S. con i, es decir, con una infancia —mental se entiende— ofensiva. Por lo cual tienen mis lectores, los míos, el perdonarme el que tan a menudo vuelva en este tiempo a este tema —y esta tema— que me está atosigando y hasta torturando, cual es el de los fatídicos síntomas de retraso mental, de puerilización progresiva —o mejor: regresiva— que vengo observando en la conciencia pública política española. Que si por algo se distinguió el español genuino fue por la madurez de entendimiento. Más o menos agudo, más o menos hondo, más o menos brillante, pero maduro. Tan maduros en su juicio Don Quijote, el loco, y Sancho, el simple. Locura sublime y simpleza también sublime, que jamás cayeron en mentecatez.

Y en resolución, que retrasado mental no quiere decir retrógrado, sino mentecato, pero no inocente, no inofensivo.