El Sol (Madrid), 14 de enero de 1934, número extraordinario
Heme aquí hoy, 6 de diciembre de 1933, ante el blanco papel —blanco como el negro porvenir—, dispuesto a decir algo que no ha de ser leído hasta el primer día del año 1934, un domingo. ¿Profecías? Dios me libre. La vocación del historiador —la siento— no es de profeta. No me preguntes, pues, lector, qué es lo que creo que pasará —o mejor, quedará—, sino qué es lo que creo que ha pasado y que está pasando. Para esto provee la Naturaleza; para aquello hace falta la gracia. Y vamos al caso.
En 1933 se han condensado, se ha apretado, la guerra civil crónica entre las que se ha llamado las dos Españas, y que constituye la vida civil íntima de nuestra España común. Constituye, digo, porque ésa es la que Cánovas del Castillo llamó nuestra constitución interna, nuestra historia. No es una lucha entre República y Monarquía —dilema superficialísimo y sin consistencia—; es otra. Los liberales, los constitucionales de 1812, la plantearon ya. Riego no fue un republicano. Ni entonces quería decir republicano, así, sin más, algo claro y preciso. Como hoy tampoco.
En las últimas Constituyentes tampoco se trataba de eso que suele llamarse, para mayor confusión, régimen. Las elecciones del 12 de abril de 1931 no plantearon un problema de régimen al echar de España a su último Rey. Plantearon de nuevo el problema de la constitución interna. Y la mayoría de esas Cortes constituyentes, guiada por pedantes de la revolución —mucho más pedantes que revolucionarios— y de una revolución que no era tal, se puso a forjar una República democrática de trabajadores de toda clase, federable, jacobina y socializante. Lo que no fuera eso sería una República espuria, corrompida, monarquizante. Así lo declaraba el sumo definidor y sumo pedante de la supuesta revolución. Y la necesidad innata de crearse una conciencia de vencedores —como dijo muy bien el portugués Fidelino de Figueiredo—, conciencia que no tenían, les llevó a los gobernantes a toda clase de excesos por manía persecutoria, y a las turbas, a mayores excesos criminales, que el Gobierno dejó pasar si es que no sancionó. No valían todos los conventos la vida de un solo buen incendiario. Más cuando, según decreto verbal de la pedantería revolucionaria, España había dejado de ser católica de la noche a la mañana.
Aquella insensata mayoría, llevada por cabecillas aun más insensatos que ella, se empeñó en rematar la obra revolucionaria constitucional. Y vino la inevitable disolución de aquellas Cortes que se creyeron revolucionarias. La reacción era inevitable, en efecto. El pueblo no había querido aquello. Y se encrespó de nuevo la secular guerra civil, no entre monárquicos y republicanos —¡qué pobre y ridícula diferenciación es ésta!—, sino la misma de 1812, la misma de 1833, la misma de 1868. La lucha constitucional. Y por entonces, hace unos meses, escribí un artículo en que acababa diciendo: “O la República acaba con la Constitución, o la Constitución acaba con la República.” Era y es la revisión de esta Constitución de papel —de estraza, para envoltorios—, hoy todavía, al parecer al menos, vigente. Y por eso dije en nota consultiva al señor Presidente de la República que estas Cortes, las que acaban de elegirse, serían reconstituyentes. Y como tendrán que serlo, ya hay pedantes de revolución que están soñando en disolverlas. ¿Para qué?
El resultado de las elecciones demuestra que hay una fuerte, fortísima, parte de opinión, acaso la más fuerte y más numerosa, que quiere lo que yo he llamado alguna vez, frente a los pedantes del republicanismo ortodoxo, una República monárquica; esto es: en lo social, burguesa, o sea de cooperación, y no lucha de clases; en lo estrictamente civil, unitaria, y no de lucha de ciudadanías comarcales; en lo eclesiástico —no religioso—, liberal, es decir, de verdadera libertad de cultos, sin menoscabo ni privilegio para ninguno de ellos y sin sustituir a la religión del Estado —que aquí era la católica— por la religión de Estado. Religión de Estado que lleva al fajismo, sea de derecha, sea de izquierda. Y a lo que llaman laicismo, y que no es tal.
“¿Y qué vendrá?”, se preguntan los hombres de poca fe. De poca fe en la Historia. Y alguien —un pedante de revolucionarismo— me ha manifestado su temor de que haya que empezar de nuevo contra la reacción. Sin saber que la reacción no es nunca una vuelta al pasado, vuelta imposible. ¿Restauración? Cuando se oye hablar de ella hay que preguntarse: “¿Restauración de qué?”
Abolió Fernando VII la Constitución liberal de 1812, y vino el período absolutista, y murió el Rey absoluto, y a su muerte, hace un siglo, en 1833, estalló la guerra civil entre absolutistas y constitucionales, entre carlistas y liberales, o entonces cristinos. Y acabó en el Abrazo de Vergara con un convenio; pero el absolutismo fernandino no volvió ya. Fue corrompiéndose luego la Monarquía realista, y los excesos del final del reinado de Isabel II trajeron la revolución septembrina de 1868, que no fue republicana, la de Prim. Y vino la Monarquía liberal, casi republicana, de D. Amadeo, y luego, la no madura República de 1873. Y volvió a agudizarse la crónica guerra civil. Con aquella República acabaron el cantonalismo y el jacobinismo antiliberal, sectario. Y luego vino la llamada Restauración, la de Alfonso XII. ¿Se volvió a lo de Isabel II? Ni mucho menos. Las más, y sobre todo, las mejores conquistas de la revolución de septiembre y de la breve República de 1873 quedaron cimentadas. Gracias sobre todo a Cánovas y a Castelar. A Castelar, que fue el verdadero estadista de aquella República, el gran patriota. Su profundo dentido histórico le dictó lo del posibilismo. Y se dio la Constitución de 1876. Y siguió la historia. Y murió Alfonso XII. Y vino la Regencia con su Sagasta. Y luego, Alfonso XIII. Y la corrupción de este reinado, algo parecida a la del reinado de Isabel II, exacerbada por la guerra de Marruecos y por las salpicaduras de la Gran Guerra de 1914, trajo la dictadura de Primo de Rivera, que ha sido la verdadera revolución, aunque sin tanta pedantería de revolucionarismo como esta otra que acabamos de padecer. Y esa dictadura y la trasdictadura trajeron las elecciones de 1931, en que se votó contra aquellas dictaduras y contra el régimen que las amparó. Contra eso, y no en favor de ningún otro régimen. El pueblo no sabía, no podía saber, lo que habría de ser una República. Y las Cortes constituyentes se pusieron a fabricar una, la genuina, la correcta, la revolucionaria. Y ha salido esta Constitución de papel de la pedantería del revolucionarismo. Que no es revolución.
¿Y después? ¿En adelante? ¿Pero es que hay quien crea que hemos de volver a lo de 1922? ¿Es que hay quien crea, por ejemplo, que se ha de volver a lo de que la religión del Estado es la católica apostólica romana en el sentido de limitar, si no proscribir, otros cultos y hacer impositivo en ciertos casos el culto de ella e impositiva la enseñanza de su credo? ¿Es que hay quien cree que vamos a volver a aquellos tiempos en que los católicos luchaban contra la ley del Candado de Canalejas y los obispos protestaban contra el artículo 11 de la Constitución de 1876? No, a eso no se volverá. Semejante restauración es ya, queremos creerlo, imposible. Pero la revisión de esta triste Constitución de hoy es inexcusable. No puede subsistir su artículo 26, con esa disparatada disolución de la Compañía de Jesús y la criminal confiscación de sus bienes. Ni otras confiscaciones igualmente criminales. Ni puede subsistir todo lo que a nombre de la ley de Defensa no ha sido sino obra de injusticia.
El peligro es que se sobrepongan, no los restauradores, sino los “revanchistas”, los resentidos, los energúmenos, los pedantes de la restauración y los pedantes del tradicionalismo, tan perniciosos como los pedantes del revolucionarismo. Teniendo en cuenta que ni tradicionalismo es tradición, ni revolucionarismo es revolución.
Y basta. Pues no quiero meterme en el problema propiamente religioso, que no es el eclesiástico; en el de la religión popular —en su mayor parte adogmática y subconsciente—, en el del verdadero laicismo, que rechaza lo mismo la dictadura de la jerarquía clerical —que no es la Iglesia— que la dictadura del Estado. Este problema de la fe implícita de nuestro pueblo, de su ensueño de vida íntima eterna, es para mí el más congojoso. No lo sienten ni los políticos laicizantes ni los políticos católicos vaticanistas.