Ahora (Madrid), 20 de septiembre de 1933
Surge a las veces (de cuando en cuando) en la prensa diaria —política y literaria a veces (alternativamente) y aun a la vez (simultáneamente)— el tema de la literatura y la política en sus relaciones mutuas. O más bien, el de si el hombre de letras haya de meterse a político o el político a literato. Pero ¿quién define y deslinda los campos? Hay política literaria y hay literatura política. Y suelen confundirse. Que pensar la acción —y pensar es expresar— y actuar el pensamiento son dos caras de una misma obra. “El Príncipe” de Maquiavelo, ¿es política o literatura? Lo malo es que no suele haber un concepto mejor: una expresión clara ni de lo que sea política ni de lo que sea literatura.
Uno de estos días se ha recordado en nuestra prensa, a este motivo, a Disraeli político y literato en uno y a la vez y no sólo a veces. Cabe recordar a Chateaubriand, a Lamartine y hasta a nuestro Cánovas del Castillo. ¿Y quién nos dice que tal a cual político o estadista autor de Memorias con que pasar a la historia no cumplió su obra política como obra literaria, no representó —autor y actor a la vez— su drama para contarlo? Caso terrible el de aquel pobre Amiel, el hombre del diario, que vivió, sintió, soñó, sufrió y se deshizo para alimentar su Diario íntimo y fue esclavo de él. Cada día, “¿qué haré o pensaré hoy que pueda pasar al Diario?” Pero ¿quién nos dice que tal político o estadista autor de Memorias no las estuvo preparando de antemano mediante su obra pública?... ¿Que tal medida legislativa que impuso no se debió a colocar tal discurso literario que como tal discurso pasara a una antología? Hay un género que en literatura se llama de ensayo, y no pocos procedimientos gubernativos no suelen pasar de ensayos en el mismo sentido que los literarios. Ni puede ser de otra manera.
¿Acción? Las más de las veces lo que se suele llamar así, acción, no es más que palabras. Recuérdese del Evangelio lo de aquel centurión, hombre de obediencia y de mando, que no le pidió al Cristo más que una palabra. Las leyes no son más que palabras escritas. Y para interpretarlas, lo primero gramática.
La propaganda política, ¿qué es sino oratoria, o sea literatura hablada? Parlamento viene de parlar. Nuestra actual Constitución —a la que tantas veces la he motejado de Constitución de papel— a menudo se rebaja a literatura en el peor sentido que se da a este tan de ordinario mal comprendido término.
Con la literatura se hace política, pero, a la vez, con la política se hace literatura, se hace leyenda, se hace cultura, se hace ensueño, se hace historia. Historia en el sentido no de lo que pasa, sino de lo que los hombres sueñan que ha pasado y es lo mismo. Y es indudable que en política la eficacia estriba, más que en la mentalidad de lo que se dice o declara, en la espiritualidad del modo de decirlo, en el estilo. Y por esto ha podido hablarse de nuevo estilo, que es concepción literaria.
¡Nuevo estilo! No el “dolce stil nuovo” del Dante, que este reciente no ha sido dulce, sino tan amargo que ha malenconiado a no pocos. Y el estilo no dice propiamente a los conceptos, sino a su expresión; no a las ideas, sino a las expresiones; no a la materia, sino al espíritu; no a la lógica, sino a la retórica.
¿Retórica? ¡Y cuánto se la ha calumniado! Retórica deriva de retor, que equivale a orador. Y la oratoria ha hecho la política. Un discurso vale por muchos motines. Y la más honda labor política suele ser precisar expresiones. Y de aquí que los oradores, al hacer política, hagan y rehagan lengua más qué los hombres no más que de letras, que los meros literatos. Habida cuenta de que hay muchos escritores —en España los más castizos— que no son sino oradores por escrito.
Leyendo hace poco el “Discurso sobre el texto de la Divina Comedia del Dante”, de Ugo Fóscolo, me encontré con un pasaje que me retuvo la atención y es aquel en que dice: “Las lenguas, donde hay nación, son patrimonio público administrado por los elocuentes, y donde no la hay se quedan en patrimonio de literatos; y los autores de libros escriben sólo para autores de libros.” Esto lo decía Fóscolo para la Italia de hace más de un siglo, pero ¡cuánta aplicación no tiene a nuestra España de hoy, donde los meros literatos cambian sus libros y quedan los elocuentes, los oradores —de palabra o por escrito—, para administrar el mayor y más puro y más espiritual patrimonio público de la nación! Y luego el mero hombre de letras, o mejor: el hombre de meras letras, se queja de que la política daña a su oficio.
Los políticos, cuando a la par son literatos, en el más alto sentido de este apelativo, y los literatos cuando a la vez se sienten políticos, son los que hacen la historia viva, esto es: soñada. ¿Y qué son sino sueños todo eso de las luchas de clases, de comarcas, de confesiones o de lo que sea? Y al decir “de lo que sea” me refiero a otra lucha que va a hacerse política y es la lucha de sexos. Ya Cánovas del Castillo, literato político que habría dado toda su fama de gobernante por la fama de literato de su tío don Serafín Estébanez Calderón (El Solitario) —y así lo declaró en un libro—, en un artículo, a ratos humorístico, que sobre el mes de abril publicó en un almanaque de “La Ilustración Española y Americana” se refirió a “los contrapuestos sexos que mancomunadamente detentamos el planeta”. ¡Y que no hay hoy en España pocos políticos que temen para las próximas elecciones generales a Cortes la lucha de los contrapuestos sexos que mancomunadamente detentamos la nación! ¡Contrapuestos!
Y de todo este descosido —aunque no deshilvanado— ensayo, político y literario a la vez, quiero que se deduzca que hacer política, cuando ésta es algo más noble, más espiritual y más hondo que administración y manejo de partidos, es hacer literatura y que hacer literatura cuando es algo más noble, más espiritual y más hondo que hacer libros para entretener no más a los lectores y vivir de este entretenimiento, es hacer política. Aunque no sea de otra manera que haciendo —esto es, creando— lengua viva, el más íntimo y radical patrimonio público de una patria cualquiera.
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